La devoción
popular invoca a María como Reina. El Concilio, después
de recordar la Asunción de la Virgen «en cuerpo y
alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada
(...) por el Señor como Reina del universo, para ser
conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores
(ver Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte»(154).
En efecto, a partir del siglo V, casi en el mismo período
en que el Concilio de Éfeso la proclama «Madre de
Dios», se empieza a atribuir a María el título de
Reina. El pueblo cristiano, con este reconocimiento
ulterior de su excelsa dignidad, quiere ponerla por
encima de todas las criaturas, exaltando su función y
su importancia en la vida de cada persona y de todo el
mundo.
Pero ya en un fragmento de una homilía, atribuido a
Orígenes, aparece este comentario a las palabras
pronunciadas por Isabel en la Visitación: «Soy yo
quien debería haber ido a ti, puesto que eres bendita
por encima de todas las mujeres, tú, la madre de mi
Señor, tú, mi Señora»(155). En este texto, se pasa
espontáneamente de la expresión «la madre de mi Señor»
al apelativo «mi Señora», anticipando lo que
declarará más tarde San Juan Damasceno, que atribuye
a María el título de «Soberana»: «Cuando se
convirtió en madre del Creador, llegó a ser
verdaderamente la soberana de todas las criaturas»(156).
2. Mi
venerado predecesor Pío XII, en la encíclica Ad
coeli Reginam, a la que se refiere el texto de la
constitución Lumen gentium, indica como fundamento de
la realeza de María, además de su maternidad, su
cooperación en la obra de la redención. La encíclica
recuerda el texto litúrgico: «Santa María, Reina
del cielo y Soberana del mundo, sufría junto a la
cruz de nuestro Señor Jesucristo»(157). Establece,
además, una analogía entre María y Cristo, que nos
ayuda a comprender el significado de la realeza de la
Virgen. Cristo es rey no sólo porque es Hijo de Dios,
sino también porque es Redentor. María es reina no sólo
porque es Madre de Dios, sino también porque,
asociada como nueva Eva al nuevo Adán, cooperó en la
obra de la redención del género humano(158).
En el evangelio según San Marcos leemos que el día
de la Ascensión el Señor Jesús «fue elevado al
cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16,19).
En el lenguaje bíblico, «sentarse a la diestra de
Dios» significa compartir su poder soberano. Sentándose
«a la diestra del Padre», él instaura su reino, el
reino de Dios. Elevada al cielo, María es asociada al
poder de su Hijo y se dedica a la extensión del Reino,
participando en la difusión de la gracia divina en el
mundo.
Observando la analogía entre la Ascensión de
Cristo y la Asunción de María, podemos concluir que,
subordinada a Cristo, María es la reina que posee y
ejerce sobre el universo una soberanía que le fue
otorgada por su Hijo mismo.
3. El título
de Reina no sustituye, ciertamente, el de Madre: su
realeza es un corolario de su peculiar misión materna,
y expresa simplemente el poder que le fue conferido
para cumplir dicha misión.
Citando la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo
Pontífice Pío XII pone de relieve esta dimensión
materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo hacia
nosotros un afecto materno e interesándose por
nuestra salvación, ella extiende a todo el género
humano su solicitud. Establecida por el Señor como
Reina del cielo y de la tierra, elevada por encima de
todos los coros de los ángeles y de toda la jerarquía
celestial de los santos, sentada a la diestra de su
Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con
gran certeza lo que pide con sus súplicas maternas;
lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar»(159).
4. Así
pues, los cristianos miran con confianza a María
Reina, y esto no sólo no disminuye, sino que, por el
contrario, exalta su abandono filial en aquella que es
madre en el orden de la gracia.
Más aún, la solicitud de María Reina por los
hombres puede ser plenamente eficaz precisamente en
virtud del estado glorioso posterior a la Asunción.
Esto lo destaca muy bien San Germán de Constantinopla,
que piensa que ese estado asegura la íntima relación
de María con su Hijo, y hace posible su intercesión
en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade:
Cristo quiso «tener, por decirlo así, la cercanía
de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple
todos los deseos que le expresas, cuando sufres por
tus hijos, y él hace, con su poder divino, todo lo
que le pides»(160).
5. Se
puede concluir que la Asunción no sólo favorece la
plena comunión de María con Cristo, sino también
con cada uno de nosotros: está junto a nosotros,
porque su estado glorioso le permite seguirnos en
nuestro itinerario terreno diario. También leemos
en San Germán: «Tú moras espiritualmente con
nosotros, y la grandeza de tu desvelo por nosotros
manifiesta tu comunión de vida con nosotros»(161).
Por tanto, en vez de crear distancia entre nosotros y
ella, el estado glorioso de María suscita una cercanía
continua y solícita. Ella conoce todo lo que sucede
en nuestra existencia, y nos sostiene con amor materno
en las pruebas de la vida.
Elevada a la gloria celestial, María se dedica
totalmente a la obra de la salvación, para comunicar
a todo hombre la felicidad que le fue concedida. Es
una Reina que da todo lo que posee, compartiendo,
sobre todo, la vida y el amor de Cristo.