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Tercer
Misterio: La venida del Espíritu Santo
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Lectura
del Evangelio.
Al
cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos
en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un
ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó
toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les
aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían
y se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron todos
llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en
otras lenguas, según el Espíritu Santo les hacía
expresarse. Hechos de los Apóstoles, 2, 1-6
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¯¯¯ Meditación: |
1. El
Pentecostés cristiano, celebración de la efusión del
Espíritu Santo, presenta diferentes perfiles en los
escritos del Nuevo Testamento. Comenzaremos con el que
acabamos de escuchar en el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles. Es el que se presenta de manera más
inmediata para todos, en la historia del arte y en la
misma liturgia.
Pentecostés según san Lucas Lucas, en su segundo libro,
presenta el don del Espíritu dentro de una teofanía,
es decir, de una revelación divina solemne, que en sus
símbolos recuerda la experiencia de Israel en el Sinaí
(cf. Éxodo 19). El fragor, el viento impetuoso, el
fuego que evoca el rayo, exaltando la trascendencia
divina. En realidad, es el Padre quien dona el Espíritu
a través de la intervención de Cristo glorificado. Lo
dice Pedro en su discurso: Jesús «exaltado por la
diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu
Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís»
(Hechos de los Apóstoles, 2, 33). En Pentecostés, como
enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el Espíritu
Santo «se ha manifestado, donado y comunicado como
Persona divina... En este día se ha revelado plenamente
la Santa Trinidad» (nn. 731-732).
2. En efecto, toda la Trinidad está involucrada en la
irrupción del Espíritu Santo, difundido en la primera
comunidad y en la Iglesia de todos los tiempos como
sello de la Nueva Alianza anunciada por los profetas
(cf. Jeremías 31, 31-34; Ezequiel 36, 24-27), en apoyo
del testimonio y como manantial de unidad en la
pluralidad. En virtud del Espíritu Santo, los apóstoles
anuncian al Resucitado, y todos los creyentes, en la
diferencia de sus idiomas, y por tanto de sus culturas y
de sus vicisitudes históricas, profesan la única fe en
el Señor, «anunciando la grandes obras de Dios» (Hechos
de los Apóstoles 2, 11).
Es significativo constatar que en un comentario judío
al Éxodo, al evocar el capítulo 10 del Génesis en el
que se traza un mapa de las setenta naciones que, según
se creía, constituían la humanidad en su plenitud, las
reúne en el Sinaí para escuchar la Palabra de Dios: «En
el Sinaí la voz del Señor se dividió e setenta
idiomas, para que todas las naciones pudieran comprender»
(Exodó Rabbá 5, 9). De este modo, en el Pentecostés
de Lucas, la Palabra de Dios, a través de los apóstoles,
es dirigida a la humanidad para anunciar a todos los
pueblos, en su diversidad, «las grandes obras de Dios»
(Hechos de los Apóstoles 2, 11).
Pentecostés según san Juan 3. Sin embargo, en el Nuevo
Testamento, hay otra narración que podríamos llamar
como Pentecostés de Juan. En el cuarto evangelio, la
efusión del Espíritu Santo se presenta en la misma
noche de Pascua y está ligada íntimamente a la
resurrección. Se puede leer en Juan: «Al atardecer de
aquel día, el primero de la semana, estando cerradas,
por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se
encontraban los discípulos, se presentó Jesús en
medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros".
Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos
se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez:
"La paz con vosotros. Como el Padre me envió,
también yo os envío". Dicho esto, sopló sobre
ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos"»
(Juan 20, 19-23).
En esta narración de Juan también resplandece la
gloria de la Trinidad: la de Cristo Resucitado que se
muestra en su cuerpo glorioso; la del Padre que es el
manantial de la misión apostólica; y la del Espíritu,
difundido como don de paz. Se cumple así la promesa
hecha por Cristo, dentro de aquellos mismos muros, en
los discursos del adiós a los discípulos: «el Paráclito,
el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre,
os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os
he dicho» (Juan 14, 26). La presencia del Espíritu en
la Iglesia está destinada a la remisión de los pecados,
al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida,
de la vivencia cada vez más profunda de la unidad en el
amor.
El acto simbólico del soplo quiere evocar el acto del
Creador que, después de haber plasmado el cuerpo del
hombre con el polvo del suelo, «sopló en su nariz»
para darle «un aliento de vida» (Génesis 2, 7).
Cristo resucitado comunica otro aliento de vida, «el
Espíritu Santo». La redención es una nueva creación,
obra divina con la que la Iglesia está llamada a
colaborar, a través del ministerio de la reconciliación.
Pentecostés según san Pablo 4. El apóstol Pablo no
nos ofrece una narración directa de la efusión del Espíritu,
sino que habla de sus frutos con una intensidad tal que
se podría hablar de un Pentecostés de Pablo,
presentado también en la óptica de la Trinidad. Según
los dos pasajes paralelos de las cartas a los Gálatas y
a los Romanos, el Espíritu es el don del Padre, que nos
hace hijos adoptivos, haciéndonos partícipes de la
misma vida de la familia divina. Por tanto, Pablo afirma:
«Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para
recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu
de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá,
Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu
para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si
hijos, también herederos: herederos de Dios y
coherederos de Cristo» (Romanos 8, 15-17; cf. Gálatas
4, 6-7).
Con el Espíritu Santo en el corazón podemos dirigirnos
a Dios con el apelativo familiar «abbá» (papá), que
Jesús mismo usaba en su relación con su Padre celeste
(cf. Marcos 14, 36). Como él podemos caminar según el
Espíritu en la libertad interior profunda: «el fruto
del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí»
(Gálatas 5, 22-23).
Concluyamos esta contemplación de la Trinidad en
Pentecostés con una invocación de la liturgia de
Oriente: «Venid, pueblos, adoremos a la Divinidad en
tres personas: el Padre en el Hijo con el Espíritu
Santo. Pues el Padre desde toda la eternidad genera un
Hijo coeterno y reinante con él, y el Espíritu Santo
está en el Padre, glorificado con el Hijo, potencia única,
única sustancia, única divinidad... Trinidad Santa, ¡gloria
a ti!» (Vísperas de Pentecostés). (Juan Pablo II,
Audiencia 31-5-2000)
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1
Padre Nuestro, 10 Avemarías, 1 Gloria.
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