1.El
misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la
humanidad, pero al mismo tiempo la trasciende. Incluso el
pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera,
aferrar y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por
eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de «resurrección»,
como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo
recibió y transmitió en la primera carta a los Corintios
(cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación
para delinear el significado de la Pascua. Sobre todo en
san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o
glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto
evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real, que se
apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está
sentada en él como Salvador y Señor de la historia.
En. efecto, Jesús; en el evangelio de san Juan, exclama:.
«Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn I2 32; cf. 3, 14; 8.; 28). San
Pablo, en el himno insertado en la carta a los Filipenses,
después de describir la humillación profunda del Hijo de
Dios en la muerte en cruz, celebra así la Pascua: «Por
lo cual Dios lo exaltó, y le otorgó el nombre que está
sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda
roilla se doble en los cielos, en la tierra y en los
abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor,
para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-II).
2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por
san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio
de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles se ha de
entender bajo esta luz. Se trata de la última aparición
de Jesús, que «termina con la entrada irreversible de su
humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y
por el cielo» (Catecismo de la Iglesia católica, n.
659). El cielo es, por excelencia, el signo de la
trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre
el horizonte terrestre dentro del cual se desarrolla la
existencia humana.
Cristo,- después de recorrer los caminos de la historia y
de entrar también en la oscuridad de la muerte, frontera
de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23),
vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5)
comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva
consigo a la humanidad redimida. En efecto, la carta a los
Efesios afirma: «Dios, rico en misericordia; por el
grande amor con que nos amó, (...)nos vivificó
juntamente con Cristo (...) y nos hizo sentar en los
cielos con Cristo Jesús» (Ef 2 4-6): Esto vale, ante
todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es
primicia de nuestra ascensión a la gloria.
3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos
detenemos a contemplar la presencia de toda la Trinidad. Es
sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas
in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado
sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo,
mientras entre los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu
Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de Santa
María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un
símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la
muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.
De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las
tres personas divinas en la escena de la Ascensión. San
Lucas, en la página final del Evangelio, antes de
presentar al Resucitado que, como sacerdote de la nueva
Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra
para ser llevado a la gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52),
recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles.
En él aparece, ante todo, el designio de salvación del
Padre, que en las Escrituras había anunciado la muerte y
la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación
(cf. Lc 24, 45-47).
4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé
también el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente
de fuerza y de testimonio apostólico: «Voy a enviar
sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte,
permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de
poder desde lo alto» (Lc 24, 49). En el evangelio de
san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras
que para san Lucas el don del Espíritu también forma
parte de una promesa del Padre mismo.
Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el
momento en que comienza el tiempo de la Iglesia. Es lo que
reafirma san Lucas también en el segundo relato de la
Ascensión de Cristo, el de los Hechos de los Apóstoles.
En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a «aguardar
la Promesa del Padre», es decir, «ser bautizados en el
Espíritu Santo», en Pentecostés, ya inminente (cf. Hch
1, 4-5).
5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria,
que indica la meta hacia la que se dirige la flecha de la
historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo
mortal pasa por la disolución en el polvo de la tierra,
todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas
y hacia Dios, siguiendo a Cristo como guía.
Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al
misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se
revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación,
impregnada de adoración, de la beata Isabel de la
Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame
a olvidarme completamente de mí para establecerme en ti,
inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la
eternidad...! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu
morada predilecta y el lugar de tu descanso... ¡Oh mis
Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita,
Inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono a ti..., a
la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu
grandeza!» (Juan Pablo II, Audiencia General 24 de
mayo de 2000).
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