"...Los
Evangelios dan gran relieve a los misterios del dolor de
Cristo. La piedad cristiana, especialmente en la Cuaresma,
con la práctica del Via Crucis, se ha detenido siempre
sobre cada uno de los momentos de la Pasión, intuyendo
que ellos son el culmen de la revelación del amor y la
fuente de nuestra salvación. El Rosario escoge algunos
momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar en
ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El
itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde Cristo
vive un momento particularmente angustioso frente a la
voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la
carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se
pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y
frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al
Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42
par.). Este «sí» suyo cambia el «no» de los
progenitores en el Edén. Y cuánto le costaría esta
adhesión a la voluntad del Padre se muestra en los
misterios siguientes, en los que, con la flagelación, la
coronación de espinas, la subida al Calvario y la muerte
en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia: Ecce homo!
En
este oprobio no sólo se revela el amor de Dios, sino el
sentido mismo del hombre. Ecce homo: quien quiera conocer
al hombre, ha de saber descubrir su sentido, su raíz y su
cumplimiento en Cristo, Dios que se humilla por amor «hasta
la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de
dolor llevan el creyente a revivir la muerte de Jesús
poniéndose al pie de la cruz junto a María, para
penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al
hombre y sentir toda su fuerza regeneradora..." (ROSARIUM
VIRGINIS MARIAE, 22)
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"...En
los misterios dolorosos contemplamos en Cristo todos los
dolores del hombre: en El, angustiado, traicionado,
abandonado, capturado aprisionado; en El, injustamente
procesado y sometido a la flagelación; en El, mal
entendido y escarnecido en su misión; en El, condenado
con complicidad del poder político; en El conducido públicamente
al suplicio y expuesto a la muerte más infamante; en El,
Varón de dolores profetizado por Isaías, queda resumido
y santificado todo dolor humano.
Siervo
del Padre, Primogénito entre muchos hermanos, Cabeza de
la humanidad, transforma el padecimiento humano en oblación
agradable a Dios, en sacrificio que redime. El es el
Cordero que quita el pecado del mundo, el Testigo fiel,
que capitula en sí y hace meritorio todo martirio.
En
el camino doloroso y en el Gólgota está la Madre, la
primera Mártir. Y nosotros, con el corazón de la Madre,
a la cual desde la cruz entregó en testamento a cada uno
de los discípulos y a cada uno de los hombres,
contemplamos conmovidos los padecimientos de Cristo,
aprendiendo de El la obediencia hasta la muerte, y muerte
de cruz; aprendiendo de Ella a acoger a cada hombre como
hermano, para estar con Ella junto a las innumerables
cruces en las que el Señor de la gloria todavía está
injustamente enclavado, no en su Cuerpo glorioso, sino en
los miembros dolientes de su Cuerpo místico". (JUAN
PABLO II: Angelus del 30 de octubre, 1983).