EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
MARIALIS
CULTUS
DE SU
SANTIDAD PABLO VI
PARA LA RECTA ORDENACIÓN
Y DESARROLLO DEL CULTO
A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
INTRODUCCIÓN
Desde
que fuimos elegidos a la Cátedra de Pedro, hemos
puesto constante cuidado en incrementar el culto
mariano, no sólo con el deseo de interpretar el
sentir de la Iglesia y nuestro impulso personal,
sino también porque tal culto —como es sabido—
encaja como parte nobilísima en el contexto de aquel
culto sagrado donde confluyen el culmen de la
sabiduría y el vértice de la religión y que por lo
mismo constituye un deber primario del pueblo de
Dios (1). Pensando precisamente en este deber
primario Nos hemos favorecido y alentado la gran
obra de la reforma litúrgica promovida por el
Concilio Ecuménico Vaticano II; y ocurrió,
ciertamente no sin un particular designio de la
Providencia divina, que el primer documento
conciliar, aprobado y firmado "en el Espíritu Santo"
por Nos junto con los padres conciliares, fue la
Constitución Sacrosanctum Concilium, cuyo propósito
era precisamente restaurar e incrementar la Liturgia
y hacer más provechosa la participación de los
fieles en los sagrados misterios (2). Desde
entonces, siguiendo las directrices conciliares,
muchos actos de nuestro pontificado han tenido como
finalidad el perfeccionamiento del culto divino,
como lo demuestra el hecho de haber promulgado
durante estos últimos años numerosos libros del Rito
romano, restaurados según los principios y las
normas del Concilio Vaticano II. Por todo ello damos
las más sentidas gracias al Señor, Dador de todo
bien, y quedamos reconocidos a las Conferencias
Episcopales y a cada uno de los obispos, que de
distintas formas ha cooperado con Nos en la
preparación de dichos libros.
Pero,
mientras vemos con ánimo gozoso y agradecido el
trabajo llevado a cabo, así como los primeros
resultados positivos obtenidos por la renovación
litúrgica, destinados a multiplicarse a medida que
la reforma se vaya comprendiendo en sus motivaciones
de fondo y aplicando correctamente, nuestra
vigilante actitud se dirige sin cesar a todo aquello
que puede dar ordenado cumplimiento a la
restauración del culto con que la Iglesia, en
espíritu de verdad (cf. Jn 4,24), adora al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo, "venera con especial amor
a María Santísima Madre de Dios" (3) y honra con
religioso obsequio la memoria de los Mártires y de
los demás Santos.
El
desarrollo, deseado por Nos, de la devoción a la
Santísima Virgen, insertada en el cauce del único
culto que "justa y merecidamente" se llama
"cristiano" —porque en Cristo tiene su origen y
eficacia, en Cristo halla plena expresión y por
medio de Cristo conduce en el Espíritu al Padre—, es
un elemento cualificador de la genuina piedad de la
Iglesia. En efecto, por íntima necesidad la Iglesia
refleja en la praxis cultual el plan redentor de
Dios, debido a lo cual corresponde un culto singular
al puesto también singular que María ocupa dentro de
él(4); asimismo todo desarrollo auténtico del culto
cristiano redunda necesariamente en un correcto
incremento de la veneración a la Madre del Señor.
Por lo demás, la historia de la piedad filial como
"las diversas formas de piedad hacia la Madre de
Dios, aprobadas por la Iglesia dentro de los límites
de la doctrina sana y ortodoxa" (5), se desarrolla
en armónica subordinación al culto a Cristo y
gravitan en torno a él como su natural y necesario
punto de referencia. También en nuestra época sucede
así. La reflexión de la Iglesia contemporánea sobre
el misterio de Cristo y sobre su propia naturaleza
la ha llevado a encontrar, como raíz del primero y
como coronación de la segunda, la misma figura de
mujer: la Virgen María, Madre precisamente de Cristo
y Madre de la Iglesia. Un mejor conocimiento de la
misión de María, se ha transformado en gozosa
veneración hacia ella y en adorante respeto hacia el
sabio designio de Dios, que ha colocado en su
Familia -la Iglesia-, como en todo hogar doméstico,
la figura de una Mujer, que calladamente y en
espíritu de servicio vela por ella y "protege
benignamente su camino hacia la patria, hasta que
llegue el día glorioso del Señor" (6).
En
nuestro tiempo, los caminos producidos en las
usanzas sociales, en la sensibilidad de los pueblos,
en los modos de expresión de la literatura y del
arte, en las formas de comunicación social han
influido también sobre las manifestaciones del
sentimiento religioso. Ciertas prácticas cultuales,
que en un tiempo no lejano parecían apropiadas para
expresar el sentimiento religioso de los individuos
y de las comunidades cristianas, parecen hoy
insuficientes o inadecuadas porque están vinculadas
a esquemas socioculturales del pasado, mientras en
distintas partes se van buscando nuevas formas
expresivas de la inmutable relación de la criatura
con su Creador, de los hijos con su Padre. Esto
puede producir en algunos una momentánea
desorientación; pero todo aquel que con la confianza
puesta en Dios reflexione sobre estos fenómenos,
descubrirá que muchas tendencias de la piedad
contemporánea —por ejemplo, la interiorización del
sentimiento religioso— están llamadas a contribuir
al desarrollo de la piedad cristiana en general y de
la piedad a la Virgen en particular. Así nuestra
época, escuchando fielmente la tradición y
considerando atentamente los progresos de la
teología y de las ciencias, contribuirá a la
alabanza de Aquella que, según sus proféticas
palabras, llamarán bienaventurada todas las
generaciones (cf. Lc 1,48).
Juzgamos, por tanto, conforme a nuestro servicio
apostólico tratar, como en un diálogo con vosotros,
venerables hermanos, algunos temas referentes al
puesto que ocupa la Santísima Virgen en el culto de
la Iglesia, ya tocados en parte por el Concilio
Vaticano II (7) y por Nos mismo (8), pero sobre los
que no será inútil volver para disipar dudas y,
sobre todo, para favorecer el desarrollo de aquella
devoción a la Virgen que en la Iglesia ahonda sus
motivaciones en la Palabra de Dios y se practica en
el Espíritu de Cristo.
Quisiéramos, pues, detenernos ahora en algunas
cuestiones sobre la relación entre la sagrada
Liturgia y el culto a la Virgen (I); ofrecer
consideraciones y directrices aptas a favorecer su
legítimo desarrollo (II); sugerir, finalmente,
algunas reflexiones para una reanudación vigorosa y
más consciente del rezo del Santo Rosario, cuya
práctica ha sido tan recomendada por nuestros
Predecesores y ha obtenido tanta difusión entre el
pueblo cristiano (III). .
PARTE I
EL CULTO
A LA VIRGEN EN LA LITURGIA
1. Al
disponernos a tratar del puesto que ocupa la
Santísima Virgen en el culto cristiano, debemos
dirigir previamente nuestra atención a la sagrada
Liturgia; ella, en efecto, además de un rico
contenido doctrinal, posee una incomparable eficacia
pastoral y un reconocido valor de ejemplo para las
otras formas de culto. Hubiéramos querido tomar en
consideración las distintas Liturgias de Oriente y
Occidente; pero, teniendo en cuenta la finalidad de
este documento, nos fijaremos casi exclusivamente en
los libros de Rito romano: en efecto, sólo éste ha
sido objeto, según las normas prácticas impartidas
por el Concilio Vaticano II (9), de una profunda
renovación, aún en lo que atañe a las expresiones de
la veneración a María y que requiere, por ello, ser
considerado y valorado atentamente.
Sección
primera
La virgen en la liturgia romana restaurada
2. La
reforma de la Liturgia romana presuponía una atenta
revisión de su Calendario General. Éste, ordenado a
poner en su debido resalto la celebración de la obra
de la salvación en días determinados, distribuyendo
a lo largo del ciclo anual todo el misterio de
Cristo, desde la Encarnación hasta la espera de su
venida gloriosa (10), ha permitido incluir de manera
más orgánica y con más estrecha cohesión la memoria
de la Madre dentro del ciclo anual de los misterios
del Hijo.
3. Así,
durante el tiempo de Adviento la Liturgia recuerda
frecuentemente a la Santísima Virgen —aparte la
solemnidad del día 8 de diciembre, en que se
celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de
María, la preparación radical (cf. Is 11, 1.10) a la
venida del Salvador y el feliz exordio de la Iglesia
sin mancha ni arruga (11)—, sobre todos los días
feriales del 17 al 24 de diciembre y, más
concretamente, el domingo anterior a la Navidad, en
que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la
Virgen Madre y el Mesías (12), y se leen episodios
evangélicos relativos al nacimiento inminente de
Cristo y del Precursor (13).
4. De
este modo, los fieles que viven con la Liturgia el
espíritu del Adviento, al considerar el inefable
amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo (14), se
sentirán animados a tomarla como modelos y a
prepararse, "vigilantes en la oración y... jubilosos
en la alabanza" (15), para salir al encuentro del
Salvador que viene. Queremos, además, observar cómo
en la Liturgia de Adviento, uniendo la espera
mesiánica y la espera del glorioso retorno de Cristo
al admirable recuerdo de la Madre, presenta un feliz
equilibrio cultual, que puede ser tomado como norma
para impedir toda tendencia a separar, como ha
ocurrido a veces en algunas formas de piedad popular
el culto a la Virgen de su necesario punto de
referencia: Cristo. Resulta así que este periodo,
como han observado los especialistas en liturgia,
debe ser considerado como un tiempo particularmente
apto para el culto de la Madre del Señor:
orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y
seguida en todas partes.
5. El
tiempo de Navidad constituye una prolongada memoria
de la maternidad divina, virginal, salvífica de
Aquella "cuya virginidad intacta dio a este mundo un
Salvador" (16): efectivamente, en la solemnidad de
la Natividad del Señor, la Iglesia, al adorar al
divino Salvador, venera a su Madre gloriosa: en la
Epifanía del Señor, al celebrar la llamada universal
a la salvación, contempla a la Virgen, verdadera
Sede de la Sabiduría y verdadera Madre del Rey, que
ofrece a la adoración de los Magos el Redentor de
todas las gentes (cf. Mt 2, 11); y en la fiesta de
la Sagrada Familia (domingo dentro de la octava de
Navidad), escudriña venerante la vida santa que
llevan la casa de Nazaret Jesús, Hijo de Dios e Hijo
del Hombre, María, su Madre, y José, el hombre justo
(cf. Mt 1,19).
En la
nueva ordenación del periodo natalicio, Nos parece
que la atención común se debe dirigir a la renovada
solemnidad de la Maternidad de María; ésta, fijada
en el día primero de enero, según la antigua
sugerencia de la Liturgia de Roma, está destinada a
celebrar la parte que tuvo María en el misterio de
la salvación y a exaltar la singular dignidad de que
goza la Madre Santa, por la cual merecimos recibir
al Autor de la vida (17); y es así mismo, ocasión
propicia para renovar la adoración al recién nacido
Príncipe de la paz, para escuchar de nuevo el
jubiloso anuncio angélico (cf. Lc 2, 14), para
implorar de Dios, por mediación de la Reina de la
paz, el don supremo de la paz. Por eso, en la feliz
coincidencia de la octava de Navidad con el
principio del nuevo año hemos instituido la "Jornada
mundial de la Paz", que goza de creciente adhesión y
que está haciendo madurar frutos de paz en el
corazón de tantos hombres.
6. A las
dos solemnidades ya mencionadas —la Inmaculada
Concepción y la Maternidad divina— se deben añadir
las antiguas y venerables celebraciones del 25 de
marzo y del 15 de agosto.
Para la
solemnidad de la Encarnación del Verbo, en el
Calendario Romano, con decisión motivada, se ha
restablecido la antigua denominación —Anunciación
del Señor—, pero la celebración era y es una fiesta
conjunta de Cristo y de la Virgen: el Verbo que se
hace "hijo de María" (Mc 6, 3), de la Virgen que se
convierte en Madre de Dios. Con relación a Cristo,
el Oriente y el Occidente, en las inagotables
riquezas de sus Liturgias, celebran dicha solemnidad
como memoria del "fiat" salvador del Verbo
encarnado, que entrando en el mundo dijo: "He aquí
que vengo (...) para cumplir, oh Dios, tu voluntad"
(cf. Hb 10, 7; Sal 39, 8-9); como conmemoración del
principio de la redención y de la indisoluble y
esponsal unión de la naturaleza divina con la humana
en la única persona del Verbo. Por otra parte, con
relación a María, como fiesta de la nueva Eva,
virgen fiel y obediente, que con su "fiat" generoso
(cf. Lc 1, 38) se convirtió, por obra del Espíritu,
en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los
vivientes, y se convirtió también, al acoger en su
seno al único Mediador (cf. 1Tim 2, 5), en verdadera
Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios; como
memoria de un momento culminante del diálogo de
salvación entre Dios y el hombre, y conmemoración
del libre consentimiento de la Virgen y de su
concurso al plan de la redención.
La
solemnidad del 15 de agosto celebra la gloriosa
Asunción de María al cielo: fiesta de su destino de
plenitud y de bienaventuranza, de la glorificación
de su alma inmaculada y de su cuerpo virginal, de su
perfecta configuración con Cristo resucitado; una
fiesta que propone a la Iglesia y ala humanidad la
imagen y la consoladora prenda del cumplimiento de
la esperanza final; pues dicha glorificación plena
es el destino de aquellos que Cristo ha hechos
hermanos teniendo "en común con ellos la carne y la
sangre" (Hb 2, 14; cf. Gal 4, 4). La solemnidad de
la Asunción se prolonga jubilosamente en la
celebración de la fiesta de la Realeza de María, que
tiene lugar ocho días después y en la que se
contempla a Aquella que, sentada junto al Rey de los
siglos, resplandece como Reina e intercede como
Madre (18). Cuatro solemnidades, pues, que
puntualizan con el máximo grado litúrgico las
principales verdades dogmáticas que se refieren a la
humilde Sierva del Señor.
7.
Después de estas solemnidades se han de considerar,
sobre todo, las celebraciones que conmemoran
acontecimientos salvíficos, en los que la Virgen
estuvo estrechamente vinculada al Hijo, como las
fiestas de la Natividad de María (8 setiembre),
"esperanza de todo el mundo y aurora de la
salvación" (19); de la Visitación (31 mayo), en la
que la Liturgia recuerda a la "Santísima Virgen...
que lleva en su seno al Hijo" (20), que se acerca a
Isabel para ofrecerle la ayuda de su caridad y
proclamar la misericordia de Dios Salvador (21); o
también la memoria de la Virgen Dolorosa (15
setiembre), ocasión propicia para revivir un momento
decisivo de la historia de la salvación y para
venerar junto con el Hijo "exaltado en la Cruz a la
Madre que comparte su dolor" (22).
También
la fiesta del 2 de febrero, a la que se ha
restituido la denominación de la Presentación del
Señor, debe ser considerada para poder asimilar
plenamente su amplísimo contenido, como memoria
conjunta del Hijo y de la Madre, es decir,
celebración de un misterio de la salvación realizado
por Cristo, al cual la Virgen estuvo íntimamente
unida como Madre del Siervo doliente de Yahvé, como
ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y
como modelo del nuevo Pueblo de Dios, constantemente
probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y
por la persecución (cf. Lc 2, 21-35).
8. Por
más que el Calendario Romano restaurado pone de
relieve sobre todo las celebraciones mencionadas más
arriba, incluye no obstante otro tipo de memorias o
fiestas vinculadas a motivo de culto local, pero que
han adquirido un interés más amplio (11 febrero: la
Virgen de Lourdes; 5 agosto: la dedicación de la
Basílica de Santa María); a otras celebradas
originariamente en determinadas familias religiosas,
pero que hoy, por la difusión alcanzada, pueden
considerarse verdaderamente eclesiales (16 julio: la
Virgen del Carmen; 7 octubre: la Virgen del
Rosario); y algunas más que, prescindiendo del
aspecto apócrifo, proponen contenidos de alto valor
ejemplar, continuando venerables tradiciones,
enraizadas sobre todo en Oriente (21 noviembre: la
Presentación de la Virgen María); o manifiestan
orientaciones que brotan de la piedad contemporánea
(sábado del segundo domingo después de Pentecostés:
el Inmaculado Corazón de María).
9. Ni
debe olvidarse que el Calendario Romano General no
registra todas las celebraciones de contenido
mariano: pues corresponde a los Calendarios
particulares recoger, con fidelidad a las normas
litúrgicas pero también con adhesión de corazón, las
fiestas marianas propias de las distintas Iglesias
locales. Y nos falta mencionar la posibilidad de una
frecuente conmemoración litúrgica mariana con el
recurso a la Memoria de Santa María "in Sabbato":
memoria antigua y discreta, que la flexibilidad del
actual Calendario y la multiplicidad de los
formularios del Misal hacen extraordinariamente
fácil y variada.
10. En
esta Exhortación Apostólica no intentamos considerar
todo el contenido del nuevo Misal Romano, sino que,
en orden a la obra de valoración que nos hemos
prefijado realizar en relación a los libros
restaurados del Rito Romano (23), deseamos poner de
relieve algunos aspectos y temas. Y queremos, sobre
todo, destacar cómo las preces eucarísticas del
Misal, en admirable convergencia con las liturgias
orientales (24), contienen una significativa memoria
de la Santísima Virgen. Así lo hace el antiguo Canon
Romano, que conmemora la Madre del Señor en densos
términos de doctrina y de inspiración cultual: "En
comunión con toda la Iglesia, veneramos la memoria,
ante todo, de la glorioso siempre Virgen María,
Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor"; así
también el reciente Canon III, que expresa con
intenso anhelo el deseo de los orantes de compartir
con la Madre la herencia de hijos: "Qué Él nos
transforme en ofrenda permanente, para que gocemos
de tu heredad junto con tus elegidos: con María, la
Virgen". Dicha memoria cotidiana por su colocación
en el centro del Santo Sacrificio debe ser tenida
como una forma particularmente expresiva del culto
que la Iglesia rinde a la "Bendita del Altísimo" (cf.
Lc 1,28).
11.
Recorriendo después los textos del Misal restaurado,
vemos cómo los grandes temas marianos de la
eucología romana —el tema de la Inmaculada
Concepción y de la plenitud de gracia, de la
Maternidad divina, de la integérrima y fecunda
virginidad, del "templo del Espíritu Santo", de la
cooperación a la obra del Hijo, de la santidad
ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la
Asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos
más— han sido recogidos en perfecta continuidad con
el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto
sentido, han sido introducidos en perfecta
adherencia con el desarrollo teológico de nuestro
tiempo. Así, por ejemplo, el tema María-Iglesia ha
sido introducido en los textos del Misal con
variedad de aspectos como variadas y múltiples son
las relaciones que median entre la Madre de Cristo y
la Iglesia. En efecto, dichos textos, en la
Concepción sin mancha de la Virgen, reconocen el
exordio de la Iglesia, Esposa sin mancilla de Cristo
(25); en la Asunción reconocen el principio ya
cumplida y la imagen de aquello que para toda la
Iglesia, debe todavía cumplirse (26); en el misterio
de la Maternidad la proclaman Madre de la Cabeza y
de los miembros: Santa Madre de Dios, pues, y
próvida Madre de la Iglesia (27).
Finalmente, cuando la Liturgia dirige su mirada a la
Iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra
puntualmente a María: allí, como presencia orante
junto a los Apóstoles (28); aquí como presencia
operante junto a la cual la Iglesia quiere vivir el
misterio de Cristo: "... haz que tu santa Iglesia,
asociada con ella (María) a la pasión de Cristo,
partícipe en la gloria de la resurrección" (29); y
como voz de alabanza junto a la cual quiere
glorificar a Dios: "...para engrandecer con ella
(María) tu santo nombre" (30), y, puesto que la
Liturgia es culto que requiere una conducta
coherente de vida, ella pide traducir el culto a la
Virgen en un concreto y sufrido amor por la Iglesia,
como propone admirablemente la oración de después de
la comunión del 15 de setiembre: "...para que
recordando a la Santísima Virgen Dolorosa,
completemos en nosotros, por el bien de la santa
Iglesia, lo que falta a la pasión de Cristo".
12. El
Leccionario de la Misa es uno de los libros del Rito
Romano que se ha beneficiado más que los textos
incluidos, sea por su valor intrínseco: se trata, en
efecto, de textos que contienen la palabra de Dios,
siempre viva y eficaz (cf. Heb 4,12). Esta
abundantísima selección de textos bíblicos ha
permitido exponer en un ordenado ciclo trienal toda
la historia de la salvación y proponer con mayor
plenitud el misterio de Cristo. Como lógica
consecuencia ha resultado que el Leccionario
contiene un número mayor de lecturas vetero y
neotestamentarias relativas a la bienaventurada
Virgen, aumento numérico no carente, sin embargo, de
una crítica serena, porque han sido recogidas
únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia
de su contenido o por las indicaciones de una atenta
exégesis, avalada por las enseñanzas del Magisterio
o por una sólida tradición, puedan considerarse,
aunque de manera y en grado diversos, de carácter
mariano. Además conviene observar que estas lecturas
no están exclusivamente limitadas a las fiestas de
la Virgen, sino que son proclamadas en otras muchas
ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico
(31), en la celebración de ritos que tocan
profundamente la vida sacramental del cristiano y
sus elecciones (32), así como en circunstancias
alegres o tristes de su existencia (33).
13.
También el restaurado libro de La Liturgia de las
Horas, contiene preclaros testimonios de piedad
hacia la Madre del Señor: en las composiciones
hímnicas, entre las que no faltan algunas obras de
arte de la literatura universal, como la sublime
oración de Dante a la Virgen (34); en las antífonas
que cierran el Oficio divino de cada día,
imploraciones líricas, a las que se ha añadido el
célebre tropario "Sub tuum praesidium", venerable
por su antigüedad y admirable por su contenido; en
las intercesiones de Laudes y Vísperas, en las que
no es infrecuente el confiado recurso a la Madre de
Misericordia; en la vastísima selección de páginas
marianas debidas a autores de los primeros siglos
del cristianismo, de la edad media y de la edad
moderna.
14. Si
en el Misal, en el Leccionario y en la Liturgia de
las Horas, quicios de la oración litúrgica romana,
retorna con ritmo frecuente la memoria de la Virgen,
tampoco en los otros libros litúrgicos restaurados
faltan expresiones de amor y de suplicante
veneración hacia la "Theotocos": así la Iglesia la
invoca como Madre de la gracia antes de la inmersión
de los candidatos en las aguas regeneradoras del
bautismo (35); implora su intercesión sobre las
madres que, agradecidas por el don de la maternidad,
se presentan gozosas en el templo (36); la ofrece
como ejemplo a sus miembros que abrazan el
surgimiento de Cristo en la vida religiosa (37) o
reciben la consagración virginal (38), y pide para
ellos su maternal ayuda (39); a Ella dirige súplica
insistentes en favor de los hijos que han llegado a
la hora del tránsito (40); pide su intercesión para
aquello que, cerrados sus ojos a la luz temporal se
han presentado delante de Cristo, Luz eterna (41); e
invoca, por su intercesión, el consuelo para
aquellos que, inmersos en el dolor, lloran con fe
separación de sus seres queridos (42).
15. El
examen realizado sobre los libros litúrgicos
restaurados lleva, pues, a una confortadora
constatación: la instauración postconciliar, como
estaba ya en el espíritu del Movimiento Litúrgico,
ha considerado como adecuada perspectiva a la Virgen
en el misterio de Cristo y, en armonía con la
tradición, le ha reconocido el puesto singular que
le corresponde dentro del culto cristiano, como
Madre Santa de Dios, íntimamente asociada al
Redentor.
No podía
ser otra manera. En efecto, recorriendo la historia
del culto cristiano se nota que en Oriente como en
Occidente las más altas y las más límpidas
expresiones de la piedad hacia la bienaventurada
Virgen ha florecido en el ámbito de la Liturgia o
han sido incorporadas a ella.
Deseamos
subrayarlo: el culto que la Iglesia universal rinde
hoy a la Santísima Virgen es una derivación, una
prolongación y un incremento incesante del culto que
la Iglesia de todos los tiempos le han tributado con
escrupuloso estudio de la verdad y como siempre
prudente nobleza de formas. De la tradición perenne,
viva por la presencia ininterrumpida del Espíritu y
por la escucha continuada de la Palabra, la Iglesia
de nuestro tiempo saca motivaciones, argumentos y
estímulo para el culto que rinde a la bienaventurada
Virgen. Y de esta viva tradición es expresión
altísima y prueba fehaciente la liturgia, que recibe
del Magisterio garantía y fuerza.
Sección
segunda
La Virgen modelo de la Iglesia en el ejercicio del
culto
16.
Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la
doctrina conciliar sobre María y la Iglesia,
profundizar un aspecto particular de las relaciones
entre María y la Liturgia, es decir: María como
ejemplo de la actitud espiritual con que la Iglesia
celebra y vive los divinos misterios. La
ejemplaridad de la Santísima Virgen en este campo
dimana del hecho que ella es reconocida como modelo
extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe,
de la caridad y de la perfecta unión con Cristo (43)
esto es, de aquella disposición interior con que la
Iglesia, Esposa amadísima, estrechamente asociada a
su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al
Padre Eterno (44).
17.
María es la "Virgen oyente", que acoge con fe la
palabra de Dios: fe, que para ella fue premisa y
camino hacia la Maternidad divina, porque, como
intuyó S. Agustín: "la bienaventurada Virgen María
concibió creyendo al (Jesús) que dio a luz creyendo"
(45); en efecto, cuando recibió del Ángel la
respuesta a su duda (cf. Lc 1,34-37) "Ella, llena de
fe, y concibiendo a Cristo en su mente antes que en
su seno", dijo: "he aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38) (46); fe,
que fue para ella causa de bienaventuranza y
seguridad en el cumplimiento de la palabra del
Señor" (Lc 1, 45): fe, con la que Ella, protagonista
y testigo singular de la Encarnación, volvía sobre
los acontecimientos de la infancia de Cristo,
confrontándolos entre sí en lo hondo de su corazón
(Cf. Lc 2, 19. 51). Esto mismo hace la Iglesia, la
cual, sobre todo en la sagrada Liturgia, escucha con
fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la
distribuye a los fieles como pan de vida (47) y
escudriña a su luz los signos de los tiempos,
interpreta y vive los acontecimientos de la
historia.
18.
María es, asimismo, la "Virgen orante". Así aparece
Ella en la visita a la Madre del Precursor, donde
abre su espíritu en expresiones de glorificación a
Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el
"Magnificat"(cf. Lc 1, 46-55), la oración por
excelencia de María, el canto de los tiempos
mesiánicos, en el que confluyen la exultación del
antiguo y del nuevo Israel, porque —como parece
sugerir S. Ireneo— en el cántico de María fluyó el
regocijo de Abrahán que presentía al Mesías (cf. Jn
8, 56) (48) y resonó, anticipada proféticamente, la
voz de la Iglesia: "Saltando de gozo, María proclama
proféticamente el nombre de la Iglesia: "Mi alma
engrandece al Señor..." " (49). En efecto, el
cántico de la Virgen, al difundirse, se ha
convertido en oración de toda la Iglesia en todos
los tiempos.
"Virgen
orante" aparece María en Caná, donde, manifestando
al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal,
obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús,
realizando el primero de sus "signos", confirme a
sus discípulos en la fe en El (cf. Jn 2, 1-12).
También
el último trazo biográfico de María nos la describe
en oración: los Apóstoles "perseveraban unánimes en
la oración, juntamente con las mujeres y con María,
Madre de Jesús, y con sus hermanos"(Act 1, 14):
presencia orante de María en la Iglesia naciente y
en la Iglesia de todo tiempo, porque Ella, asunta al
cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y
salvación (50). "Virgen orante" es también la
Iglesia, que cada día presenta al Padre las
necesidades de sus hijos, "alaba incesantemente al
Señor e intercede por la salvación del mundo" (51).
19.
María es también la "Virgen-Madre", es decir,
aquella que "por su fe y obediencia engendró en la
tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con
hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu
Santo" (52): prodigiosa maternidad constituida por
Dios como "tipo" y "ejemplar" de la fecundidad de la
Virgen-Iglesia, la cual "se convierte ella misma en
Madre, porque con la predicación y el bautismo
engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos,
concebidos por obra del Espíritu Santo, y nacidos de
Dios" (53). Justamente los antiguos Padres enseñaron
que la Iglesia prolonga en el sacramento del
Bautismo la Maternidad virginal de María. Entre sus
testimonios nos complacemos en recordar el de
nuestro eximio Predecesor San León Magno, quien en
una homilía natalicia afirma: "El origen que
(Cristo) tomó en el seno de la Virgen, lo ha puesto
en la fuente bautismal: ha dado al agua lo que dio a
la Madre; en efecto, la virtud del Altísimo y la
sombra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), que hizo
que María diese a luz al Salvador, hace también que
el agua regenere al creyente" (54). Queriendo beber
(cf. Lev 12,6-8), un misterio de salvación relativo
en las fuentes litúrgicas, podríamos citar la
Illatio de la liturgia hispánica: "Ella (María)
llevó la Vida en su seno, ésta (la Iglesia) en el
bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó
Cristo, en las aguas bautismales el regenerado se
reviste de Cristo" (55).
20.
Finalmente, María es la "Virgen oferente". En el
episodio de la Presentación de Jesús en el Templo
(cf. Lc 2, 22-35), la Iglesia, guiada por el
Espíritu, ha vislumbrado, más allá del cumplimiento
de las leyes relativas a la oblación del primogénito
(cf. Ex 13, 11-16) y de la purificación de la madre
(cf. Lev 12, 6-8), un misterio de salvación relativo
a la historia salvífica: esto es, ha notado la
continuidad de la oferta fundamental que el Verbo
encarnado hizo al Padre al entrar en el mundo (cf.
Heb 10, 5-7); ha visto proclamado la universalidad
de la salvación, porque Simeón, saludando en el Niño
la luz que ilumina las gentes y la gloria de Israel
(cf. Lc 2, 32), reconocía en El al Mesías, al
Salvador de todos; ha comprendido la referencia
profética a la pasión de Cristo: que las palabras de
Simeón, las cuales unían en un solo vaticinio al
Hijo, "signo de contradicción", (Lc 2, 34), y a la
Madre, a quien la espada habría de traspasar el alma
(cf. Lc 2, 35), se cumplieron sobre el calvario.
Misterio de salvación, pues, que el episodio de la
Presentación en el Templo orienta en sus varios
aspectos hacia el acontecimiento salvífico de la
cruz. Pero la misma Iglesia, sobre todo a partir de
los siglos de la Edad Media, ha percibido en el
corazón de la Virgen que lleva al Niño a Jerusalén
para presentarlo al Señor (cf. Lc 2, 22), una
voluntad de oblación que trascendía el significado
ordinario del rito. De dicha intuición encontramos
un testimonio en el afectuoso apóstrofe de S.
Bernardo: "Ofrece tu Hijo, Virgen sagrada, y
presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre.
Ofrece por la reconciliación de todos nosotros la
víctima santa, agradable a Dios" (56).
Esta
unión de la Madre con el Hijo en la obra de la
redención (57) alcanza su culminación en el
calvario, donde Cristo "a si mismo se ofreció
inmaculado a Dios" (Heb 9, 14) y donde María estuvo
junto a la cruz (cf. Jn 19, 15) "sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con
ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose con
ánimo materno a su sacrificio, adhiriéndose
amorosamente a la inmolación de la Víctima por Ella
engendrada" (58) y ofreciéndola Ella misma al Padre
Eterno (59). Para perpetuar en los siglos el
Sacrificio de la Cruz, el Salvador instituyó el
Sacrificio Eucarístico, memorial de su muerte y
resurrección, y lo confió a la Iglesia su Esposa
(60), la cual, sobre todo el domingo, convoca a los
fieles para celebrar la Pascua del Señor hasta que
El venga (61): lo que cumple la Iglesia en comunión
con los Santos del cielo y, en primer lugar, con la
bienaventurada Virgen (62), de la que imita la
caridad ardiente y la fe inquebrantable.
21.
Ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del
culto divino, María es también, evidentemente,
maestra de vida espiritual para cada uno de los
cristianos. Bien pronto los fieles comenzaron a
fijarse en María para, como Ella, hacer de la propia
vida un culto a Dios, y de su culto un compromiso de
vida. Ya en el siglo IV, S. Ambrosio, hablando a los
fieles, hacía votos para que en cada uno de ellos
estuviese el alma de María para glorificar a Dios:
"Que el alma de María está en cada uno para alabar
al Señor; que su espíritu está en cada uno para que
se alegre en Dios" (63). Pero María es, sobre todo,
modelo de aquel culto que consiste en hacer de la
propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua,
perenne, que cada uno puede volver a escuchar
poniendo atención en la enseñanza de la Iglesia,
pero también con el oído atento a la voz de la
Virgen cuando Ella, anticipando en sí misma la
estupenda petición de la oración dominical "Hágase
tu voluntad" (Mt 6, 10), respondió al mensajero de
Dios: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí
según tu palabra" (Lc 1, 38). Y el "sí" de María es
para todos los cristianos una lección y un ejemplo
para convertir la obediencia a la voluntad del
Padre, en camino y en medio de santificación propia.
22. Por
otra parte, es importante observar cómo traduce la
Iglesia las múltiples relaciones que la unen a María
en distintas y eficaces actitudes cultuales: en
veneración profunda, cuando reflexiona sobre la
singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra
del Espíritu Santo, en Madre del Verbo Encarnado; en
amor ardiente, cuando considera la Maternidad
espiritual de María para con todos los miembros del
Cuerpo místico; en confiada invocación, cuando
experimenta la intercesión de su Abogada y
Auxiliadora (64); en servicio de amor, cuando
descubre en la humilde sierva del Señor a la Reina
de misericordia y a la Madre de la gracia; en
operosa imitación, cuando contempla la santidad y
las virtudes de la "llena de gracia" (Lc 1, 28); en
conmovido estupor, cuando contempla en Ella, "como
en una imagen purísima, todo lo que ella desea y
espera ser" (65); en atento estudio, cuando reconoce
en la Cooperadora del Redentor, ya plenamente
partícipe de los frutos del Misterio Pascual, el
cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el
día en que, purificada de toda arruga y toda mancha
(cf. Ef 5, 27), se convertirá en una esposa ataviada
para el Esposo Jesucristo (cf. Ap 21, 2).
23.
Considerando, pues, venerable hermanos, la
veneración que la tradición litúrgica de la Iglesia
universal y el renovado Rito romano manifiestan
hacia la santa Madre de Dios; recordando que la
Liturgia, por su preeminente valor cultual,
constituye una norma de oro para la piedad
cristiana; observando, finalmente, cómo la Iglesia,
cuando celebra los sagrados misterios, adopta una
actitud de fe y de amor semejantes a los de la
Virgen, comprendemos cuán justa es la exhortación
del Concilio Vaticano II a todos los hijos de la
Iglesia "para que promuevan generosamente el culto,
especialmente litúrgico, a la bienaventurada Virgen"
(66); exhortación que desearíamos ver acogida sin
reservas en todas partes y puesta en práctica
celosamente.
PARTE II
POR UNA
RENOVACIÓN DE LA PIEDAD MARIANA
24. Pero el mismo Concilio Vaticano II exhorta a
promover, junto al culto litúrgico, otras formas de
piedad, sobre todo las recomendadas por el
Magisterio (67) . Sin embargo, como es bien sabido,
la veneración de los fieles hacia la Madre de Dios
ha tomado formas diversas según las circunstancias
de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los
pueblos y su diferente tradición cultural. Así
resulta que las formas en que se manifiesta dicha
piedad, sujetas al desgaste del tiempo, parecen
necesitar una renovación que permita sustituir en
ellas los elementos caducos, dar valor a los
perennes e incorporar los nuevos datos doctrinales
adquiridos por la reflexión teológica y propuestos
por el magisterio eclesiástico. Esto muestra la
necesidad de que las Conferencias Episcopales, las
Iglesias locales, las familias religiosas y las
comunidades de fieles favorezcan una genuina
actividad creadora y, al mismo tiempo, procedan a
una diligente revisión de los ejercicios de piedad a
la Virgen; revisión que queríamos fuese respetuosa
para con la sana tradición y estuviera abierta a
recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de
nuestro tiempo. Por tanto nos parece oportuno,
venerables hermanos, indicaros algunos principios
que sirvan de base al trabajo en este campo.
Sección primera
Nota trinitaria, cristológica y eclesial en el culto
de la Virgen
25. Ante todo, es sumamente
conveniente que los ejercicios de piedad a la Virgen
María expresen claramente la nota trinitaria y
cristológica que les es intrínseca y esencial. En
efecto, el culto cristiano es por su naturaleza
culto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo o, como
se dice en la Liturgia, al Padre por Cristo en el
Espíritu. En esta perspectiva se extiende
legítimamente, aunque de modo esencialmente diverso,
en primer lugar y de modo singular a la Madre del
Señor y después a los Santos, en quienes, la Iglesia
proclama el Misterio Pascual, porque ellos han
sufrido con Cristo y con El han sido glorificados
(68). En la Virgen María todo es referido a Cristo y
todo depende de El: en vistas a El, Dios Padre la
eligió desde toda la eternidad como Madre toda santa
y la adornó con dones del Espíritu Santo que no
fueron concedidos a ningún otro. Ciertamente, la
genuina piedad cristiana no ha dejado nunca de poner
de relieve el vínculo indisoluble y la esencial
referencia de la Virgen al Salvador Divino (69). Sin
embargo, nos parece particularmente conforme con las
tendencias espirituales de nuestra época, dominada y
absorbida por la "cuestión de Cristo" (70), que en
las expresiones de culto a la Virgen se ponga en
particular relieve el aspecto cristológico y se haga
de manera que éstas reflejen el plan de Dios, el
cual preestableció "con un único y mismo decreto el
origen de María y la encarnación de la divina
Sabiduría" (71). Esto contribuirá indudablemente a
hacer más sólida la piedad hacia la Madre de Jesús y
a que esa misma piedad sea un instrumento eficaz
para llegar al "pleno conocimiento del Hijo de Dios,
hasta alcanzar la medida de la plenitud de Cristo"
(Ef 4,13); por otra parte, contribuirá a incrementar
el culto debido a Cristo mismo porque, según el
perenne sentir de la Iglesia, confirmado de manera
autorizada en nuestros días (72), "se atribuye al
Señor, lo que se ofrece como servicio a la Esclava;
de este modo redunda en favor del Hijo lo que es
debido a la Madre; y así recae igualmente sobre el
Rey el honor rendido como humilde tributo a la
Reina" (73).
26. A esta alusión sobre la
orientación cristológica del culto a la Virgen, nos
parece útil añadir una llamada a la oportunidad de
que se dé adecuado relieve a uno de los contenidos
esenciales de la fe: la Persona y la obra del
Espíritu Santo. La reflexión teológica y la Liturgia
han subrayado, en efecto, cómo la intervención
santificadora del Espíritu en la Virgen de Nazaret
ha sido un momento culminante de su acción en la
historia de la salvación. Así, por ejemplo, algunos
Santos Padres y Escritores eclesiásticos atribuyeron
a la acción del Espíritu la santidad original de
María, "como plasmada y convertida en nueva
criatura" por El (74); reflexionando sobre los
textos evangélicos —"el Espíritu Santo descenderá
sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra" (Lc 1,35) y "María... se halló en cinta por
obra del Espíritu Santo; (...) es obra del Espíritu
Santo lo que en Ella se ha engendrado" (Mt
1,18.20)—, descubrieron en la intervención del
Espíritu Santo una acción que consagró e hizo
fecunda la virginidad de María (75) y la transformó
en Aula del Rey (76), Templo o Tabernáculo del Señor
(77), Arca de la Alianza o de la Santificación (78);
títulos todos ellos ricos de resonancias bíblicas;
profundizando más en el misterio de la Encarnación,
vieron en la misteriosa relación Espíritu-María un
aspecto esponsalicio, descrito poéticamente por
Prudencio: "la Virgen núbil se desposa con el
Espíritu (79), y la llamaron sagrario del Espíritu
Santo (80), expresión que subraya el carácter
sagrado de la Virgen convertida en mansión estable
del Espíritu de Dios; adentrándose en la doctrina
sobre el Paráclito, vieron que de El brotó, como de
un manantial, la plenitud de la gracia (cf. Lc 1,28)
y la abundancia de dones que la adornaban: de ahí
que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la
caridad que animaron el corazón de la Virgen, la
fuerza que sostuvo su adhesión a la voluntad de
Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión"
a los pies de la cruz (81); señalaron en el canto
profético de María (Lc 1, 46-55) un particular
influjo de aquel Espíritu que había hablado por boca
de los profetas (82); finalmente, considerando la
presencia de la Madre de Jesús en el cenáculo, donde
el Espíritu descendió sobre la naciente Iglesia (cf.
Act 1,12-14; 2,1-4), enriquecieron con nuevos datos
el antiguo tema María-Iglesia (83); y, sobre todo,
recurrieron a la intercesión de la Virgen para
obtener del Espíritu la capacidad de engendrar a
Cristo en su propia alma, como atestigua S.
Ildefonso en una oración, sorprendente por su
doctrina y por su vigor suplicante: "Te pido, te
pido, oh Virgen Santa, obtener a Jesús por mediación
del mismo Espíritu, por el que tú has engendrado a
Jesús. Reciba mi alma a Jesús por obra del Espíritu,
por el cual tu carne a concebido al mismo Jesús
(...). Que yo ame a Jesús en el mismo Espíritu, en
el cual tú lo adoras como Señor y lo contemplas como
Hijo" (84).
27. Se afirma con frecuencia
que muchos textos de la piedad moderna no reflejan
suficientemente toda la doctrina acerca del Espíritu
Santo. Son los estudios quienes tienen que verificar
esta afirmación y medir su alcance; a Nos
corresponde exhortar a todos, en especial a los
pastores y a los teólogos, a profundizar en la
reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la
historia de la salvación y lograr que los textos de
la piedad cristiana pongan debidamente en claro su
acción vivificadora; de tal reflexión aparecerá, en
particular, la misteriosa relación existente entre
el Espíritu de Dios y la Virgen de Nazaret, así como
su acción sobre la Iglesia; de este modo, el
contenido de la fe más profundamente medido dará
lugar a una piedad más intensamente vivida.
28. Es necesario además que
los ejercicios de piedad, mediante los cuales los
fieles expresan su veneración a la Madre del Señor,
pongan más claramente de manifiesto el puesto que
ella ocupa en la Iglesia: "el más alto y más próximo
a nosotros después de Cristo" (85); un puesto que en
los edificios de culto del Rito bizantino tienen su
expresión plástica en la misma disposición de las
partes arquitectónicas y de los elementos
iconográficos —en la puerta central de la
iconostasis está figurada la Anunciación de María en
el ábside de la representación de la "Theotocos"
gloriosa— con el fin de que aparezca manifiesto cómo
a partir del "fiat" de la humilde Esclava del Señor,
la humanidad comienza su retorno a Dios y cómo en la
gloria de la "Toda Hermosa" descubre la meta de su
camino. El simbolismo mediante el cual el edificio
de la Iglesia expresa el puesto de María en el
misterio de la Iglesia contiene una indicación
fecunda y constituye un auspicio para que en todas
partes las distintas formas de venerar a la
bienaventurada Virgen María se abran a perspectivas
eclesiales.
En efecto, el recurso a los
conceptos fundamentales expuestos por el Concilio
Vaticano II sobre la naturaleza de la Iglesia,
Familia de Dios, Pueblo de Dios, Reino de Dios,
Cuerpo místico de Cristo (86), permitirá a los
fieles reconocer con mayor facilidad la misión de
María en el misterio de la Iglesia y el puesto
eminente que ocupa en la Comunión de los Santos;
sentir más intensamente los lazos fraternos que unen
a todos los fieles porque son hijos de la Virgen, "a
cuya generación y educación ella colabora con
materno amor" (87), e hijos también del la Iglesia,
ya que nacemos de su parto, nos alimentamos con
leche suya y somos vivificados por su Espíritu"
(88), y porque ambas concurren a engendrar el Cuerpo
místico de Cristo: "Una y otra son Madre de Cristo;
pero ninguna de ellas engendra todo (el cuerpo) sin
la otra" (89); percibir finalmente de modo más
evidente que la acción de la Iglesia en el mundo es
como una prolongación de la solicitud de María: en
efecto, el amor operante de María la Virgen en casa
de Isabel, en Caná, sobre el Gólgota —momentos todos
ellos salvíficos de gran alcance eclesial— encuentra
su continuidad en el ansia materna de la Iglesia
porque todos los hombres llegan a la verdad (cf.
1Tim 2,4), en su solicitud para con los humildes,
los pobres, los débiles, en su empeño constante por
la paz y la concordia social, en su prodigarse para
que todos los hombres participen de la salvación
merecida para ellos por la muerte de Cristo. De este
modo el amor a la Iglesia se traducirá en amor a
María y viceversa; porque la una no puede subsistir
sin la otra, como observa de manera muy aguda San
Cromasio de Aquileya: "Se reunió la Iglesia en la
parte alta (del cenáculo) con María, que era la
Madre de Jesús, y con los hermanos de Este. Por
tanto no se puede hablar de Iglesia si no está
presente María, la Madre del Señor, con los hermanos
de Este" (90). En conclusión, reiteramos la
necesidad de que la veneración a la Virgen haga
explícito su intrínseco contenido eclesiológico:
esto equivaldría a valerse de una fuerza capaz de
renovar saludablemente formas y textos.
Sección segunda
Cuatro orientaciones para el culto a la Virgen:
bíblica, litúrgica, ecuménica, antropológica
29. A las anteriores
indicaciones, que surgen de considerar las
relaciones de la Virgen María con Dios —Padre, Hijo
y Espíritu Santo— y con la Iglesia, queremos añadir,
siguiendo la línea trazada por las enseñanzas
conciliares (91), algunas orientaciones —de carácter
bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico— a
tener en cuenta a la hora de revisar o crear
ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de
hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a
la Madre de Cristo y Madre nuestro en la Comunión de
los Santos.
30. La necesidad de una
impronta bíblica en toda forma de culto es sentida
hoy día como un postulado general de la piedad
cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la
creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre
todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima
del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro
tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del
libro fundamental de oración y a buscar en ella
inspiración genuina y modelos insuperables. El culto
a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta
dirección tomada por la piedad cristiana (92); al
contrario debe inspirarse particularmente en ella
para lograr nuevo vigor y ayuda segura. La Biblia,
al proponer de modo admirable el designio de Dios
para la salvación de los hombres, está toda ella
impregnada del misterio del Salvador, y contiene
además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis,
referencias indudables a Aquella que fue Madre y
Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos que la
impronta bíblica se limitase a un diligente uso de
textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas
Escrituras; comporta mucho más; requiere, en efecto,
que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración
las fórmulas de oración y las composiciones
destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el
culto a la Virgen esté impregnado de los grandes
temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo
tiempo que los fieles veneran la Sede de la
Sabiduría sean también iluminados por la luz de la
palabra divina e inducidos a obrar según los
dictados de la Sabiduría encarnada.
31. Ya hemos hablado de la
veneración que la Iglesia siente por la Madre de
Dios en la celebración de la sagrada Liturgia.
Ahora, tratando de las demás formas de culto y de
los criterios en que se deben inspirar, no podemos
menos de recordar la norma de la Constitución
Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar
vivamente los piadosos ejercicios del pueblo
cristiano, añade: "…es necesario que tales
ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos
litúrgicos, se ordenen de manera que estén en
armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de
algún modo en ella, y, dada su naturaleza superior,
conduzcan a ella al pueblo cristiano" (93). Norma
sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no
se presenta fácil, sobre todo en el campo del culto
a la Virgen, tan variado en sus expresiones
formales: requiere, efectivamente, por parte de los
responsables de las comunidades locales, esfuerzo,
tacto pastoral, constancia; y por parte de los
fieles, prontitud en acoger orientaciones y
propuestas que, emanando de la genuina naturaleza
del culto cristiano, comportan a veces el cambio de
usos inveterados, en los que de algún modo se había
oscurecido aquella naturaleza.
A este respecto queremos
aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la
práctica pastoral, la norma del Concilio Vaticano
II: en primer lugar, la actitud de algunos que
tienen cura de almas y que despreciando a priori los
ejercicios piadosos, que en las formas debidas son
recomendados por el Magisterio, los abandonan y
crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el
Concilio ha dicho que hay que armonizar los
ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos.
En segundo lugar, la actitud de otros que, al margen
de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al
mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos
en celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro
de la misma celebración del sacrifico Eucarístico se
introducen elementos propios de novenas u otras
prácticas piadosas, con el peligro de que el
Memorial del Señor no constituya el momento
culminante del encuentro de la comunidad cristiana,
sino como una ocasión para cualquier práctica
devocional. A cuantos obran así quisiéramos recordar
que la norma conciliar prescribe armonizar los
ejercicios piadoso con la Liturgia, no confundirlos
con ella. Una clara acción pastoral debe, por una
parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de
los actos litúrgicos; por otra, valorar los
ejercicios piadosos para adaptarlos a las
necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos
auxiliares válidos de la Liturgia.
32. Por su carácter eclesial,
en el culto a la Virgen se reflejan las
preocupaciones de la Iglesia misma, entre las cuales
sobresale en nuestros días el anhelo por el
restablecimiento de la unidad de los cristianos. La
piedad hacia la Madre del Señor se hace así sensible
a las inquietudes y a las finalidades del movimiento
ecuménico, es decir, adquiere ella misma una
impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
En primer lugar porque los
fieles católicos se unen a los hermanos de las
Iglesias ortodoxas, entre las cuales la devoción a
la Virgen reviste formas de alto lirismo y de
profunda doctrina al venerar con particular amor a
la gloriosa Theotocos y al aclamarla "Esperanza de
los cristianos" (94); se unen a los anglicanos,
cuyos teólogos clásicos pusieron ya de relieve la
sólida base escriturística del culto a la Madre de
nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos
subrayan mayormente la importancia del puesto que
ocupa María en la vida cristiana; se unen también a
los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro
de las cuales florece vigorosamente el amor por las
Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las
mismas palabras de la Virgen (cf. Lc 1, 46-55).
En segundo lugar, porque la
piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos
es para los católicos ocasión natural y frecuente
para pedirle que interceda ante su Hijo por la unión
de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios
(95). Más aún, porque es voluntad de la Iglesia
católica que en dicho culto, sin que por ello sea
atenuado su carácter singular (96), se evite con
cuidado toda clase de exageraciones que puedan
inducir a error a los demás hermanos cristianos
acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia
católica (97) y se haga desaparecer toda
manifestación cultual contraria a la recta práctica
católica.
Finalmente, siendo connatural
al genuino culto a la Virgen el que "mientras es
honrada la Madre (…), el Hijo sea debidamente
conocido, amado, glorificado" (98), este culto se
convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la
comunión eclesiástica, en la cual cuantos confiesan
abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y
único Mediador (cf. 2, 5), están llamados a ser una
sola cosa entre sí, con El y con el Padre en la
unidad del Espíritu Santo (99).
33. Somos conscientes de que
existen no leves discordias entre el pensamiento de
muchos hermanos de otras Iglesias y comunidades
eclesiales y la doctrina católica "en torno a la
función de María en la obra de la salvación" (100)
y, por tanto, sobre el culto que le es debido. Sin
embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió
con su sombra a la Virgen de Nazaret (cf. Lc 1, 35)
actúa en el actual movimiento ecuménico y lo
fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que
la veneración a la humilde Esclava del Señor, en la
que el Omnipotente obró maravillas (cf. Lc 1, 49),
será, aunque lentamente, no obstáculo sino medio y
punto de encuentro para la unión de todos los
creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de
comprobar que una mejor comprensión del puesto de
María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, por
parte también de los hermanos separados, hace más
fácil el camino hacia el encuentro. Así como en Caná
la Virgen, con su intervención, obtuvo que Jesús
hiciese el primero de sus milagros (cf. Jn 2, 1-12),
así en nuestro tiempo podrá Ella hacer propicio, con
su intercesión, el advenimiento de la hora en que
los discípulos de Cristo volverán a encontrar la
plena comunión en la fe. Y esta nueva esperanza
halla consuelo en la observación de nuestro
predecesor León XIII: la causa de la unión de los
cristianos "pertenece específicamente al oficio de
la maternidad espiritual de María. Pues los que son
de Cristo no fueron engendrados ni podían serlo sino
en una única fe y un único amor: porque, "¿está
acaso dividido Cristo?" (cf. 1 Cor 1, 13); y debemos
vivir todos juntos la vida de Cristo, para poder
fructificar en un solo y mismo cuerpo (Rom 7, 14)"
(101).
34. En el culto a la Virgen
merecen también atenta consideración las
adquisiciones seguras y comprobadas de las ciencias
humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una
de las causas de la inquietud que se advierte en el
campo del culto a la Madre del Señor: es decir, la
diversidad entre algunas cosas de su contenido y las
actuales concepciones antropológicas y la realidad
sicosociológica, profundamente cambiada, en que
viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se
observa, en efecto, que es difícil encuadrar la
imagen de la Virgen, tal como es presentada por
cierta literatura devocional, en las condiciones de
vida de la sociedad contemporánea y en particular de
las condiciones de la mujer, bien sea en el ambiente
doméstico, donde las leyes y la evolución de las
costumbres tienden justamente a reconocerle la
igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en la
dirección de la vida familiar; bien sea en el campo
político, donde ella ha conquistado en muchos países
un poder de intervención en la sociedad igual al
hombre; bien sea en el campo social, donde
desarrolla su actividad en los más distintos
sectores operativos, dejando cada día más el
estrecho ambiente del hogar; lo mismo que en el
campo cultural, donde se le ofrecen nuevas
posibilidades de investigación científica y de éxito
intelectual.
Deriva de ahí para algunos una
cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y
una cierta dificultad en tomar a María como modelo,
porque los horizontes de su vida —se dice— resultan
estrechos en comparación con las amplias zonas de
actividad en que el hombre contemporáneo está
llamado a actuar. En este sentido, mientras
exhortamos a los teólogos, a los responsables de las
comunidades cristianas y a los mismos fieles a
dedicar la debida atención a tales problemas, nos
parece útil ofrecer Nos mismo una contribución a su
solución, haciendo algunas observaciones.
35. Ante todo, la Virgen María
ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la
imitación de los fieles no precisamente por el tipo
de vida que ella llevó y, tanto menos, por el
ambiente socio-cultural en que se desarrolló, hoy
día superado casi en todas partes, sino porque en
sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió
total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf.
Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en
práctica; porque su acción estuvo animada por la
caridad y por el espíritu de servicio: porque, es
decir, fue la primera y la más perfecta discípula de
Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
36. En segundo lugar
quisiéramos notar que las dificultades a que hemos
aludido están en estrecha conexión con algunas
connotaciones de la imagen popular y literaria de
María, no con su imagen evangélica ni con los datos
doctrinales determinados en el lento y serio trabajo
de hacer explícita la palabra revelada; al
contrario, se debe considerar normal que las
generaciones cristianas que se han ido sucediendo en
marcos socio-culturales diversos, al contemplar la
figura y la misión de María —como Mujer nueva y
perfecta cristiana que resume en sí misma las
situaciones más características de la vida femenina
porque es Virgen, Esposa, Madre—, hayan considerado
a la Madre de Jesús como "modelo eximio" de la
condición femenina y ejemplar "limpidísimo" de vida
evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos
según las categorías y los modos expresivos propios
de la época. La Iglesia, cuando considera la larga
historia de la piedad mariana, se alegra comprobando
la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula
a los esquemas representativos de las varias épocas
culturales ni a las particulares concepciones
antropológicas subyacentes, y comprende como algunas
expresiones de culto, perfectamente válidas en sí
mismas, son menos aptas para los hombres
pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.
37. Deseamos en fin, subrayar
que nuestra época, como las precedentes, está
llamada a verificar su propio conocimiento de la
realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos
al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones
antropológicas y los problemas que derivan de ellas
con la figura de la Virgen tal cual nos es
presentada por el Evangelio. La lectura de las
Sagradas Escrituras, hecha bajo el influjo del
Espíritu Santo y teniendo presentes las
adquisiciones de las ciencias humanas y las variadas
situaciones del mundo contemporáneo, llevará a
descubrir como María puede ser tomada como espejo de
las esperanzas de los hombres de nuestro tiempo. De
este modo, por poner algún ejemplo, la mujer
contemporánea, deseosa de participar con poder de
decisión en las elecciones de la comunidad,
contemplará con íntima alegría a María que, puesta a
diálogo con Dios, da su consentimiento activo y
responsable (102) no a la solución de un problema
contingente sino a la "obra de los siglos" como se
ha llamado justamente a la Encarnación del Verbo
(103); se dará cuenta de que la opción del estado
virginal por parte de María, que en el designio de
Dios la disponía al misterio de la Encarnación, no
fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del
estado matrimonial, sino que constituyó una opción
valiente, llevada a cabo para consagrarse totalmente
al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que
María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la
voluntad del Señor, fue algo del todo distinto de
una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad
alienante, antes bien fue mujer que no dudó en
proclamar que Dios es vindicador de los humildes y
de los oprimidas y derriba sus tronos a los
poderosos del mundo (cf. Lc 1, 51-53); reconocerá en
María, que "sobresale entre los humildes y los
pobres del Señor (104), una mujer fuerte que conoció
la pobreza y el sufrimiento, la huida y el exilio
(cf. Mt 2, 13-23): situaciones todas estas que no
pueden escapar a la atención de quien quiere
secundar con espíritu evangélico las energías
liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le
presentará María como una madre celosamente
replegada sobre su propio Hijo divino, sino como
mujer que con su acción favoreció la fe de la
comunidad apostólica en Cristo (cf. Jn 2, 1-12) y
cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el
calvario dimensiones universales (105). Son
ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo
la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna
profunda de los hombres de nuestro tiempo y les
ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor:
artífice de la ciudad terrena y temporal, pero
peregrino diligente hacia la celeste y eterna;
promotor de la justicia que libera al oprimido y de
la caridad que socorre al necesitado, pero sobre
todo testigo activo del amor que edifica a Cristo en
los corazones.
38. Después de haber ofrecido
estas directrices, ordenadas a favorecer el
desarrollo armónico del culto a la Madre del Señor,
creemos oportuno llamar la atención sobre algunas
actitudes cultuales erróneas. El Concilio Vaticano
II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la
exageración de contenidos o de formas que llegan a
falsear la doctrina, sea la estrechez de mente que
oscurece la figura y la misión de María; ha
denunciado también algunas devociones cultuales: la
vana credulidad que sustituye el empeño serio con la
fácil aplicación a prácticas externas solamente; el
estéril y pasajero movimiento del sentimiento, tan
ajeno al estilo del Evangelio que exige obras
perseverantes y activas (106). Nos renovamos esta
deploración: no están en armonía con la fe católica
y por consiguiente no deben subsistir en el culto
católico. La defensa vigilante contra estos errores
y desviaciones hará más vigoroso y genuino el culto
a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual el
estudio de las fuentes reveladas y la atención a los
documentos del Magisterio prevalecerán sobre la
desmedida búsqueda de novedades o de hechos
extraordinarios; objetivo en el encuadramiento
histórico, por lo cual deberá ser eliminado todo
aquello que es manifiestamente legendario o falso;
adaptado al contenido doctrinal, de ahí la necesidad
de evitar presentaciones unilaterales de la figura
de María que insistiendo excesivamente sobre un
elemento comprometen el conjunto de la imagen
evangélica, límpido en sus motivaciones, por lo cual
se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo
mezquino interés.
39. Finalmente, por si fuese
necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad
última del culto a la bienaventurada Virgen María es
glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en un
vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos
de la Iglesia, en efecto, cuando uniendo sus voces a
la voz de la mujer anónima del Evangelio, glorifican
a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El:
"Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te
crearon" (Lc 11, 27), se verán inducidos a
considerar la grave respuesta del divino Maestro:
"Dichosos más bien los que escuchan la palabra de
Dios y la cumplen" (Lc 11, 28). Esta misma
respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen,
como interpretaron algunos Santos Padres (107) y
como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II (108),
suena también para nosotros como una admonición a
vivir según los mandamientos de Dios y es como un
eco de otras llamadas del divino Maestro: "No todo
el que me dice: "Señor, Señor", entrará en el reino
de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi
Padre que está en los cielos" (Mt 7, 21) y "Vosotros
sois amigos míos, si hacéis cuanto os mando" (Jn 15,
14).
PARTE III
INDICACIONES SOBRE DOS
EJERCICIOS DE PIEDAD:
EL ANGELUS Y EL SANTO ROSARIO
40. Hemos indicado algunos
principios aptos para dar nuevo vigor al culto de la
Madre del Señor; ahora es incumbencia de las
Conferencias Episcopales, de los responsables de las
comunidades locales, de las distintas familias
religiosas restaurar sabiamente prácticas y
ejercicios de veneración a la Santísima Virgen y
secundar el impulso creador de cuantos con genuina
inspiración religiosa o con sensibilidad pastoral
desean dar vida a nuevas formas. Sin embargo, nos
parece oportuno, aunque sea por motivos diversos,
tratar de dos ejercicios muy difundidos en Occidente
y de los que esta Sede Apostólica se ha ocupado en
varias ocasiones: el "Angelus" y el Rosario.
El Angelus
41. Nuestra palabra sobre el
"Angelus" quiere ser solamente una simple pero viva
exhortación a mantener su rezo acostumbrado, donde y
cuando sea posible. El "Angelus" no tiene necesidad
de restauración: la estructura sencilla, el carácter
bíblico, el origen histórico que lo enlaza con la
invocación de la incolumidad en la paz, el ritmo
casi litúrgico que santifica momentos diversos de la
jornada, la apertura hacia el misterio pascual, por
lo cual mientras conmemoramos la Encarnación del
Hijo de Dios pedimos ser llevados "por su pasión y
cruz a la gloria de la resurrección" (109), hace que
a distancia de siglos conserve inalterado su valor e
intacto su frescor. Es verdad que algunas costumbres
tradicionalmente asociadas al rezo del Angelus han
desaparecido y difícilmente pueden conservarse en la
vida moderna, pero se trata de cosas marginales:
quedan inmutados el valor de la contemplación del
misterio de la Encarnación del Verbo, del saludo a
la Virgen y del recurso a su misericordiosa
intercesión: y, no obstante el cambio de las
condiciones de los tiempos, permanecen invariados
para la mayor parte de los hombres esos momentos
característicos de la jornada mañana, mediodía,
tarde que señalan los tiempos de su actividad y
constituyen una invitación a hacer un alto para
orar.
El Rosario
42. Deseamos ahora, queridos
hermanos, detenernos un poco sobre la renovación del
piadoso ejercicio que ha sido llamado "compendio de
todo el Evangelio" (110): el Rosario. A él han
dedicado nuestros Predecesores vigilante atención y
premurosa solicitud: han recomendado muchas veces su
rezo frecuente, favorecido su difusión, ilustrado su
naturaleza, reconocido la aptitud para desarrollar
una oración contemplativa, de alabanza y de súplica
al mismo tiempo, recordando su connatural eficacia
para promover la vida cristiana y el empeño
apostólico. También Nos, desde la primera audiencia
general de nuestro pontificado, el día 13 de Julio
de 1963, hemos manifestado nuestro interés por la
piadosa práctica del Rosario (111), y posteriormente
hemos subrayado su valor en múltiples
circunstancias, ordinarias unas, graves otras, como
cuando en un momento de angustia y de inseguridad
publicamos la Carta Encíclica Christi Matri ( 15
septiembre 1966), para que se elevasen oraciones a
la bienaventurada Virgen del Rosario para implorar
de Dios el bien sumo de la paz (112); llamada que
hemos renovado en nuestra Exhortación Apostólica
Recurrens mensis october (7 de octubre 1969), en la
cual conmemorábamos además el cuarto centenario de
la Carta Apostólica Consueverunt Romani Pontifices
de nuestro Predecesor San Pío V, que ilustró en ella
y en cierto modo definió la forma tradicional del
Rosario (113).
43. Nuestro asiduo interés por
el Rosario nos ha movido a seguir con atención los
numerosos congresos dedicados en estos últimos años
a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo:
congresos promovidos por asociaciones y por hombres
que sienten entrañablemente tal devoción y en los
que han tomado parte obispos, presbíteros,
religiosos y seglares de probada experiencia y de
acreditado sentido eclesial. Entre ellos es justo
recordar a los Hijos de Santo Domingo, por tradición
custodios y propagadores de tan saludable devoción.
A los trabajos de los congresos se han unido las
investigaciones de los historiadores, llevadas a
cabo no para definir con intenciones casi
arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino
para captar su intuición originaria, su energía
primera, su estructura esencial. De tales congresos
e investigaciones han aparecido más nítidamente las
características primarias del Rosario, sus elementos
esenciales y su mutua relación.
44. Así, por ejemplo, se ha
puesto en más clara luz la índole evangélica del
Rosario, en cuanto saca del Evangelio el enunciado
de los misterios y las fórmulas principales; se
inspira en el Evangelio para sugerir, partiendo del
gozoso saludo del Ángel y del religioso
consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe
recitarlo el fiel; y continúa proponiendo, en la
sucesión armoniosa de las Ave Marías, un misterio
fundamental del Evangelio —la Encarnación del Verbo—
en el momento decisivo de la Anunciación hecha a
María. Oración evangélica por tanto el Rosario, como
hoy día, quizá más que en el pasado, gustan
definirlo los pastores y los estudiosos.
45. Se ha percibido también
más fácilmente cómo el ordenado y gradual desarrollo
del Rosario refleja el modo mismo en que el Verbo de
Dios, insiriéndose con determinación misericordiosa
en las vicisitudes humanas, ha realizado la
redención: en ella, en efecto, el Rosario considera
en armónica sucesión los principales acontecimientos
salvíficos que se han cumplido en Cristo: desde la
concepción virginal y los misterios de la infancia
hasta los momentos culminantes de la Pascua —la
pasión y la gloriosa resurrección— y a los efectos
de ella sobre la Iglesia naciente en el día de
Pentecostés y sobre la Virgen en el día en que,
terminando el exilio terreno, fue asunta en cuerpo y
alma a la patria celestial. Y se ha observado
también cómo la triple división de los misterios del
Rosario no sólo se adapta estrictamente al orden
cronológico de los hechos, sino que sobre todo
refleja el esquema del primitivo anuncio de la fe y
propone nuevamente el misterio de Cristo de la misma
manera que fue visto por San Pablo en el celeste
"himno" de la Carta a los Filipenses: humillación,
muerte, exaltación (2,6-11).
46. Oración evangélica
centrada en el misterio de la Encarnación redentora,
el Rosario es, pues, oración de orientación
profundamente cristológica. En efecto, su elemento
más característico —la repetición litánica en
alabanza constante a Cristo, término último de la
anunciación del Ángel y del saludo de la Madre del
Bautista: "Bendito el fruto de tu vientre" (Lc
1,42). Diremos más: la repetición del Ave María
constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la
contemplación de los misterios; el Jesús que toda
Ave María recuerda, es el mismo que la sucesión de
los misterios nos propone una y otra vez como Hijo
de Dios y de la Virgen, nacido en una gruta de
Belén; presentado por la Madre en el Templo; joven
lleno de celo por las cosas de su Padre; Redentor
agonizante en el huerto; flagelado y coronado de
espinas; cargado con la cruz y agonizante en el
calvario; resucitado de la muerte y ascendido a la
gloria del Padre para derramar el don del Espíritu
Santo. Es sabido que, precisamente para favorecer la
contemplación y "que la mente corresponda a la voz",
se solía en otros tiempos —y la costumbre se ha
conservado en varias regiones— añadir al nombre de
Jesús, en cada Ave María, una cláusula que recordase
el misterio anunciado.
47. Se ha sentido también con
mayor urgencia la necesidad de recalcar, al mismo
tiempo que el valor del elemento laudatorio y
deprecatorio, la importancia de otro elemento
esencial al Rosario: la contemplación. Sin ésta el
Rosario es un cuerpo sin alma y su rezo corre el
peligro de convertirse en mecánica repetición de
fórmulas y de contradecir la advertencia de Jesús:
"cuando oréis no seáis charlatanes como los paganos
que creen ser escuchados en virtud se su locuacidad"
(Mt 6,7). Por su naturaleza el rezo del Rosario
exige un ritmo tranquilo y un reflexivo remanso que
favorezcan en quien ora la meditación de los
misterios de la vida del Señor, vistos a través del
Corazón de Aquella que estuvo más cerca del Señor, y
que desvelen su insondable riqueza.
48. De la contemporánea
reflexión han sido entendidas en fin con mayor
precisión las relaciones existentes entre la
Liturgia y el Rosario. Por una parte se ha subrayado
cómo el Rosario en casi un vástago germinado sobre
el tronco secular de la Liturgia cristiana, "El
salterio de la Virgen", mediante el cual los
humildes quedan asociados al "cántico de alabanza" y
a la intercesión universal de la Iglesia; por otra
parte, se ha observado que esto ha acaecido en una
época —al declinar de la Edad Media— en que el
espíritu litúrgico está en decadencia y se realiza
un cierto distanciamiento de los fieles de la
Liturgia, en favor de una devoción sensible a la
humanidad de Cristo y a la bienaventurada Virgen
María. Si en tiempos no lejanos pudo surgir en el
animo de algunos el deseo de ver incluido el Rosario
entre las expresiones litúrgicas, y en otros, debido
a la preocupación de evitar errores pastorales del
pasado, una injustificada desatención hacia el
mismo, hoy día el problema tiene fácil solución a la
luz de los principios de la Constitución
Sacrosanctum Concilium; celebraciones litúrgicas y
piadoso ejercicio del Rosario no se deben ni
contraponer ni equiparar (114). Toda expresión de
oración resulta tanto más fecunda, cuanto más
conserva su verdadera naturaleza y la fisonomía que
le es propia. Confirmado, pues, el valor preeminente
de las acciones litúrgicas, no será difícil
reconocer que el Rosario es un piadoso ejercicio que
se armoniza fácilmente con la Sagrada Liturgia. En
efecto, como la Liturgia tiene una índole
comunitaria, se nutre de la Sagrada Escritura y
gravita en torno al misterio de Cristo. Aunque sea
en planos de realidad esencialmente diversos,
anamnesis en la Liturgia y memoria contemplativa en
el Rosario, tienen por objeto los mismos
acontecimientos salvíficos llevados a cabo por
Cristo. La primera hace presentes bajo el velo de
los signos y operantes de modo misterioso los
"misterios más grandes de nuestra redención"; la
segunda, con el piadoso afecto de la contemplación,
vuelve a evocar los mismos misterios en la mente de
quien ora y estimula su voluntad a sacar de ellos
normas de vida.
Establecida esta diferencia
sustancial, no hay quien no vea que el Rosario es un
piadoso ejercicio inspirado en la Liturgia y que, si
es practicado según la inspiración originaria,
conduce naturalmente a ella, sin traspasar su
umbral. En efecto, la meditación de los misterios
del Rosario, haciendo familiar a la mente y al
corazón de los fieles los misterios de Cristo, puede
constituir una óptima preparación a la celebración
de los mismos en la acción litúrgica y convertirse
después en eco prolongado. Sin embargo, es un error,
que perdura todavía por desgracia en algunas partes,
recitar el Rosario durante la acción litúrgica.
49. El Rosario, según la
tradición admitida por nuestros Predecesor S. Pío V
y por él propuesta autorizadamente, consta de varios
elementos orgánicamente dispuestos:
a) la contemplación, en
comunión con María, de una serie de misterios de la
salvación, sabiamente distribuidos en tres ciclos
que expresan el gozo de los tiempos mesiánicos, el
dolor salvífico de Cristo, la gloria del Resucitado
que inunda la Iglesia; contemplación que, por su
naturaleza, lleva a la reflexión práctica y a
estimulante norma de vida;
b) la oración dominical o
Padrenuestro, que por su inmenso valor es
fundamental en la plegaria cristiana y la ennoblece
en sus diversas expresiones;
c) la sucesión litánica del
Avemaría, que está compuesta por el saludo del Ángel
a la Virgen (Cf. Lc 1,28) y la alabanza obsequiosa
del santa Isabel (Cf. Lc 1,42), a la cual sigue la
súplica eclesial Santa María. La serie continuada de
las Avemarías es una característica peculiar del
Rosario y su número, en le forma típica y plenaria
de ciento cincuenta, presenta cierta analogía con el
Salterio y es un dato que se remonta a los orígenes
mismos de este piadoso ejercicio. Pero tal número,
según una comprobada costumbre, se distribuye
—dividido en decenas para cada misterio— en los tres
ciclos de los que hablamos antes, dando lugar a la
conocida forma del Rosario compuesto por cincuenta
Avemarías, que se ha convertido en la medida
habitual de la práctica del mismo y que ha sido así
adoptado por la piedad popular y aprobado por la
Autoridad pontificia, que lo enriqueció también con
numerosas indulgencias;
d) la doxología Gloria al
Padre que, en conformidad con una orientación común
de la piedad cristiana, termina la oración con la
glorificación de Dios, uno y trino, "de quien, por
quien y en quien subsiste todo" (Cf. Rom 11,36).
50. Estos son los elementos
del santo Rosario. Cada uno de ellos tiene su índole
propia que bien comprendida y valorada, debe
reflejarse en el rezo, para que el Rosario exprese
toda su riqueza y variedad. Será, pues, ponderado en
la oración dominical; lírico y laudatorio en el
calmo pasar de las Avemarías; contemplativo en la
atenta reflexión sobre los misterios; implorante en
la súplica; adorante en la doxología. Y esto, en
cada uno de los modos en que se suele rezar el
Rosario: o privadamente, recogiéndose el que ora en
la intimidad con su Señor; o comunitariamente, en
familia o entre los fieles reunidos en grupo para
crear las condiciones de una particular presencia
del Señor (cf. Mt 18, 20); o públicamente, en
asambleas convocadas para la comunidad eclesial.
51. En tiempo reciente se han
creado algunos ejercicios piadosos, inspirados en el
Santo Rosario. Queremos indicar y recomendar entre
ellos los que incluyen en el tradicional esquema de
las celebraciones de la Palabra de Dios algunos
elementos del Rosario a la bienaventurada Virgen
María, como por ejemplo, la meditación de los
misterios y la repetición litánica del saludo del
Ángel. Tales elementos adquieren así mayor relieve
al encuadrarlos en la lectura de textos bíblicos,
ilustrados mediante la homilía, acompañados por
pausas de silencio y subrayados con el canto. Nos
alegra saber que tales ejercicios han contribuido a
hacer comprender mejor las riquezas espirituales del
mismo Rosario y a revalorar su práctica en ciertas
ocasiones y movimientos juveniles.
52. Y ahora, en continuidad de
intención con nuestros Predecesores, queremos
recomendar vivamente el rezo del Santo Rosario en
familia. El Concilio Vaticano II a puesto en claro
cómo la familia, célula primera y vital de la
sociedad "por la mutua piedad de sus miembros y la
oración en común dirigida a Dios se ofrece como
santuario doméstico de la Iglesia" (115). La familia
cristiana, por tanto, se presenta como una Iglesia
doméstica (116) cuando sus miembros, cada uno dentro
de su propio ámbito e incumbencia, promueven juntos
la justicia, practican las obras de misericordia, se
dedican al servicio de los hermanos, toman parte en
el apostolado de la comunidad local y se unen en su
culto litúrgico (117); y más aún, se elevan en común
plegarias suplicantes a Dios; por que si fallase
este elemento, faltaría el carácter mismo de familia
como Iglesia doméstica. Por eso debe esforzarse para
instaurar en la vida familiar la oración en común.
53. De acuerdo con las
directrices conciliares, la Liturgia de las Horas
incluye justamente el núcleo familiar entre los
grupos a que se adapta mejor la celebración en común
del Oficio divino: "conviene finalmente que la
familia, en cuanto sagrario doméstico de la Iglesia,
no sólo eleve preces comunes a Dios, sino también
recite oportunamente algunas partes de la Liturgia
de las Horas, con el fin de unirse más estrechamente
a la Iglesia" (118). No debe quedar sin intentar
nada para que esta clara indicación halle en las
familias cristianas una creciente y gozosa
aplicación.
54. Después de la celebración
de la Liturgia de las Horas —cumbre a la que puede
llegar la oración doméstica—, no cabe duda de que el
Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado
como una de las más excelentes y eficaces oraciones
comunes que la familia cristiana está invitada a
rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que
cuando un encuentro familiar se convierta en tiempo
de oración, el Rosario sea su expresión frecuente y
preferida. Sabemos muy bien que las nuevas
condiciones de vida de los hombres no favorecen hoy
momentos de reunión familiar y que, incluso cuando
eso tiene lugar, no pocas circunstancias hacen
difícil convertir el encuentro de familia en ocasión
para orar. Difícil, sin duda. Pero es también una
característica del obrar cristiano no rendirse a los
condicionamientos ambientales, sino superarlo; no
sucumbir ante ellos, sino hacerles frente. Por eso
las familias que quieren vivir plenamente la
vocación y la espiritualidad propia de la familia
cristiana, deben desplegar toda clase de energías
para marginar las fuerzas que obstaculizan el
encuentro familiar y la oración en común.
55. Concluyendo estas
observaciones, testimonio de la solicitud y de la
estima de esta Sede Apostólica por el Rosario de la
Santísima Virgen María, queremos sin embargo
recomendar que, al difundir esta devoción tan
saludable, no sean alteradas sus proporciones ni sea
presentada con exclusivismo inoportuno: el Rosario
es una oración excelente, pero el fiel debe sentirse
libre, atraído a rezarlo, en serena tranquilidad,
por la intrínseca belleza del mismo. .
CONCLUSIÓN
VALOR TEOLÓGICO Y PASTORAL
DEL CULTO A LA VIRGEN
56. Venerables Hermanos: al
terminar nuestra Exhortación Apostólica deseamos
subrayar en síntesis el valor teológico del culto a
la Virgen y recordar su eficacia pastoral para la
renovación de las costumbres cristianas.
La piedad de la Iglesia hacia
la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del
culto cristiano. La veneración que la Iglesia ha
dado a la Madre del Señor en todo tiempo y lugar
-desde la bendición de Isabel (cf. Lc. 1, 42-45)
hasta las expresiones de alabanza y súplica de
nuestro tiempo- constituye un sólido testimonio de
su "lex orandi" y una invitación a reavivar en las
conciencias su "lex credendi". Viceversa: la "lex
credendi" de la Iglesia requiere que por todas
partes florezca lozana su "lex orandi" en relación
con la Madre de Cristo. Culto a la Virgen de raíces
profundas en la Palabra revelada y de sólidos
fundamentos dogmáticos: la singular dignidad de
María "Madre del Hijo de Dios y, por lo mismo, Hija
predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo;
por tal don de gracia especial aventaja con mucho a
todas las demás criaturas, celestiales y terrestres"
(119), su cooperación en momentos decisivos de la
obra de la salvación llevada a cabo por el Hijo; su
santidad, ya plena en el momento de la Concepción
Inmaculada y no obstante creciente a medida que se
adhería a la voluntad del Padre y recorría la vía de
sufrimiento (cf. Lc 2, 34-35; 2, 41-52; Jn 19,
25-27), progresando constantemente en la fe, en la
esperanza y en la caridad; su misión y condición
única en el Pueblo de Dios, del que es al mismo
tiempo miembro eminentísimo, ejemplar acabadísimo y
Madre amantísima; su incesante y eficaz intercesión
mediante la cual, aún habiendo sido asunta al cielo,
sigue cercanísima a los fieles que la suplican, aún
a aquellos que ignoran que son hijos suyos; su
gloria que ennoblece a todo el género humano, como
lo expreso maravillosamente el poeta Dante: "Tú eres
aquella que ennobleció tanto la naturaleza humana
que su hacedor no desdeño convertirse en hechura
tuya" (120); en efecto, María es de nuestra estirpe,
verdadera hija de Eva, (aunque ajena a la mancha de
la Madre, y verdadera hermana nuestra, que ha
compartido en todo, como mujer humilde y pobre,
nuestra condición).
Añadiremos que el culto a la
bienaventurada Virgen María tiene su razón última en
el designio insondable y libre de Dios, el cual
siendo caridad eterna y divina (cf. 1Jn 4, 7-8.16),
lleva a cabo todo según un designio de amor: la amó
y obró en ella maravillas (cf. Lc 1, 49); la amó por
sí mismo, la amó por nosotros; se la dio a sí mismo
y la dio a nosotros.
57. Cristo es el único camino
al Padre (cf. Jn 14, 4-11). Cristo es el modelo
supremo al que el discípulo debe conformar la propia
conducta (cf. Jn 13, 15), hasta lograr tener sus
mismos sentimientos (cf. Fil 2,5), vivir de su vida
y poseer su Espíritu (cf. Gál 2, 20; Rom 8, 10-11);
esto es lo que la Iglesia ha enseñado en todo tiempo
y nada en la acción pastoral debe oscurecer esta
doctrina. Pero la Iglesia, guiada por el Espíritu
Santo y amaestrada por una experiencia secular,
reconoce que también la piedad a la Santísima
Virgen, de modo subordinado a la piedad hacia el
Salvador y en conexión con ella, tiene una gran
eficacia pastoral y constituye una fuerza renovadora
de la vida cristiana. La razón de dicha eficacia se
intuye fácilmente. En efecto, la múltiple misión de
María hacia el Pueblo de Dios es una realidad
sobrenatural operante y fecunda en el organismo
eclesial. Y alegra el considerar los singulares
aspectos de dicha misión y ver cómo ellos se
orientan, cada uno con su eficacia propia, hacia el
mismo fin: reproducir en los hijos los rasgos
espirituales del Hijo primogénito. Queremos decir
que la maternal intercesión de la Virgen, su
santidad ejemplar y la gracia divina que hay en
Ella, se convierten para el género humano en motivo
de esperanza.
La misión maternal de la
Virgen empuja al Pueblo de Dios a dirigirse con
filial confianza a Aquella que está siempre
dispuesta a acogerlo con afecto de madre y con
eficaz ayuda de auxiliadora; (121) por eso el Pueblo
de Dios la invoca como Consoladora de los afligidos,
Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores,
para obtener consuelo en la tribulación, alivio en
la enfermedad, fuerza liberadora en el pecado;
porque Ella, la libre de todo pecado, conduce a sus
hijos a esto: a vencer con enérgica determinación el
pecado. (122) Y, hay que afirmarlo nuevamente, dicha
liberación del pecado es la condición necesaria para
toda renovación de las costumbres cristianas.
La santidad ejemplar de la
Virgen mueve a los fieles a levantar "los ojos a
María, la cual brilla como modelo de virtud ante
toda la comunidad de los elegidos". (123) Virtudes
sólidas, evangélicas: la fe y la dócil aceptación de
la palabra de Dios (cf. Lc 1, 26-38; 1, 45; 11,
27-28; Jn 2, 5); la obediencia generosa (cf. Lc 1,
38); la humildad sencilla (cf. Lc 1, 48); la caridad
solícita (cf. Lc 1, 39-56); la sabiduría reflexiva
(cf. Lc 1, 29.34; 2, 19. 33. 51); la piedad hacia
Dios, pronta al cumplimiento de los deberes
religiosos (cf. Lc 2, 21.22-40.41), agradecida por
los bienes recibidos (Lc 1, 46-49), que ofrecen en
el templo (Lc 2, 22-24), que ora en la comunidad
apostólica (cf. Act 1, 12-14); la fortaleza en el
destierro (cf. Mt 2, 13-23), en el dolor (cf. Lc 2,
34-35.49; Jn 19, 25); la pobreza llevada con
dignidad y confianza en el Señor (cf. Lc 1, 48; 2,
24); el vigilante cuidado hacia el Hijo desde la
humildad de la cuna hasta la ignominia de la cruz
(cf. Lc 2, 1-7; Jn 19, 25-27); la delicadeza
provisoria (cf. Jn 2, 1-11); la pureza virginal (cf.
Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38); el fuerte y casto amor
esponsal. De estas virtudes de la Madre se adornarán
los hijos, que con tenaz propósito contemplan sus
ejemplos para reproducirlos en la propia vida. Y tal
progreso en la virtud aparecerá como consecuencia y
fruto maduro de aquella fuerza pastoral que brota
del culto tributado a la Virgen.
La piedad hacia la Madre del
Señor se convierte para el fiel en ocasión de
crecimiento en la gracia divina: finalidad última de
toda acción pastoral. Porque es imposible honrar a
la "Llena de gracia" (Lc 1, 28) sin honrar en sí
mismo el estado de gracia, es decir, la amistad con
Dios, la comunión en El, la inhabitación del
Espíritu. Esta gracia divina alcanza a todo el
hombre y lo hace conforme a la imagen del Hijo (cf.
Rom 2, 29; Col 1, 18). La Iglesia católica,
basándose en su experiencia secular, reconoce en la
devoción a la Virgen una poderosa ayuda para el
hombre hacia la conquista de su plenitud. Ella, la
Mujer nueva, está junto a Cristo, el Hombre nuevo,
en cuyo misterio solamente encuentra verdadera luz
el misterio del hombre, (124) como prenda y garantía
de que en una simple criatura —es decir, en Ella— se
ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para
la salvación de todo hombre. Al hombre
contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la
angustia y la esperanza, postrado por la sensación
de su limitación y asaltado por aspiraciones sin
confín, turbado en el ánimo y dividido en el
corazón, la mente suspendida por el enigma de la
muerte, oprimido por la soledad mientras tiende
hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y
hastío, la Virgen, contemplada en su vicisitud
evangélica y en la realidad ya conseguida en la
Ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una
palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza
sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad,
de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la
belleza sobre el tedio y la náusea, de las
perspectivas eternas sobre las temporales, de la
vida sobre la muerte.
Sean el sello de nuestra
Exhortación y una ulterior prueba del valor pastoral
de la devoción a la Virgen para conducir los hombres
a Cristo las palabras mismas que Ella dirigió a los
siervos de las bodas de Caná: "Haced lo que El os
diga" (Jn 2, 5); palabras que en apariencia se
limitan al deseo de poner remedio a la incómoda
situación de un banquete, pero que en las
perspectivas del cuarto Evangelio son una voz que
aparece como una resonancia de la fórmula usada por
el Pueblo de Israel para ratificar la Alianza del
Sinaí (cf. Ex 19, 8; 24, 3.7; Dt 5, 27) o para
renovar los compromisos (cf. Jos 24, 24; Esd 10, 12;
Neh 5, 12) y son una voz que concuerda con la del
Padre en la teofanía del Tabor: "Escuchadle" (Mt 17,
5).
58. Hemos tratado
extensamente, venerables Hermanos, de un culto
integrante del culto cristiano: la veneración a la
Madre del Señor. Lo pedía la naturaleza de la
materia, objeto de estudio, de revisión y también de
cierta perplejidad en estos últimos años. Nos
conforta pensar que el trabajo realizado, para poner
en práctica las normas del Concilio, por parte de
esta Sede Apostólica y por vosotros mismos —la
instauración litúrgica, sobre todo— será una válida
premisa para un culto a Dios Padre, Hijo y Espíritu,
cada vez más vivo y adorador y para el crecimiento
de la vida cristiana de los fieles; es para Nos
motivo de confianza el constatar que la renovada
Liturgia romana constituye -aun en su conjunto- un
fúlgido testimonio de la piedad de la Iglesia hacia
la Virgen; Nos sostiene la esperanza de que serán
sinceramente aceptadas las directivas para hacer
dicha piedad cada vez más transparente y vigorosa;
Nos alegra finalmente la oportunidad que el Señor
nos ha concedido de ofrecer algunos principios de
reflexión para una renovada estima por la práctica
del santo Rosario. Consuelo, confianza, esperanza,
alegría que, uniendo nuestra voz a la de la Virgen
—como suplica la Liturgia romana —, (125) deseamos
traducir en ferviente alabanza y reconocimiento al
Señor.
Mientras deseamos, pues,
hermanos carísimos, que gracias a vuestro empeño
generoso se produzca en el clero y pueblo confiado a
vuestros cuidados un incremento saludable en la
devoción mariana, con indudable provecho para la
Iglesia y la sociedad humana, impartimos de corazón
a vosotros y a todos los fieles encomendados a
vuestra solicitud pastoral una especial Bendición
Apostólica.
Dado en Roma, junto a San
Pedro, el día 2 de febrero, Fiesta de la
Presentación del Señor, del año 1974, undécimo de
Nuestro Pontificado.
PAULUS P. P. VI
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NOTAS
1. Cf. Lactantius, Divinae
Institutiones IV, 3, 6-10: CSEL 19, 6. 279.
2. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
nn. 1-3, 11, 21, 48: AAS 56 (1964), pp. 97-98,
102-103, 105-106, 113.
3. Conc. Vat. II, Const. sobre
la Sagrada Liturgia, Sacrosactum Concilium, n. 103;
AAS 56 (1964), p.125.
4. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium n.66: AAS 57
(1965), p.65.
5. Ibid.
6. Misa votiva de B. Maria
Virgine Ecclesiae Matre, Praefatio
7. Cf, Conc, Vat. II, Const.
Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 66-67;
AAS (1965), pp. 65-66; Const. Sobre la Sagrada
Liturgia, Sacrosanctum Concilium , n. 103 AAS 56
(1964), p.125
8. Cf. Exhortación Apostólica,
Signum magnum; AAS 59 (1967), pp. 465-475.
9. Cf. Conc. Vat. II, Const.
Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 3; AAS 56 (1964), p. 98.
10. Cf. Conc. Vat. II, ibid.,
n. 102; AAS 56 (1964), p. 125.
11. Cf. Missale Romanum ex
Decr. Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum,
auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, de. Typica,
MCMLXX, di 8 Decembris, Praefatio.
12. Missale Romanum ex Decr.
Sacr. Oec. Conc. Vat II instauratum auctoritate
Pauli PP. VI promulgatum. Ordo Lectionum Missae, de.
Typica, MCMLXIX, p. 8: Lectio I (Anno A: Is 7,10-14:
"Ecce Virgo concipiet"; Anno B: 2 Sam 7,1-5, 8b-11,
16: "Regnum David erit usque in aeternum ante faciem
Domini"; Anno C: Mich 5,2-5a (Hebr. 1-4a): "Ex te
egredietur dominator in Israel").
13. Ibid, p.8: Evangelium (Anno
A; Mt 1,18-24: "Iesus nascetur de Mara, desponsata
Ioseph, fili David"; Anno B: LC 1,26-38: "Ecce
concipies in utero et paries filium"; Anno C: Lc
1,39-45: "Unde hoc mihi ut veniat mater Domini mei
ad me?").
14. Cf. Missale Romanum,
Praefatio de Adventu, II.
15. Missale Romanum, Ibid.
16. Missale Romanum, Prex
Eucharistica I, Communicantes in Nativitate Domini
et per octavam.
17. Missale Romanum, die 1
Ianuarii, Ant. Ad introitum et Collecta.
18. Cf. Missale Romanum, die
22 Augusti, Collecta
19. Missale Romanum, die 8
Septembirs, Post communionem.
20. Missale Romanum, die 31
Maii, Collecta.
21. Cf. Ibid., Collecta et
Super Oblata.
22. Missale Romanum, die 15
Septembirs, Collecta.
23. Cf. N.1, p.16.
24. Entre las numerosas
Anáforas, cf. Las siguientes, que gozan de
particular venración entre los Orientales: Anaphora
Mar ci Evangelistae: Prex Eucharistica, de. A.
Hanggi-I Pahl. Fritris Domini graeca, ibid., p. 257;
Anaphora Ionnis Chrysostomi, ibid., p. 229.
25. Cf. Missale Romanum, die 8
Decembris, Praefatio.
26. Cf. Missale Romanum, die
15 Augusti, praefatio.
27. Cf. Missale Romanum, die 1
Iianuarii, Post Communionem.
28. Cf. Missale Romanum,
Commune B. Mariae Virginis, 6. Tempore paschali,
Collecta.
29. Missale Romanum, die 15
Septembirs, Collecta.
30. Missale Romanum, die 31
Maii, Collecta. En la misma línea el Praefatio de B.
María Virgine, II: "Realmente es justo y
necesario... en esta conmemoraión de la Santísima
Virgen María, proclamar tu amor por nosotros con su
mismo cántico de alabanza".
31. Cf. Ordo Lectionum Missae,
Dom. III Adventus (Anno C: sSoph 3, 14-18a); Dom. IV
Adventus (cf. Supra ad n.12); Dom. Infra Oct.
Nativitatis (Anno A: Mt 2,13-15, 19-23; Anno B: Lc
2,22-40; Anno C: Lc 2,41-52); Dom. II post
Nativitatem (Jn 1,1-18); Dom. VII Paschae (Anno A:
Act1,12-14); Dom. II per annum (Anno C: Jn 2,1-12);
Dom. X per annum (Anno B: Gén 3,9-15); Dom. XIV per
annum (Anno B: Mc 6,1-6).
32. Cf. Ordo Lectionum Missae,
Pro catechumenatu et baptismo adultorum, Ad
traditionem Orationis Dominicae (Lectio II, 2: Gál
4,4-7); Ad Initiatioem christianam extra Vigiliam
paschalem (Evang., 7: In 1,1-5, 9-14, 16-18); Pro
nuptiis (Evang., 7: Jn 2,1-11); Pro consecratione
virginum et professione reliosa (Lectio 1,7: Is 61,
9-11; Evang., 6: Mc 3, 31-35; Lc 1, 26-28 (cf. Ordo
consecrationis virginum, n. 130: Ordo professionis
religiosae, Pars altera, n. 145)).
33. Cf. Ordo Lectionum Missae,
Pro profugis et exsulibus (Evang., 1: Mt 2, 13-15,
19-23); Pro gratiarum actione (Lectio 1,4: Soph 3,
14-15).
34. La Divina Commedia,
Paradiso XXXIII, 1-9; cf. Liturgia Horarum, Memoria
Sanctae Mariae in Sabbato, ad Officium Lectionis,
Hymnus.
35. Cf. Ordo Baptismi
parvulorum, n. 48; Ordo initiationis christianae
adultorum, n. 214.
36. Cf. Rituale Romanum, Tit.
VII, cap. III, De benedictione mulieris post partum.
37. Cf. Ordo professionis
religiosae, Pars Prior, nn. 57 et 67.
38. Cf. Ordo consecrationis
virginum, n. 16.
39. Cf. Ordo professionis
religiosae, Pars Prior, nn. 62 et 142; Pars Altera,
nn. 67 et 158; Ordo consecrationis virginum, nn. 18
et 20).
40. Cf. Ordo unctionis
infirmorum corumque pastoralis corae, nn. 143, 146,
147, 150.
41. Cf. Misale Romanum, Missae
defunctorum Pro defunctis fratribus, propinquis et
benefactoribus, Collecta.
42. Cf. Ordo exsequiarum,
n.226.
43. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57
(1965), p. 64.
44. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 7: AAS 56 (1964), pp. 100-101.
45. Sermo 215, 4: PL 38, 1074.
46. Ibid.
47. Cf. Conc. Vat. II, Const.
Dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 21:
AAS 58 (1966), pp. 827-828.
48. Cf. Adversus haereses IV,
7, 1: PG 7, 1: 990-991; S. Ch. 100, t. III, pp.
454-458.
49. Adversus haereses III, 10,
2: PG 7, 1, 873; S. Ch. 34, p. 164.
50. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57
(1965), p. 63.
51. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, n.
83: AAS 56 (1964), p.121.
52. Conc. Vat. II, Const. dogm.
sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 63: AAS 57
(1965), p. 64.
53. Ibid., n. 64: AAS 57
(1965), p. 64.
54. Tractatus XXV (In
Nativitate Domini), 5: CCL 138, p.123; S. Ch. 22
bis, p. 132; cf. también Tractatus XXIX (In
Nativitate Domini), 1: CCL ibid., p.147; S. Ch. ibid.,
p. 178; Tractatus LXIII (De Passione Domini) 6: CCL
ibid., p. 386; S. Ch. 74, p. 82.
55. M. Ferotin, Le "Liber
Mozarabicus Sacramentorum", col. 56.
56. In purificatione B. Mariae,
Sermo III, 2: PL 183, 370; Sancti Bernardi Opera, ed.
J. Leclereq-H Rochais, IV Romae 1966, p. 342.
57. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 57; AAS 57
(1965), p. 61.
58. Ibid., n.58; AAS 57
(1965), p.61.
59. Cf. Pius XII, Carta
Encíclica, Mystici Corporis: AAS 35 (1943), p. 247.
60. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 47; AAS 56 (1964), p. 113.
61. Cf. ibid., nn. 102 y 106;
AAS 56 (1964), pp. 125 y 126.
62. "...Acuérdate de todos
aquellos que te agradaron en esa vida, de los santos
padres, de los patriarcas, de los profetas, de los
apóstoles (...) y de la santa y gloriosa Madre de
Dios, María, y de todos los santos (...) que se
acuerden ellos de nuestra miseria y pobreza y te
ofrezcan junto con nosotros este tremendo e
incruento sacrificio": Anaphora Iacobi fratris
Domini syriaca: Prex Eucharistica, ed. A. Hanggi-I
Pahl, Fribourg, Editions Universitaires, 1968, p.
274.
63. Expositio Evangelii
secundum Lucam, II, 26: CSEL 32, IV, p. 55, S. Ch.
45, pp. 83-84.
64. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 62: AAS 57
(1965), p. 63.
65. Conc. Vat. II, Const.
Sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosantum Concilium, n.
103: AAS 56 (1964), p. 125.
66. Const. Vat. II, Const.
Dogm. sobre la Iglesia. Lumen gentium, n. 67: AAS 57
(1965), p. 65.
67.. Cf. Ibid., n. 67; AAS 57
(1965), p. 65-66.
68.. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 104; AAS 56 (1964), pp. 125-126.
69.. Cf. Conc. Vat. II,
Const.dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66;
AAS 57 (1965), p. 65.
70.. Cf. Paulus VI, Alocución
pronunciada el día 24 de Abril de 1970 en el
Santuario de "Nostra Signora di Bonaria" en Cagliari;
ASS 62 (1970), p. 300.
71.. Pius IX, Carta
Apostólica, Ineffabilis Deus: Pii IX Pontificis
Maximi Acta, I, 1, Romae 1854, p. 599; cf. también
V. Sardi, La Solenne definizione del dogma dell
Immacolato concepimento di Maria Santissima, Atti e
documenti..., Roma 1904-1905, vol. II, p. 302.
72.. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 66; AAS 57
(1965), p. 65.
73.. S. Hildelfonsus, De
virginitate perpetua sanctae Mariae Cap. XII; PL 96,
108.
74.. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 56; AAS 57
(1965), p. 60 y los autores citados en la
correspondiente nota 176.
75.. Cf. S. Ambrosius, De
Spiritu Sancto II, 37-38; CSEL 79, pp. 100-101;
Cassianus, De Incarnatione Domini II, Cap. II; CSEL
17, pp. 247-249; S. Beda, Homilia I, 3; CCL 122, p.
18 y p. 20.
76.. Cf. S. Ambrosius, De
institutione virginis, Cap. XII, 79; PL 16 (ed.
1880), 339; Epistula 30, 3 et Epistula 42, 7; ibid.,
1107 et 1175; Expositio evangelii secundum Lucam X,
132: S. Ch. 52, p. 200; S. Proclus
Constantinopolitanus, Oratio I,1 et Oratio V,3: PG
65, 681,et 720; S. Basilius Celeucensis, Oratio
XXXIX, 3; PG 85, 433; S. Andreas Cretensis Oratio IV,
PG 97, 868; S. Germanus Constantinopolitanus, Oratio
III, 15; PC 98, 305.
77.. Cf. S. Hieronymus,
Adversus Iovinianun I, 33; PL 23, 267; S. Ambrosius,
Epistula 63, 33; PL 16 (ed. 1880), 1249; De
institutione virginis, cap. XVII, 195; ibid., 346;
De Spiritu Sancto III, 79-80; CSEL 79, pp. 182-183;
Sedulius, Hymnus "A solis ortus cardini", vv. 13-14;
CSEL 10, p. 164; Hymnus Acathistos, str. 23; ed. I.
B. Pietra, Analecta Sacra, I, p. 261; S. Proclus
Constantinopolitanus, Oratio I, 3; PG 65, 684;
Oratio II, 6; ibid., 700; S. Basilius Seleucencis,
Oratio IV; PG 97, 868; S. Ioannes Damascenus, Oratio
VI, 10; PG 96, 677.
78. Cf. Severus Antiochenus,
Homilia 57; PO 8, pp. 357-358; Hesychius
Hierosolymitanus, Homilia de sancta Maria Deipara;
PG 93, 1464; Chrysippus Hierosolymitanus, Oratio in
sanctam Mariam Deiparam, 2; PO 19, p.338; S. Andreas
Cretensis, Oratio V; PG 97, 896; S. Ioannes
Damascenus, Oratio VI, 6; PG 96, 672.
79. Liber Apotheosis, vv.
571-572; CCL 126, p.97.
80. Cf. S. Isidorus, De ortu
et obitu Patrum, cap. LXVII, 111; PL 83, 184; S.
Hildefonsus, De virginitate perpetua sanctae Mariae,
cap. X; PL 96, 95; S. Bernardus, In Assumptione B.
Virginis Mariae, Sermo IV, 4; PL 183, 428; In
Nativitate B. Virginis Mariae; ibid., 442; S. Petrus
Damianus, Carmina sacra et preces II, Oratio ad Deum
Filium; PL 145, 921; Antiphona "Beata Dei Genitrix
Maria"; Corpus antiphonialium Officii, ed. R. J.
Hesbert, Roma 1970, vol. IV, n. 6314, p.80.
81.. Cf. Paulus Diaconus
Homilia I, In Assumptione B. Mariae Virginis; PL 95,
1567; De Assumptione sanctae Mariae Virginis
Paschasio Radberto trib., nn. 31, 42, 57, 83; ed. A.
Ripberger, in "Spicilegium Friburgense", n. 9, 1962,
72, 76, 84, 96-97; Eadmerus Cantauriensis De
excellentia Virginis Mariae, cap. IV-V; PL 159,
562-567; S. Bernardus, In laudibus Virginis Matris,
Homilia IV, 3; Sancti Bernardi Opera, ed. J.
Leclereq-H. Rochais, IV, Romanae 1966, pp. 49-50.
82. Cf. Origenes, In Lucam
Homilia VII, 3; PG 13, 1817; S. Ch. 87, p. 156; S.
Cyrillus Alexandrinus, Comentarius in Aggaeum
prophetam, cap. XIX; PG 71, 1060; S. Ambrosius, De
fide IV, 9, 113-114; CSEL 78, pp. 197-198; Expositio
Evangelii secundum Lucam II, 23-27-28; CSEL 32, IV,
pp. 53-54 et 55-56; Severianus Gabalensis, In mundi
creationem oratio VI, 10; PG 56, 497-498; Antipater
Bostrensis, Homilia in Sanctissimae Deiparae
Annunciationem, 16; PG 85, 1785.
83. Cf. Eadmerus Cantuariensis,
De excellentia Virginis Mariae, cap. VII; PL 159,
571; S. Amedeus Lausannensis, De Maria Virgine Matre,
Homilia VII; PL 188, 1337; S. Ch. 72, p. 184.
84. De virginitate perpetua
sanctae Mariae, cap. XII; PL 96, 106.
85. Conc. Vat. II, Const. Dogm.
Sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 54; AAS 57
(1965), p. 59. Cf. Paulo VI, Alocución a los Padres
Conciliares, en la clausura de la segunda sesión del
Concilio Ecuménico Vaticano II, 4 diciembre 1963:
AAS 56 (1964), p. 37.
86. Cf. Conc. Vat. II, Const.
Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 6, 7-8,
9-17; AAS 57 (1965), pp. 8-9, 9-12, 12-21.
87. Ibid., n. 63; AAS 57
(1865), p. 64.
88. S. Cyprianus, De
Catholicae Ecclesiae unitate, 5; CSEL 3, p. 214.
89. Isaac De Stella, Sermo LI.
In Assumtione B. Mariae; PL 194, 1863.
90. Sermo XXX, 7; S. Ch. 164,
p. 134.
91. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, nn. 66-69;
AAS 57 (1965), pp. 65-67.
92. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la divina Revelación, Dei Verbum, n. 25;
AAS 58 (1966), pp. 829-830.
93. Cf. Conc. Vat. II, Const.
sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium,
n. 13; AAS 56 (1964), p.103.
94. Cf. Officium magni canonis
paracletici, Magnum Orologion, Athenis 1963, p. 558;
passim en los cánones y en los troparios litúrgicos;
cf. Sofonio Eustradiadou. Theotokarion, Chenneviéres
sur Marne 1931, pp. 9-19.
95. Cf. Conc. Vat II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 69; AAS 57
(1965), pp. 66-67.
96. Cf. Ibid., n. 66; AAS 57
(1965), p. 65; Const. sobre la Sagrada Liturgia,
Sacrosanctum Concilium, n. 103; AAS 56 (1964), p.
125.
97. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57
(1965), pp. 65-66.
98. Ibid., n. 66; AAS 57
(1965), p. 65.
99. Cf. Pablo VI, Alocución a
los Padres Conciliares en la Basílica Vaticana, el
día 21 de noviembre de 1964; ASS 56 (1964), p. 1017.
100. Conc. Concilio Vat. II,
Decr. Sobre el Ecumenismo, Unitatis redintegratio,
n. 20; AAS 57 (1965), p.105.
101.Carta Encíclica,
Adiutricem populi; AAS 28 (1895-1896), p.135.
102. Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, 56; AAS 57
(1965), p.60.
103. S. Petrus Chrysologus,
Sermo CXLIII; PL 52, 583.
104. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.55; AAS 57
(1965), pp. 59-60.
105. Cf. Pablo VI, Exhortación
Apostólica, Signum magnum I; AAS 59 (1967), pp.
467-468; Missale Romanum, die 15 Septembris, Super
oblata.
106. Const. dogm. sobre la
Iglesia, Lumen gentium, n. 67; AAS 57 (1965), pp.
65-66.
107.Cf. Augustinus, In
Iohannis Evangelium, Tractatus X, 3; CCL 56,
pp.101-102; Epistula 243, Ad laetum, n. 9; CSEL 57,
pp. 575-576; S. Beda, In Lucae Evangelium expositio,
IV, XI, 28; CCL 120, p.237; Homilia I, 4: CCL 122,
pp. 26-27.
108.Cf. Conc. Vat. II, Const.
dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n. 58; AAS 57
(1965), p. 61.
09. Missale Romanum, Dominica
IV Adventus, Collecta. Análogamente la Collecta del
25 de marzo, que en el rezo del Angelus puede
sustituir a la precedente.
110. Pius XII, Epistula
Philippinas Insulas ad Archiepiscopum Manilensem:
AAS 38 (1946), p. 419.
111. Cf. Discurso a los
participantes al II Congreso Internacional
Dominicano del Rosario; Insegnamenti di Paolo VI,
(1963), pp.463-464. 112. Cf. AAS 58 (1966), pp.
745-749.
113. Cf. AAS 61 (1969), pp.
649-654.
114. Cf. n. 13; AAS 56 (1964),
p. 103.
115. Decr. sobre el apostolado
de los seglares. Apostolicam actuositatem, n. 11;
AAS 58 (1966), p. 848.
116. Conc. Vat. II, Const.
Dogm. sobre la Iglesia, Lumen gentium, n.11; AAS 57
(1965), p.16.
117. Cf. Conc. Vat. II, Decr.
sobre el apostolado de los seglares, Apostolicam
actuositatem, n.11; AAS 58 (1966), p. 848.
118. N. 27
119.Conc. Vat. II, Const. Dogm.
Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, n. 53: AAS 57
(1965), pp. 58-59.
120.La Divina Comedia,
Paradiso XXXIII, 4-6.
121.Cf. Conc. Vat. II, Const.
Dogm. Sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nn. 60-63;
AAS 57 (1965), pp. 62-64.
122.Cf. Ibid., n. 65: AAS 57
(1965), pp. 64-65.
123.Ibid., n. 65: AAS 57
(1965), p. 64.
124.Cf. Conc. Vat. II, Const.
Past. Sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium
el spes, n. 22: AAS 58 (1966), pp. 1042-1044.
125.Cf. Missale Romanum, die
31 Maii, Collecta