CARTA APOSTÓLICA
ROSARIUM VIRGINIS MARIAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO
Y A LOS FIELES
SOBRE EL SANTO ROSARIO
INTRODUCCIÓN
1. El Rosario de la Virgen María, difundido
gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del
Espíritu de Dios, es una oración apreciada por
numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En
su sencillez y profundidad, sigue siendo también en
este tercer Milenio apenas iniciado una oración de
gran significado, destinada a producir frutos de
santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual
de un cristianismo que, después de dos mil años, no
ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se
siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar
adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún,
'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador,
«el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin
de la historia humana, el punto en el que convergen
los deseos de la historia y de la civilización».1
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su
carácter mariano, es una oración centrada en la
cristología. En la sobriedad de sus partes,
concentra en sí la profundidad de todo el mensaje
evangélico, del cual es como un compendio.2 En él
resuena la oración de María, su perenne Magnificat
por la obra de la Encarnación redentora en su seno
virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de
María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y
a experimentar la profundidad de su amor. Mediante
el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias,
como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre
del Redentor.
Los Romanos Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le han atribuido gran importancia
muchos de mis Predecesores. Un mérito particular a
este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de
septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi
apostolatus officio,3 importante declaración con la
cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta
oración, indicándola como instrumento espiritual
eficaz ante los males de la sociedad. Entre los
Papas más recientes que, en la época conciliar, se
han distinguido por la promoción del Rosario, deseo
recordar al Beato Juan XXIII4 y, sobre todo, a
PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis
cultus, en consonancia con la inspiración del
Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico
del Rosario y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de
exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta
oración ha tenido un puesto importante en mi vida
espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha
recordado mucho mi reciente viaje a Polonia,
especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El
Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría
y en los de tribulación. A él he confiado tantas
preocupaciones y en él siempre he encontrado
consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre
de 1978, dos semanas después de la elección a la
Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé
así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria
maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su
profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es,
en cierto modo, un comentario-oración sobre el
capítulo final de la Constitución Lumen gentium del
Vaticano II, capítulo que trata de la presencia
admirable de la Madre de Dios en el misterio de
Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo
de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los
episodios principales de la vida de Jesucristo. El
Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos,
dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital
con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de
su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede
incluir en estas decenas del Rosario todos los
hechos que entraman la vida del individuo, la
familia, la nación, la Iglesia y la humanidad.
Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de
las personas más cercanas o que llevamos más en el
corazón. De este modo la sencilla plegaria del
Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».5
Con estas palabras, mis queridos Hermanos y
Hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en
el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del
vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de
Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he
recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario
en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo
elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras
de su Madre Santísima, bajo cuya protección he
puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!
Octubre 2002 - Octubre 2003: Año del Rosario
3. Por eso, de acuerdo con las consideraciones
hechas en la Carta apostólica Novo millennio
ineunte, en la que, después de la experiencia
jubilar, he invitado al Pueblo de Dios « a caminar
desde Cristo »,6 he sentido la necesidad de
desarrollar una reflexión sobre el Rosario, en
cierto modo como coronación mariana de dicha Carta
apostólica, para exhortar a la contemplación del
rostro de Cristo en compañía y a ejemplo de su
Santísima Madre. Recitar el Rosario, en efecto, es
en realidad contemplar con María el rostro de
Cristo. Para dar mayor realce a esta invitación, con
ocasión del próximo ciento veinte aniversario de la
mencionada Encíclica de León XIII, deseo que a lo
largo del año se proponga y valore de manera
particular esta oración en las diversas comunidades
cristianas. Proclamo, por tanto, el año que va de
este octubre a octubre de 2003 Año del Rosario.
Dejo esta indicación pastoral a la iniciativa de
cada comunidad eclesial. Con ella no quiero
obstaculizar, sino más bien integrar y consolidar
los planes pastorales de las Iglesias particulares.
Confío que sea acogida con prontitud y generosidad.
El Rosario, comprendido en su pleno significado,
conduce al corazón mismo del vida cristiana y ofrece
una oportunidad ordinaria y fecunda espiritual y
pedagógica, para la contemplación personal, la
formación del Pueblo de Dios y la nueva
evangelización. Me es grato reiterarlo recordando
con gozo también otro aniversario: los 40 años del
comienzo del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 de
octubre de 1962), el «gran don de gracia» dispensada
por el espíritu de Dios a la Iglesia de nuestro
tiempo.7
Objeciones al Rosario
4. La oportunidad de esta iniciativa se basa en
diversas consideraciones. La primera se refiere a la
urgencia de afrontar una cierta crisis de esta
oración que, en el actual contexto histórico y
teológico, corre el riesgo de ser infravalorada
injustamente y, por tanto, poco propuesta a las
nuevas generaciones. Hay quien piensa que la
centralidad de la Liturgia, acertadamente subrayada
por el Concilio Ecuménico Vaticano II, tenga
necesariamente como consecuencia una disminución de
la importancia del Rosario. En realidad, como
puntualizó Pablo VI, esta oración no sólo no se
opone a la Liturgia, sino que le da soporte, ya que
la introduce y la recuerda, ayudando a vivirla con
plena participación interior, recogiendo así sus
frutos en la vida cotidiana.
Quizás hay también quien teme que pueda resultar
poco ecuménica por su carácter marcadamente mariano.
En realidad, se coloca en el más límpido horizonte
del culto a la Madre de Dios, tal como el Concilio
ha establecido: un culto orientado al centro
cristológico de la fe cristiana, de modo que
«mientras es honrada la Madre, el Hijo sea
debidamente conocido, amado, glorificado».8
Comprendido adecuadamente, el Rosario es una ayuda,
no un obstáculo para el ecumenismo.
Vía de contemplación
5. Pero el motivo más importante para volver a
proponer con determinación la práctica del Rosario
es por ser un medio sumamente válido para favorecer
en los fieles la exigencia de contemplación del
misterio cristiano, que he propuesto en la Carta
Apostólica Novo millennio ineunte como verdadera y
propia 'pedagogía de la santidad': «es necesario un
cristianismo que se distinga ante todo en el arte de
la oración».9 Mientras en la cultura contemporánea,
incluso entre tantas contradicciones, aflora una
nueva exigencia de espiritualidad, impulsada también
por influjo de otras religiones, es más urgente que
nunca que nuestras comunidades cristianas se
conviertan en «auténticas escuelas de oración».10
El Rosario forma parte de la mejor y más reconocida
tradición de la contemplación cristiana. Iniciado en
Occidente, es una oración típicamente meditativa y
se corresponde de algún modo con la «oración del
corazón», u «oración de Jesús», surgida sobre el
humus del Oriente cristiano.
Oración por la paz y por la familia
6. Algunas circunstancias históricas ayudan a dar un
nuevo impulso a la propagación del Rosario. Ante
todo, la urgencia de implorar de Dios el don de la
paz. El Rosario ha sido propuesto muchas veces por
mis Predecesores y por mí mismo como oración por la
paz. Al inicio de un milenio que se ha abierto con
las horrorosas escenas del atentado del 11 de
septiembre de 2001 y que ve cada día en muchas
partes del mundo nuevos episodios de sangre y
violencia, promover el Rosario significa sumirse en
la contemplación del misterio de Aquél que «es
nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno,
derribando el muro que los separaba, la enemistad»
(Ef 2, 14). No se puede, pues, recitar el Rosario
sin sentirse implicados en un compromiso concreto de
servir a la paz, con una particular atención a la
tierra de Jesús, aún ahora tan atormentada y tan
querida por el corazón cristiano.
Otro ámbito crucial de nuestro tiempo, que requiere
una urgente atención y oración, es el de la familia,
célula de la sociedad, amenazada cada vez más por
fuerzas disgregadoras, tanto de índole ideológica
como práctica, que hacen temer por el futuro de esta
fundamental e irrenunciable institución y, con ella,
por el destino de toda la sociedad. En el marco de
una pastoral familiar más amplia, fomentar el
Rosario en las familias cristianas es una ayuda
eficaz para contrastar los efectos desoladores de
esta crisis actual.
« ¡Ahí tienes a tu madre! » (Jn 19, 27)
7. Numerosos signos muestran cómo la Santísima
Virgen ejerce también hoy, precisamente a través de
esta oración, aquella solicitud materna para con
todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco
antes de morir, le confió en la persona del
discípulo predilecto: «¡Mujer, ahí tienes a tu
hijo!» (Jn 19, 26). Son conocidas las distintas
circunstancias en las que la Madre de Cristo, entre
el siglo XIX y XX, ha hecho de algún modo notar su
presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a
recurrir a esta forma de oración contemplativa.
Deseo en particular recordar, por la incisiva
influencia que conservan en el vida de los
cristianos y por el acreditado reconocimiento
recibido de la Iglesia, las apariciones de Lourdes y
Fátima,11 cuyos Santuarios son meta de numerosos
peregrinos, en busca de consuelo y de esperanza.
Tras las huellas de los testigos
8. Sería imposible citar la multitud innumerable de
Santos que han encontrado en el Rosario un auténtico
camino de santificación. Bastará con recordar a san
Luis María Grignion de Montfort, autor de un
preciosa obra sobre el Rosario12 y, más cercano a
nosotros, al Padre Pío de Pietrelcina, que
recientemente he tenido la alegría de canonizar. Un
especial carisma como verdadero apóstol del Rosario
tuvo también el Beato Bartolomé Longo. Su camino de
santidad se apoya sobre una inspiración sentida en
lo más hondo de su corazón: « ¡Quien propaga el
Rosario se salva! ».13 Basándose en ello, se sintió
llamado a construir en Pompeya un templo dedicado a
la Virgen del Santo Rosario colindante con los
restos de la antigua ciudad, apenas influenciada por
el anuncio cristiano antes de quedar cubierta por la
erupción del Vesuvio en el año 79 y rescatada de sus
cenizas siglos después, como testimonio de las luces
y las sombras de la civilización clásica.
Con toda su obra y, en particular, a través de los
«Quince Sábados», Bartolomé Longo desarrolló el
meollo cristológico y contemplativo del Rosario, que
ha contado con un particular aliento y apoyo en León
XIII, el «Papa del Rosario».
CAPÍTULO I
CONTEMPLAR A CRISTO
CON MARÍA
Un rostro brillante como el sol
9. «Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se
puso brillante como el sol» (Mt 17, 2). La escena
evangélica de la transfiguración de Cristo, en la
que los tres apóstoles Pedro, Santiago y Juan
aparecen como extasiados por la belleza del
Redentor, puede ser considerada como icono de la
contemplación cristiana. Fijar los ojos en el rostro
de Cristo, descubrir su misterio en el camino
ordinario y doloroso de su humanidad, hasta percibir
su fulgor divino manifestado definitivamente en el
Resucitado glorificado a la derecha del Padre, es la
tarea de todos los discípulos de Cristo; por lo
tanto, es también la nuestra. Contemplando este
rostro nos disponemos a acoger el misterio de la
vida trinitaria, para experimentar de nuevo el amor
del Padre y gozar de la alegría del Espíritu Santo.
Se realiza así también en nosotros la palabra de san
Pablo: «Reflejamos como en un espejo la gloria del
Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen
cada vez más: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu» (2 Co 3, 18).
María modelo de contemplación
10. La contemplación de Cristo tiene en María su
modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece
de un modo especial. Ha sido en su vientre donde se
ha formado, tomando también de Ella una semejanza
humana que evoca una intimidad espiritual
ciertamente más grande aún. Nadie se ha dedicado con
la asiduidad de María a la contemplación del rostro
de Cristo. Los ojos de su corazón se concentran de
algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo
concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses
sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar
sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus
ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro
del Hijo, cuando lo «envolvió en pañales y le acostó
en un pesebre» (Lc 2, 7).
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración
y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces
una mirada interrogadora, como en el episodio de su
extravío en el templo: « Hijo, ¿por qué nos has
hecho esto? » (Lc 2, 48); será en todo caso una
mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de
Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y
presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2,
5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo
bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido,
la mirada de la 'parturienta', ya que María no se
limitará a compartir la pasión y la muerte del
Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el
discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19,
26-27); en la mañana de Pascua será una mirada
radiante por la alegría de la resurrección y, por
fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu
en el día de Pentecostés (cf. Hch 1, 14).
Los recuerdos de María
11. María vive mirando a Cristo y tiene en cuenta
cada una de sus palabras: « Guardaba todas estas
cosas, y las meditaba en su corazón » (Lc 2, 19; cf.
2, 51). Los recuerdos de Jesús, impresos en su alma,
la han acompañado en todo momento, llevándola a
recorrer con el pensamiento los distintos episodios
de su vida junto al Hijo. Han sido aquellos
recuerdos los que han constituido, en cierto
sentido, el 'rosario' que Ella ha recitado
constantemente en los días de su vida terrenal.
Y también ahora, entre los cantos de alegría de la
Jerusalén celestial, permanecen intactos los motivos
de su acción de gracias y su alabanza. Ellos
inspiran su materna solicitud hacia la Iglesia
peregrina, en la que sigue desarrollando la trama de
su 'papel' de evangelizadora. María propone
continuamente a los creyentes los 'misterios' de su
Hijo, con el deseo de que sean contemplados, para
que puedan derramar toda su fuerza salvadora. Cuando
recita el Rosario, la comunidad cristiana está en
sintonía con el recuerdo y con la mirada de María.
El Rosario, oración contemplativa
12. El Rosario, precisamente a partir de la
experiencia de María, es una oración marcadamente
contemplativa. Sin esta dimensión, se
desnaturalizaría, como subrayó Pablo VI: «Sin
contemplación, el Rosario es un cuerpo sin alma y su
rezo corre el peligro de convertirse en mecánica
repetición de fórmulas y de contradecir la
advertencia de Jesús: "Cuando oréis, no seáis
charlatanes como los paganos, que creen ser
escuchados en virtud de su locuacidad" (Mt 6, 7).
Por su naturaleza el rezo del Rosario exige un ritmo
tranquilo y un reflexivo remanso, que favorezca en
quien ora la meditación de los misterios de la vida
del Señor, vistos a través del corazón de Aquella
que estuvo más cerca del Señor, y que desvelen su
insondable riqueza».14
Es necesario detenernos en este profundo pensamiento
de Pablo VI para poner de relieve algunas
dimensiones del Rosario que definen mejor su
carácter de contemplación cristológica.
Recordar a Cristo con María
13. La contemplación de María es ante todo un
recordar. Conviene sin embargo entender esta palabra
en el sentido bíblico de la memoria (zakar), que
actualiza las obras realizadas por Dios en la
historia de la salvación. La Biblia es narración de
acontecimientos salvíficos, que tienen su culmen en
el propio Cristo. Estos acontecimientos no son
solamente un 'ayer'; son también el 'hoy' de la
salvación. Esta actualización se realiza en
particular en la Liturgia: lo que Dios ha llevado a
cabo hace siglos no concierne solamente a los
testigos directos de los acontecimientos, sino que
alcanza con su gracia a los hombres de cada época.
Esto vale también, en cierto modo, para toda
consideración piadosa de aquellos acontecimientos:
«hacer memoria» de ellos en actitud de fe y amor
significa abrirse a la gracia que Cristo nos ha
alcanzado con sus misterios de vida, muerte y
resurrección.
Por esto, mientras se reafirma con el Concilio
Vaticano II que la Liturgia, como ejercicio del
oficio sacerdotal de Cristo y culto público, es «la
cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al
mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su
fuerza»,15 también es necesario recordar que la vida
espiritual « no se agota sólo con la participación
en la sagrada Liturgia. El cristiano, llamado a orar
en común, debe no obstante, entrar también en su
interior para orar al Padre, que ve en lo escondido
(cf. Mt 6, 6); más aún: según enseña el Apóstol,
debe orar sin interrupción (cf. 1 Ts 5, 17) ».16 El
Rosario, con su carácter específico, pertenece a
este variado panorama de la oración 'incesante', y
si la Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia, es
acción salvífica por excelencia, el Rosario, en
cuanto meditación sobre Cristo con María, es
contemplación saludable. En efecto, penetrando, de
misterio en misterio, en la vida del Redentor, hace
que cuanto Él ha realizado y la Liturgia actualiza
sea asimilado profundamente y forje la propia
existencia.
Comprender a Cristo desde María
14. Cristo es el Maestro por excelencia, el
revelador y la revelación. No se trata sólo de
comprender las cosas que Él ha enseñado, sino de
'comprenderle a Él'. Pero en esto, ¿qué maestra más
experta que María? Si en el ámbito divino el
Espíritu es el Maestro interior que nos lleva a la
plena verdad de Cristo (cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16,
13), entre las criaturas nadie mejor que Ella conoce
a Cristo, nadie como su Madre puede introducirnos en
un conocimiento profundo de su misterio.
El primero de los 'signos' llevado a cabo por Jesús
–la transformación del agua en vino en las bodas de
Caná– nos muestra a María precisamente como maestra,
mientras exhorta a los criados a ejecutar las
disposiciones de Cristo (cf. Jn 2, 5). Y podemos
imaginar que ha desempeñado esta función con los
discípulos después de la Ascensión de Jesús, cuando
se quedó con ellos esperando el Espíritu Santo y los
confortó en la primera misión. Recorrer con María
las escenas del Rosario es como ir a la 'escuela' de
María para leer a Cristo, para penetrar sus
secretos, para entender su mensaje.
Una escuela, la de María, mucho más eficaz, si se
piensa que Ella la ejerce consiguiéndonos abundantes
dones del Espíritu Santo y proponiéndonos, al mismo
tiempo, el ejemplo de aquella «peregrinación de la
fe»,17 en la cual es maestra incomparable. Ante cada
misterio del Hijo, Ella nos invita, como en su
Anunciación, a presentar con humildad los
interrogantes que conducen a la luz, para concluir
siempre con la obediencia de la fe: « He aquí la
esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra »
(Lc 1, 38).
Configurarse a Cristo con María
15. La espiritualidad cristiana tiene como
característica el deber del discípulo de
configurarse cada vez más plenamente con su Maestro
(cf. Rm 8, 29; Flp 3, 10. 21). La efusión del
Espíritu en el Bautismo une al creyente como el
sarmiento a la vid, que es Cristo (cf. Jn 15, 5), lo
hace miembro de su Cuerpo místico (cf. 1 Co 12, 12;
Rm 12, 5). A esta unidad inicial, sin embargo, ha de
corresponder un camino de adhesión creciente a Él,
que oriente cada vez más el comportamiento del
discípulo según la 'lógica' de Cristo: «Tened entre
vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2,
5). Hace falta, según las palabras del Apóstol,
«revestirse de Cristo» (cf. Rm 13, 14; Ga 3, 27).
En el recorrido espiritual del Rosario, basado en la
contemplación incesante del rostro de Cristo –en
compañía de María– este exigente ideal de
configuración con Él se consigue a través de una
asiduidad que pudiéramos decir 'amistosa'. Ésta nos
introduce de modo natural en la vida de Cristo y nos
hace como 'respirar' sus sentimientos. Acerca de
esto dice el Beato Bartolomé Longo: «Como dos
amigos, frecuentándose, suelen parecerse también en
las costumbres, así nosotros, conversando
familiarmente con Jesús y la Virgen, al meditar los
Misterios del Rosario, y formando juntos una misma
vida de comunión, podemos llegar a ser, en la medida
de nuestra pequeñez, parecidos a ellos, y aprender
de estos eminentes ejemplos el vivir humilde, pobre,
escondido, paciente y perfecto».18
Además, mediante este proceso de configuración con
Cristo, en el Rosario nos encomendamos en particular
a la acción materna de la Virgen Santa. Ella, que es
la madre de Cristo y a la vez miembro de la Iglesia
como «miembro supereminente y completamente
singular»,19 es al mismo tiempo 'Madre de la
Iglesia'. Como tal 'engendra' continuamente hijos
para el Cuerpo místico del Hijo. Lo hace mediante su
intercesión, implorando para ellos la efusión
inagotable del Espíritu. Ella es el icono perfecto
de la maternidad de la Iglesia.
El Rosario nos transporta místicamente junto a
María, dedicada a seguir el crecimiento humano de
Cristo en la casa de Nazaret. Eso le permite
educarnos y modelarnos con la misma diligencia,
hasta que Cristo «sea formado» plenamente en
nosotros (cf. Ga 4, 19). Esta acción de María,
basada totalmente en la de Cristo y subordinada
radicalmente a ella, «favorece, y de ninguna manera
impide, la unión inmediata de los creyentes con
Cristo».20 Es el principio iluminador expresado por
el Concilio Vaticano II, que tan intensamente he
experimentado en mi vida, haciendo de él la base de
mi lema episcopal: Totus tuus.21 Un lema, como es
sabido, inspirado en la doctrina de san Luis María
Grignion de Montfort, que explicó así el papel de
María en el proceso de configuración de cada uno de
nosotros con Cristo: «Como quiera que toda nuestra
perfección consiste en el ser conformes, unidos y
consagrados a Jesucristo, la más perfecta de la
devociones es, sin duda alguna, la que nos conforma,
nos une y nos consagra lo más perfectamente posible
a Jesucristo. Ahora bien, siendo María, de todas las
criaturas, la más conforme a Jesucristo, se sigue
que, de todas las devociones, la que más consagra y
conforma un alma a Jesucristo es la devoción a
María, su Santísima Madre, y que cuanto más
consagrada esté un alma a la Santísima Virgen, tanto
más lo estará a Jesucristo».22 De verdad, en el
Rosario el camino de Cristo y el de María se
encuentran profundamente unidos. ¡María no vive más
que en Cristo y en función de Cristo!
Rogar a Cristo con María
16. Cristo nos ha invitado a dirigirnos a Dios con
insistencia y confianza para ser escuchados: «Pedid
y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os
abrirá» (Mt 7, 7). El fundamento de esta eficacia de
la oración es la bondad del Padre, pero también la
mediación de Cristo ante Él (cf. 1 Jn 2, 1) y la
acción del Espíritu Santo, que «intercede por
nosotros» (Rm 8, 26-27) según los designios de Dios.
En efecto, nosotros «no sabemos cómo pedir» (Rm 8,
26) y a veces no somos escuchados porque pedimos mal
(cf. St 4, 2-3).
Para apoyar la oración, que Cristo y el Espíritu
hacen brotar en nuestro corazón, interviene María
con su intercesión materna. «La oración de la
Iglesia está como apoyada en la oración de María».23
Efectivamente, si Jesús, único Mediador, es el
Camino de nuestra oración, María, pura transparencia
de Él, muestra el Camino, y «a partir de esta
cooperación singular de María a la acción del
Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la
oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre
la persona de Cristo manifestada en sus
misterios».24 En las bodas de Caná, el Evangelio
muestra precisamente la eficacia de la intercesión
de María, que se hace portavoz ante Jesús de las
necesidades humanas: «No tienen vino» (Jn 2, 3).
El Rosario es a la vez meditación y súplica. La
plegaria insistente a la Madre de Dios se apoya en
la confianza de que su materna intercesión lo puede
todo ante el corazón del Hijo. Ella es «omnipotente
por gracia», como, con audaz expresión que debe
entenderse bien, dijo en su Súplica a la Virgen el
Beato Bartolomé Longo.25 Basada en el Evangelio,
ésta es una certeza que se ha ido consolidando por
experiencia propia en el pueblo cristiano. El
eminente poeta Dante la interpreta estupendamente,
siguiendo a san Bernardo, cuando canta: «Mujer, eres
tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia
y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin
alas».26 En el Rosario, mientras suplicamos a María,
templo del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35), Ella
intercede por nosotros ante el Padre que la ha
llenado de gracia y ante el Hijo nacido de su seno,
rogando con nosotros y por nosotros.
Anunciar a Cristo con María
17. El Rosario es también un itinerario de anuncio y
de profundización, en el que el misterio de Cristoes
presentado continuamente en los diversos aspectos de
la experiencia cristiana. Es una presentación orante
y contemplativa, que trata de modelar al cristiano
según el corazón de Cristo. Efectivamente, si en el
rezo del Rosario se valoran adecuadamente todos sus
elementos para una meditación eficaz, se da,
especialmente en la celebración comunitaria en las
parroquias y los santuarios, una significativa
oportunidad catequética que los Pastores deben saber
aprovechar. La Virgen del Rosario continúa también
de este modo su obra de anunciar a Cristo. La
historia del Rosario muestra cómo esta oración ha
sido utilizada especialmente por los Dominicos, en
un momento difícil para la Iglesia a causa de la
difusión de la herejía. Hoy estamos ante nuevos
desafíos. ¿Por qué no volver a tomar en la mano las
cuentas del rosario con la fe de quienes nos han
precedido? El Rosario conserva toda su fuerza y
sigue siendo un recurso importante en el bagaje
pastoral de todo buen evangelizador.
CAPÍTULO II
MISTERIOS DE CRISTO,
MISTERIOS DE LA MADRE
El Rosario «compendio del Evangelio»
18. A la contemplación del rostro de Cristo sólo se
llega escuchando, en el Espíritu, la voz del Padre,
pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt
11, 27). Cerca de Cesarea de Felipe, ante la
confesión de Pedro, Jesús puntualiza de dónde
proviene esta clara intuición sobre su identidad:
«No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Así
pues, es necesaria la revelación de lo alto. Pero,
para acogerla, es indispensable ponerse a la
escucha: «Sólo la experiencia del silencio y de la
oración ofrece el horizonte adecuado en el que puede
madurar y desarrollarse el conocimiento más
auténtico, fiel y coherente, de aquel misterio».27
El Rosario es una de las modalidades tradicionales
de la oración cristiana orientada a la contemplación
del rostro de Cristo. Así lo describía el Papa Pablo
VI: « Oración evangélica centrada en el misterio de
la Encarnación redentora, el Rosario es, pues,
oración de orientación profundamente cristológica.
En efecto, su elemento más característico –la
repetición litánica del "Dios te salve, María"– se
convierte también en alabanza constante a Cristo,
término último del anuncio del Ángel y del saludo de
la Madre del Bautista: "Bendito el fruto de tu seno"
(Lc 1,42). Diremos más: la repetición del Ave Maria
constituye el tejido sobre el cual se desarrolla la
contemplación de los misterios: el Jesús que toda
Ave María recuerda es el mismo que la sucesión de
los misterios nos propone una y otra vez como Hijo
de Dios y de la Virgen».28
Una incorporación oportuna
19. De los muchos misterios de la vida de Cristo, el
Rosario, tal como se ha consolidado en la práctica
más común corroborada por la autoridad eclesial,
sólo considera algunos. Dicha selección proviene del
contexto original de esta oración, que se organizó
teniendo en cuenta el número 150, que es el mismo de
los Salmos.
No obstante, para resaltar el carácter cristológico
del Rosario, considero oportuna una incorporación
que, si bien se deja a la libre consideración de los
individuos y de la comunidad, les permita contemplar
también los misterios de la vida pública de Cristo
desde el Bautismo a la Pasión. En efecto, en estos
misterios contemplamos aspectos importantes de la
persona de Cristo como revelador definitivo de Dios.
Él es quien, declarado Hijo predilecto del Padre en
el Bautismo en el Jordán, anuncia la llegada del
Reino, dando testimonio de él con sus obras y
proclamando sus exigencias. Durante la vida pública
es cuando el misterio de Cristo se manifiesta de
manera especial como misterio de luz: «Mientras
estoy en el mundo, soy luz del mundo» (Jn 9, 5).
Para que pueda decirse que el Rosario es más
plenamente 'compendio del Evangelio', es conveniente
pues que, tras haber recordado la encarnación y la
vida oculta de Cristo (misterios de gozo), y antes
de considerar los sufrimientos de la pasión
(misterios de dolor) y el triunfo de la resurrección
(misterios de gloria), la meditación se centre
también en algunos momentos particularmente
significativos de la vida pública (misterios de
luz). Esta incorporación de nuevos misterios, sin
prejuzgar ningún aspecto esencial de la estructura
tradicional de esta oración, se orienta a hacerla
vivir con renovado interés en la espiritualidad
cristiana, como verdadera introducción a la
profundidad del Corazón de Cristo, abismo de gozo y
de luz, de dolor y de gloria.
Misterios de gozo
20. El primer ciclo, el de los «misterios gozosos»,
se caracteriza efectivamente por el gozo que produce
el acontecimiento de la encarnación. Esto es
evidente desde la anunciación, cuando el saludo de
Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la
invitación a la alegría mesiánica: «Alégrate,
María». A este anuncio apunta toda la historia de la
salvación, es más, en cierto modo, la historia misma
del mundo. En efecto, si el designio del Padre es de
recapitular en Cristo todas las cosas (cf. Ef 1,
10), el don divino con el que el Padre se acerca a
María para hacerla Madre de su Hijo alcanza a todo
el universo. A su vez, toda la humanidad está como
implicada en el fiat con el que Ella responde
prontamente a la voluntad de Dios.
El regocijo se percibe en la escena del encuentro
con Isabel, dónde la voz misma de María y la
presencia de Cristo en su seno hacen «saltar de
alegría» a Juan (cf. Lc 1, 44). Repleta de gozo es
la escena de Belén, donde el nacimiento del divino
Niño, el Salvador del mundo, es cantado por los
ángeles y anunciado a los pastores como «una gran
alegría» (Lc 2, 10).
Pero ya los dos últimos misterios, aun conservando
el sabor de la alegría, anticipan indicios del
drama. En efecto, la presentación en el templo, a la
vez que expresa la dicha de la consagración y
extasía al viejo Simeón, contiene también la
profecía de que el Niño será «señal de
contradicción» para Israel y de que una espada
traspasará el alma de la Madre (cf. Lc 2, 34-35).
Gozoso y dramático al mismo tiempo es también el
episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece
con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta,
y ejerciendo sustancialmente el papel de quien
'enseña'. La revelación de su misterio de Hijo,
dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia
aquella radicalidad evangélica que, ante las
exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los
más profundos lazos de afecto humano. José y María
mismos, sobresaltados y angustiados, «no
comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50).
De este modo, meditar los misterios «gozosos»
significa adentrarse en los motivos últimos de la
alegría cristiana y en su sentido más profundo.
Significa fijar la mirada sobre lo concreto del
misterio de la Encarnación y sobre el sombrío
preanuncio del misterio del dolor salvífico. María
nos ayuda a aprender el secreto de la alegría
cristiana, recordándonos que el cristianismo es ante
todo evangelion, 'buena noticia', que tiene su
centro o, mejor dicho, su contenido mismo, en la
persona de Cristo, el Verbo hecho carne, único
Salvador del mundo.
Misterios de luz
21. Pasando de la infancia y de la vida de Nazaret a
la vida pública de Jesús, la contemplación nos lleva
a los misterios que se pueden llamar de manera
especial «misterios de luz». En realidad, todo el
misterio de Cristo es luz. Él es «la luz del mundo»
(Jn 8, 12). Pero esta dimensión se manifiesta sobre
todo en los años de la vida pública, cuando anuncia
el evangelio del Reino. Deseando indicar a la
comunidad cristiana cinco momentos significativos
–misterios «luminosos»– de esta fase de la vida de
Cristo, pienso que se pueden señalar: 1. su Bautismo
en el Jordán; 2. su autorrevelación en las bodas de
Caná; 3. su anuncio del Reino de Dios invitando a la
conversión; 4. su Transfiguración; 5. institución de
la Eucaristía, expresión sacramental del misterio
pascual.
Cada uno de estos misterios revela el Reino ya
presente en la persona misma de Jesús. Misterio de
luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él,
mientras Cristo, como inocente que se hace 'pecado'
por nosotros (cf. 2 Co 5, 21), entra en el agua del
río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama
Hijo predilecto (cf. Mt 3, 17 par.), y el Espíritu
desciende sobre Él para investirlo de la misión que
le espera. Misterio de luz es el comienzo de los
signos en Caná (cf. Jn 2, 1-12), cuando Cristo,
transformando el agua en vino, abre el corazón de
los discípulos a la fe gracias a la intervención de
María, la primera creyente. Misterio de luz es la
predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del
Reino de Dios e invita a la conversión (cf. Mc 1,
15), perdonando los pecados de quien se acerca a Él
con humilde fe (cf. Mc 2. 3-13; Lc 47-48), iniciando
así el ministerio de misericordia que Él continuará
ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a
través del sacramento de la Reconciliación confiado
a la Iglesia. Misterio de luz por excelencia es la
Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar
en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad
resplandece en el rostro de Cristo, mientras el
Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para
que lo « escuchen » (cf. Lc 9, 35 par.) y se
dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la
Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la
Resurrección y a una vida transfigurada por el
Espíritu Santo. Misterio de luz es, por fin, la
institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se
hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las
especies del pan y del vino, dando testimonio de su
amor por la humanidad « hasta el extremo » (Jn13, 1)
y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio.
Excepto en el de Caná, en estos misterios la
presencia de María queda en el trasfondo. Los
Evangelios apenas insinúan su eventual presencia en
algún que otro momento de la predicación de Jesús
(cf. Mc 3, 31-35; Jn 2, 12) y nada dicen sobre su
presencia en el Cenáculo en el momento de la
institución de la Eucaristía. Pero, de algún modo,
el cometido que desempeña en Caná acompaña toda la
misión de Cristo. La revelación, que en el Bautismo
en el Jordán proviene directamente del Padre y ha
resonado en el Bautista, aparece también en labios
de María en Caná y se convierte en su gran
invitación materna dirigida a la Iglesia de todos
los tiempos: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Es
una exhortación que introduce muy bien las palabras
y signos de Cristo durante su vida pública, siendo
como el telón de fondo mariano de todos los
«misterios de luz».
Misterios de dolor
22. Los Evangelios dan gran relieve a los misterios
del dolor de Cristo. La piedad cristiana,
especialmente en la Cuaresma, con la práctica del
Via Crucis, se ha detenido siempre sobre cada uno de
los momentos de la Pasión, intuyendo que ellos son
el culmen de la revelación del amor y la fuente de
nuestra salvación. El Rosario escoge algunos
momentos de la Pasión, invitando al orante a fijar
en ellos la mirada de su corazón y a revivirlos. El
itinerario meditativo se abre con Getsemaní, donde
Cristo vive un momento particularmente angustioso
frente a la voluntad del Padre, contra la cual la
debilidad de la carne se sentiría inclinada a
rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas
las tentaciones de la humanidad y frente a todos los
pecados de los hombres, para decirle al Padre: «no
se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42 par.).
Este «sí» suyo cambia el «no» de los progenitores en
el Edén. Y cuánto le costaría esta adhesión a la
voluntad del Padre se muestra en los misterios
siguientes, en los que, con la flagelación, la
coronación de espinas, la subida al Calvario y la
muerte en cruz, se ve sumido en la mayor ignominia:
Ecce homo!
En este oprobio no sólo se revela el amor de Dios,
sino el sentido mismo del hombre. Ecce homo: quien
quiera conocer al hombre, ha de saber descubrir su
sentido, su raíz y su cumplimiento en Cristo, Dios
que se humilla por amor «hasta la muerte y muerte de
cruz» (Flp 2, 8). Los misterios de dolor llevan el
creyente a revivir la muerte de Jesús poniéndose al
pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella
en la inmensidad del amor de Dios al hombre y sentir
toda su fuerza regeneradora.
Misterios de gloria
23. «La contemplación del rostro de Cristo no puede
reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el
Resucitado!».29 El Rosario ha expresado siempre esta
convicción de fe, invitando al creyente a superar la
oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de
Cristo en su Resurrección y en su Ascensión.
Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de
nuevo las razones de la propia fe (cf. 1 Co 15, 14),
y revive la alegría no solamente de aquellos a los
que Cristo se manifestó –los Apóstoles, la
Magdalena, los discípulos de Emaús–, sino también el
gozo de María, que experimentó de modo intenso la
nueva vida del Hijo glorificado. A esta gloria, que
con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del
Padre, sería elevada Ella misma con la Asunción,
anticipando así, por especialísimo privilegio, el
destino reservado a todos los justos con la
resurrección de la carne. Al fin, coronada de gloria
–como aparece en el último misterio glorioso–, María
resplandece como Reina de los Ángeles y los Santos,
anticipación y culmen de la condición escatológica
del Iglesia.
En el centro de este itinerario de gloria del Hijo y
de la Madre, el Rosario considera, en el tercer
misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el
rostro de la Iglesia como una familia reunida con
María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu
y dispuesta para la misión evangelizadora. La
contemplación de éste, como de los otros misterios
gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar
conciencia cada vez más viva de su nueva vida en
Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuyo gran
'icono' es la escena de Pentecostés. De este modo,
los misterios gloriosos alimentan en los creyentes
la esperanza en la meta escatológica, hacia la cual
se encaminan como miembros del Pueblo de Dios
peregrino en la historia. Esto les impulsará
necesariamente a dar un testimonio valiente de aquel
«gozoso anuncio» que da sentido a toda su vida.
De los 'misterios' al 'Misterio': el camino de María
24. Los ciclos de meditaciones propuestos en el
Santo Rosario no son ciertamente exhaustivos, pero
llaman la atención sobre lo esencial, preparando el
ánimo para gustar un conocimiento de Cristo, que se
alimenta continuamente del manantial puro del texto
evangélico. Cada rasgo de la vida de Cristo, tal
como lo narran los Evangelistas, refleja aquel
Misterio que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,
19). Es el Misterio del Verbo hecho carne, en el
cual «reside toda la Plenitud de la Divinidad
corporalmente» (Col 2, 9). Por eso el Catecismo de
la Iglesia Católica insiste tanto en los misterios
de Cristo, recordando que «todo en la vida de Jesús
es signo de su Misterio».30 El «duc in altum» de la
Iglesia en el tercer Milenio se basa en la capacidad
de los cristianos de alcanzar «en toda su riqueza la
plena inteligencia y perfecto conocimiento del
Misterio de Dios, en el cual están ocultos todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,
2-3). La Carta a los Efesios desea ardientemente a
todos los bautizados: «Que Cristo habite por la fe
en vuestros corazones, para que, arraigados y
cimentados en el amor [...], podáis conocer el amor
de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que
os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios»
(3, 17-19).
El Rosario promueve este ideal, ofreciendo el
'secreto' para abrirse más fácilmente a un
conocimiento profundo y comprometido de Cristo.
Podríamos llamarlo el camino de María. Es el camino
del ejemplo de la Virgen de Nazaret, mujer de fe, de
silencio y de escucha. Es al mismo tiempo el camino
de una devoción mariana consciente de la inseparable
relación que une Cristo con su Santa Madre: los
misterios de Cristo son también, en cierto sentido,
los misterios de su Madre, incluso cuando Ella no
está implicada directamente, por el hecho mismo de
que Ella vive de Él y por Él. Haciendo nuestras en
el Ave Maria las palabras del ángel Gabriel y de
santa Isabel, nos sentimos impulsados a buscar
siempre de nuevo en María, entre sus brazos y en su
corazón, el «fruto bendito de su vientre» (cf. Lc 1,
42).
Misterio de Cristo, 'misterio' del hombre
25. En el testimonio ya citado de 1978 sobre el
Rosario como mi oración predilecta, expresé un
concepto sobre el que deseo volver. Dije entonces
que « el simple rezo del Rosario marca el ritmo de
la vida humana ».31
A la luz de las reflexiones hechas hasta ahora sobre
los misterios de Cristo, no es difícil profundizar
en esta consideración antropológica del Rosario. Una
consideración más radical de lo que puede parecer a
primera vista. Quien contempla a Cristo recorriendo
las etapas de su vida, descubre también en Él la
verdad sobre el hombre. Ésta es la gran afirmación
del Concilio Vaticano II, que tantas veces he hecho
objeto de mi magisterio, a partir de la Carta
Encíclica Redemptor hominis: «Realmente, el misterio
del hombre sólo se esclarece en el misterio del
Verbo Encarnado».32 El Rosario ayuda a abrirse a
esta luz. Siguiendo el camino de Cristo, el cual
«recapitula» el camino del hombre,33 desvelado y
redimido, el creyente se sitúa ante la imagen del
verdadero hombre. Contemplando su nacimiento aprende
el carácter sagrado de la vida, mirando la casa de
Nazaret se percata de la verdad originaria de la
familia según el designio de Dios, escuchando al
Maestro en los misterios de su vida pública
encuentra la luz para entrar en el Reino de Dios y,
siguiendo sus pasos hacia el Calvario, comprende el
sentido del dolor salvador. Por fin, contemplando a
Cristo y a su Madre en la gloria, ve la meta a la
que cada uno de nosotros está llamado, si se deja
sanar y transfigurar por el Espíritu Santo. De este
modo, se puede decir que cada misterio del Rosario,
bien meditado, ilumina el misterio del hombre.
Al mismo tiempo, resulta natural presentar en este
encuentro con la santa humanidad del Redentor tantos
problemas, afanes, fatigas y proyectos que marcan
nuestra vida. «Descarga en el señor tu peso, y él te
sustentará» (Sal 55, 23). Meditar con el Rosario
significa poner nuestros afanes en los corazones
misericordiosos de Cristo y de su Madre. Después de
largos años, recordando los sinsabores, que no han
faltado tampoco en el ejercicio del ministerio
petrino, deseo repetir, casi como una cordial
invitación dirigida a todos para que hagan de ello
una experiencia personal: sí, verdaderamente el
Rosario « marca el ritmo de la vida humana », para
armonizarla con el ritmo de la vida divina, en
gozosa comunión con la Santísima Trinidad, destino y
anhelo de nuestra existencia.
CAPÍTULO III
« PARA MÍ LA VIDA ES CRISTO »
El Rosario, camino de asimilación del misterio
26. El Rosario propone la meditación de los
misterios de Cristo con un método característico,
adecuado para favorecer su asimilación. Se trata del
método basado en la repetición. Esto vale ante todo
para el Ave Maria, que se repite diez veces en cada
misterio. Si consideramos superficialmente esta
repetición, se podría pensar que el Rosario es una
práctica árida y aburrida. En cambio, se puede hacer
otra consideración sobre el rosario, si se toma como
expresión del amor que no se cansa de dirigirse
hacia a la persona amada con manifestaciones que,
incluso parecidas en su expresión, son siempre
nuevas respecto al sentimiento que las inspira.
En Cristo, Dios ha asumido verdaderamente un
«corazón de carne». Cristo no solamente tiene un
corazón divino, rico en misericordia y perdón, sino
también un corazón humano, capaz de todas las
expresiones de afecto. A este respecto, si
necesitáramos un testimonio evangélico, no sería
difícil encontrarlo en el conmovedor diálogo de
Cristo con Pedro después de la Resurrección. «Simón,
hijo de Juan, ¿me quieres?» Tres veces se le hace la
pregunta, tres veces Pedro responde: «Señor, tú lo
sabes que te quiero» (cf. Jn 21, 15-17). Más allá
del sentido específico del pasaje, tan importante
para la misión de Pedro, a nadie se le escapa la
belleza de esta triple repetición, en la cual la
reiterada pregunta y la respuesta se expresan en
términos bien conocidos por la experiencia universal
del amor humano. Para comprender el Rosario, hace
falta entrar en la dinámica psicológica que es
propia del amor.
Una cosa está clara: si la repetición del Ave Maria
se dirige directamente a María, el acto de amor, con
Ella y por Ella, se dirige a Jesús. La repetición
favorece el deseo de una configuración cada vez más
plena con Cristo, verdadero 'programa' de la vida
cristiana. San Pablo lo ha enunciado con palabras
ardientes: «Para mí la vida es Cristo, y la muerte
una ganancia» (Flp 1, 21). Y también: «No vivo yo,
sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). El
Rosario nos ayuda a crecer en esta configuración
hasta la meta de la santidad.
Un método válido...
27. No debe extrañarnos que la relación con Cristo
se sirva de la ayuda de un método. Dios se comunica
con el hombre respetando nuestra naturaleza y sus
ritmos vitales. Por esto la espiritualidad
cristiana, incluso conociendo las formas más
sublimes del silencio místico, en el que todas las
imágenes, palabras y gestos son como superados por
la intensidad de una unión inefable del hombre con
Dios, se caracteriza normalmente por la implicación
de toda la persona, en su compleja realidad
psicofísica y relacional.
Esto aparece de modo evidente en la Liturgia. Los
Sacramentos y los Sacramentales están estructurados
con una serie de ritos relacionados con las diversas
dimensiones de la persona. También la oración no
litúrgica expresa la misma exigencia. Esto se
confirma por el hecho de que, en Oriente, la oración
más característica de la meditación cristológica, la
que está centrada en las palabras «Señor Jesucristo,
Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador»,34 está
vinculada tradicionalmente con el ritmo de la
respiración, que, mientras favorece la perseverancia
en la invocación, da como una consistencia física al
deseo de que Cristo se convierta en el aliento, el
alma y el 'todo' de la vida.
... que, no obstante, se puede mejorar
28. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte he
recordado que en Occidente existe hoy también una
renovada exigencia de meditación, que encuentra a
veces en otras religiones modalidades bastante
atractivas.35 Hay cristianos que, al conocer poco la
tradición contemplativa cristiana, se dejan atraer
por tales propuestas. Sin embargo, aunque éstas
tengan elementos positivos y a veces compaginables
con la experiencia cristiana, a menudo esconden un
fondo ideológico inaceptable. En dichas experiencias
abunda también una metodología que, pretendiendo
alcanzar una alta concentración espiritual, usa
técnicas de tipo psicofísico, repetitivas y
simbólicas. El Rosario forma parte de este cuadro
universal de la fenomenología religiosa, pero tiene
características propias, que responden a las
exigencias específicas de la vida cristiana.
En efecto, el Rosario es un método para contemplar.
Como método, debe ser utilizado en relación al fin y
no puede ser un fin en sí mismo. Pero tampoco debe
infravalorarse, dado que es fruto de una experiencia
secular. La experiencia de innumerables Santos aboga
en su favor. Lo cual no impide que pueda ser
mejorado. Precisamente a esto se orienta la
incorporación, en el ciclo de los misterios, de la
nueva serie de los mysteria lucis, junto con algunas
sugerencias sobre el rezo del Rosario que propongo
en esta Carta. Con ello, aunque respetando la
estructura firmemente consolidada de esta oración,
quiero ayudar a los fieles a comprenderla en sus
aspectos simbólicos, en sintonía con las exigencias
de la vida cotidiana. De otro modo, existe el riesgo
de que esta oración no sólo no produzca los efectos
espirituales deseados, sino que el rosario mismo con
el que suele recitarse, acabe por considerarse como
un amuleto o un objeto mágico, con una radical
distorsión de su sentido y su cometido
El enunciado del misterio
29. Enunciar el misterio, y tener tal vez la
oportunidad de contemplar al mismo tiempo una imagen
que lo represente, es como abrir un escenario en el
cual concentrar la atención. Las palabras conducen
la imaginación y el espíritu a aquel determinado
episodio o momento de la vida de Cristo. En la
espiritualidad que se ha desarrollado en la Iglesia,
tanto a través de la veneración de imágenes que
enriquecen muchas devociones con elementos
sensibles, como también del método propuesto por san
Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales, se
ha recurrido al elemento visual e imaginativo (la
compositio loci) considerándolo de gran ayuda para
favorecer la concentración del espíritu en el
misterio. Por lo demás, es una metodología que se
corresponde con la lógica misma de la Encarnación:
Dios ha querido asumir, en Jesús, rasgos humanos.
Por medio de su realidad corpórea, entramos en
contacto con su misterio divino.
El enunciado de los varios misterios del Rosario se
corresponde también con esta exigencia de
concreción. Es cierto que no sustituyen al Evangelio
ni tampoco se refieren a todas sus páginas. El
Rosario, por tanto, no reemplaza la lectio divina,
sino que, por el contrario, la supone y la promueve.
Pero si los misterios considerados en el Rosario,
aun con el complemento de los mysteria lucis, se
limita a las líneas fundamentales de la vida de
Cristo, a partir de ellos la atención se puede
extender fácilmente al resto del Evangelio, sobre
todo cuando el Rosario se recita en momentos
especiales de prolongado recogimiento.
La escucha de la Palabra de Dios
30. Para dar fundamento bíblico y mayor profundidad
a la meditación, es útil que al enunciado del
misterio siga la proclamación del pasaje bíblico
correspondiente, que puede ser más o menos largo
según las circunstancias. En efecto, otras palabras
nunca tienen la eficacia de la palabra inspirada.
Ésta debe ser escuchada con la certeza de que es
Palabra de Dios, pronunciada para hoy y «para mí».
Acogida de este modo, la Palabra entra en la
metodología de la repetición del Rosario sin el
aburrimiento que produciría la simple reiteración de
una información ya conocida. No, no se trata de
recordar una información, sino de dejar 'hablar' a
Dios. En alguna ocasión solemne y comunitaria, esta
palabra se puede ilustrar con algún breve
comentario.
El silencio
31. La escucha y la meditación se alimentan del
silencio. Es conveniente que, después de enunciar el
misterio y proclamar la Palabra, esperemos unos
momentos antes de iniciar la oración vocal, para
fijar la atención sobre el misterio meditado. El
redescubrimiento del valor del silencio es uno de
los secretos para la práctica de la contemplación y
la meditación. Uno de los límites de una sociedad
tan condicionada por la tecnología y los medios de
comunicación social es que el silencio se hace cada
vez más difícil. Así como en la Liturgia se
recomienda que haya momentos de silencio, en el rezo
del Rosario es también oportuno hacer una breve
pausa después de escuchar la Palabra de Dios,
concentrando el espíritu en el contenido de un
determinado misterio.
El «Padrenuestro»
32. Después de haber escuchado la Palabra y centrado
la atención en el misterio, es natural que el ánimo
se eleve hacia el Padre. Jesús, en cada uno de sus
misterios, nos lleva siempre al Padre, al cual Él se
dirige continuamente, porque descansa en su 'seno'
(cf Jn 1, 18). Él nos quiere introducir en la
intimidad del Padre para que digamos con Él: «¡Abbá,
Padre!» (Rm 8, 15; Ga 4, 6). En esta relación con el
Padre nos hace hermanos suyos y entre nosotros,
comunicándonos el Espíritu, que es a la vez suyo y
del Padre. El «Padrenuestro», puesto como fundamento
de la meditación cristológico-mariana que se
desarrolla mediante la repetición del Ave Maria,
hace que la meditación del misterio, aun cuando se
tenga en soledad, sea una experiencia eclesial.
Las diez «Ave Maria»
33. Este es el elemento más extenso del Rosario y
que a la vez lo convierte en una oración mariana por
excelencia. Pero precisamente a la luz del Ave
Maria, bien entendida, es donde se nota con claridad
que el carácter mariano no se opone al cristológico,
sino que más bien lo subraya y lo exalta. En efecto,
la primera parte del Ave Maria, tomada de las
palabras dirigidas a María por el ángel Gabriel y
por santa Isabel, es contemplación adorante del
misterio que se realiza en la Virgen de Nazaret.
Expresan, por así decir, la admiración del cielo y
de la tierra y, en cierto sentido, dejan entrever la
complacencia de Dios mismo al ver su obra maestra
–la encarnación del Hijo en el seno virginal de
María–, análogamente a la mirada de aprobación del
Génesis (cf. Gn 1, 31), aquel «pathos con el que
Dios, en el alba de la creación, contempló la obra
de sus manos».36 Repetir en el Rosario el Ave Maria
nos acerca a la complacencia de Dios: es júbilo,
asombro, reconocimiento del milagro más grande de la
historia. Es el cumplimiento dela profecía de María:
«Desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada» (Lc1, 48).
El centro del Ave Maria, casi como engarce entre la
primera y la segunda parte, es el nombre de Jesús. A
veces, en el rezo apresurado, no se percibe este
aspecto central y tampoco la relación con el
misterio de Cristo que se está contemplando. Pero es
precisamente el relieve que se da al nombre de Jesús
y a su misterio lo que caracteriza una recitación
consciente y fructuosa del Rosario. Ya Pablo VI
recordó en la Exhortación apostólica Marialis cultus
la costumbre, practicada en algunas regiones, de
realzar el nombre de Cristo añadiéndole una cláusula
evocadora del misterio que se está meditando.37 Es
una costumbre loable, especialmente en la plegaria
pública. Expresa con intensidad la fe cristológica,
aplicada a los diversos momentos de la vida del
Redentor. Es profesión de fe y, al mismo tiempo,
ayuda a mantener atenta la meditación, permitiendo
vivir la función asimiladora, innata en la
repetición del Ave Maria, respecto al misterio de
Cristo. Repetir el nombre de Jesús –el único nombre
del cual podemos esperar la salvación (cf. Hch 4,
12)– junto con el de su Madre Santísima, y como
dejando que Ella misma nos lo sugiera, es un modo de
asimilación, que aspira a hacernos entrar cada vez
más profundamente en la vida de Cristo.
De la especial relación con Cristo, que hace de
María la Madre de Dios, la Theotòkos, deriva,
además, la fuerza de la súplica con la que nos
dirigimos a Ella en la segunda parte de la oración,
confiando a su materna intercesión nuestra vida y la
hora de nuestra muerte.
El «Gloria»
34. La doxología trinitaria es la meta de la
contemplación cristiana. En efecto, Cristo es el
camino que nos conduce al Padre en el Espíritu. Si
recorremos este camino hasta el final, nos
encontramos continuamente ante el misterio de las
tres Personas divinas que se han de alabar, adorar y
agradecer. Es importante que el Gloria, culmen de la
contemplación, sea bien resaltado en el Rosario. En
el rezo público podría ser cantado, para dar mayor
énfasis a esta perspectiva estructural y
característica de toda plegaria cristiana.
En la medida en que la meditación del misterio haya
sido atenta, profunda, fortalecida –de Ave en Ave –
por el amor a Cristo y a María, la glorificación
trinitaria en cada decena, en vez de reducirse a una
rápida conclusión, adquiere su justo tono
contemplativo, como para levantar el espíritu a la
altura del Paraíso y hacer revivir, de algún modo,
la experiencia del Tabor, anticipación de la
contemplación futura: «Bueno es estarnos aquí» (Lc
9, 33).
La jaculatoria final
35. Habitualmente, en el rezo del Rosario, después
de la doxología trinitaria sigue una jaculatoria,
que varía según las costumbres. Sin quitar valor a
tales invocaciones, parece oportuno señalar que la
contemplación de los misterios puede expresar mejor
toda su fecundidad si se procura que cada misterio
concluya con una oración dirigida a alcanzar los
frutos específicos de la meditación del misterio. De
este modo, el Rosario puede expresar con mayor
eficacia su relación con la vida cristiana. Lo
sugiere una bella oración litúrgica, que nos invita
a pedir que, meditando los misterios del Rosario,
lleguemos a «imitar lo que contienen y a conseguir
lo que prometen».38
Como ya se hace, dicha oración final puede
expresarse en varias forma legítimas. El Rosario
adquiere así también una fisonomía más adecuada a
las diversas tradiciones espirituales y a las
distintas comunidades cristianas. En esta
perspectiva, es de desear que se difundan, con el
debido discernimiento pastoral, las propuestas más
significativas, experimentadas tal vez en centros y
santuarios marianos que cultivan particularmente la
práctica del Rosario, de modo que el Pueblo de Dios
pueda acceder a toda auténtica riqueza espiritual,
encontrando así una ayuda para la propia
contemplación.
El 'rosario'
36. Instrumento tradicional para rezarlo es el
rosario. En la práctica más superficial, a menudo
termina por ser un simple instrumento para contar la
sucesión de las Ave Maria. Pero sirve también para
expresar un simbolismo, que puede dar ulterior
densidad a la contemplación.
A este propósito, lo primero que debe tenerse
presente es que el rosario está centrado en el
Crucifijo, que abre y cierra el proceso mismo de la
oración. En Cristo se centra la vida y la oración de
los creyentes. Todo parte de Él, todo tiende hacia
Él, todo, a través de Él, en el Espíritu Santo,
llega al Padre.
En cuanto medio para contar, que marca el avanzar de
la oración, el rosario evoca el camino incesante de
la contemplación y de la perfección cristiana. El
Beato Bartolomé Longo lo consideraba también como
una 'cadena' que nos une a Dios. Cadena, sí, pero
cadena dulce; así se manifiesta la relación con
Dios, que es Padre. Cadena 'filial', que nos pone en
sintonía con María, la «sierva del Señor» (Lc 1, 38)
y, en definitiva, con el propio Cristo, que, aun
siendo Dios, se hizo «siervo» por amor nuestro (Flp
2, 7).
Es también hermoso ampliar el significado simbólico
del rosario a nuestra relación recíproca, recordando
de ese modo el vínculo de comunión y fraternidad que
nos une a todos en Cristo.
Inicio y conclusión
37. En la práctica corriente, hay varios modos de
comenzar el Rosario, según los diversos contextos
eclesiales. En algunas regiones se suele iniciar con
la invocación del Salmo 69: «Dios mío ven en mi
auxilio, Señor date prisa en socorrerme», como para
alimentar en el orante la humilde conciencia de su
propia indigencia; en otras, se comienza recitando
el Credo, como haciendo de la profesión de fe el
fundamento del camino contemplativo que se emprende.
Éstos y otros modos similares, en la medida que
disponen el ánimo para la contemplación, son usos
igualmente legítimos. La plegaria se concluye
rezando por las intenciones del Papa, para elevar la
mirada de quien reza hacia el vasto horizonte de las
necesidades eclesiales. Precisamente para fomentar
esta proyección eclesial del Rosario, la Iglesia ha
querido enriquecerlo con santas indulgencias para
quien lo recita con las debidas disposiciones.
En efecto, si se hace así, el Rosario es realmente
un itinerario espiritual en el que María se hace
madre, maestra, guía, y sostiene al fiel con su
poderosa intercesión. ¿Cómo asombrarse, pues, si al
final de esta oración en la cual se ha experimentado
íntimamente la maternidad de María, el espíritu
siente necesidad de dedicar una alabanza a la
Santísima Virgen, bien con la espléndida oración de
la Salve Regina, bien con las Letanías lauretanas?
Es como coronar un camino interior, que ha llevado
al fiel al contacto vivo con el misterio de Cristo y
de su Madre Santísima.
La distribución en el tiempo
38. El Rosario puede recitarse entero cada día, y
hay quienes así lo hacen de manera laudable. De ese
modo, el Rosario impregna de oración los días de
muchos contemplativos, o sirve de compañía a
enfermos y ancianos que tienen mucho tiempo
disponible. Pero es obvio –y eso vale, con mayor
razón, si se añade el nuevo ciclo de los mysteria
lucis– que muchos no podrán recitar más que una
parte, según un determinado orden semanal. Esta
distribución semanal da a los días de la semana un
cierto 'color' espiritual, análogamente a lo que
hace la Liturgia con las diversas fases del año
litúrgico.
Según la praxis corriente, el lunes y el jueves
están dedicados a los «misterios gozosos», el martes
y el viernes a los «dolorosos», el miércoles, el
sábado y el domingo a los «gloriosos». ¿Dónde
introducir los «misterios de la luz»? Considerando
que los misterios gloriosos se proponen seguidos el
sábado y el domingo, y que el sábado es
tradicionalmente un día de marcado carácter mariano,
parece aconsejable trasladar al sábado la segunda
meditación semanal de los misterios gozosos, en los
cuales la presencia de María es más destacada. Queda
así libre el jueves para la meditación de los
misterios de la luz.
No obstante, esta indicación no pretende limitar una
conveniente libertad en la meditación personal y
comunitaria, según las exigencias espirituales y
pastorales y, sobre todo, las coincidencias
litúrgicas que pueden sugerir oportunas
adaptaciones. Lo verdaderamente importante es que el
Rosario se comprenda y se experimente cada vez más
como un itinerario contemplativo. Por medio de él,
de manera complementaria a cuanto se realiza en la
Liturgia, la semana del cristiano, centrada en el
domingo, día de la resurrección, se convierte en un
camino a través de los misterios de la vida de
Cristo, y Él se consolida en la vida de sus
discípulos como Señor del tiempo y de la historia.
CONCLUSIÓN
«Rosario bendito de María, cadena dulce que nos unes
con Dios»
39. Lo que se ha dicho hasta aquí expresa
ampliamente la riqueza de esta oración tradicional,
que tiene la sencillez de una oración popular, pero
también la profundidad teológica de una oración
adecuada para quien siente la exigencia de una
contemplación más intensa.
La Iglesia ha visto siempre en esta oración una
particular eficacia, confiando las causas más
difíciles a su recitación comunitaria y a su
práctica constante. En momentos en los que la
cristiandad misma estaba amenazada, se atribuyó a la
fuerza de esta oración la liberación del peligro y
la Virgen del Rosario fue considerada como
propiciadora de la salvación.
Hoy deseo confiar a la eficacia de esta oración –lo
he señalado al principio– la causa de la paz en el
mundo y la de la familia.
La paz
40. Las dificultades que presenta el panorama
mundial en este comienzo del nuevo Milenio nos
inducen a pensar que sólo una intervención de lo
Alto, capaz de orientar los corazones de quienes
viven situaciones conflictivas y de quienes dirigen
los destinos de las Naciones, puede hacer esperar en
un futuro menos oscuro.
El Rosario es una oración orientada por su
naturaleza hacia la paz, por el hecho mismo de que
contempla a Cristo, Príncipe de la paz y «nuestra
paz» (Ef 2, 14). Quien interioriza el misterio de
Cristo –y el Rosario tiende precisamente a eso–
aprende el secreto de la paz y hace de ello un
proyecto de vida. Además, debido a su carácter
meditativo, con la serena sucesión del Ave Maria, el
Rosario ejerce sobre el orante una acción
pacificadora que lo dispone a recibir y experimentar
en la profundidad de su ser, y a difundir a su
alrededor, paz verdadera, que es un don especial del
Resucitado (cf. Jn 14, 27; 20, 21).
Es además oración por la paz por la caridad que
promueve. Si se recita bien, como verdadera oración
meditativa, el Rosario, favoreciendo el encuentro
con Cristo en sus misterios, muestra también el
rostro de Cristo en los hermanos, especialmente en
los que más sufren. ¿Cómo se podría considerar, en
los misterios gozosos, el misterio del Niño nacido
en Belén sin sentir el deseo de acoger, defender y
promover la vida, haciéndose cargo del sufrimiento
de los niños en todas las partes del mundo? ¿Cómo
podrían seguirse los pasos del Cristo revelador, en
los misterios de la luz, sin proponerse el
testimonio de sus bienaventuranzas en la vida de
cada día? Y ¿cómo contemplar a Cristo cargado con la
cruz y crucificado, sin sentir la necesidad de
hacerse sus «cireneos» en cada hermano aquejado por
el dolor u oprimido por la desesperación? ¿Cómo se
podría, en fin, contemplar la gloria de Cristo
resucitado y a María coronada como Reina, sin sentir
el deseo de hacer este mundo más hermoso, más justo,
más cercano al proyecto de Dios?
En definitiva, mientras nos hace contemplar a
Cristo, el Rosario nos hace también constructores de
la paz en el mundo. Por su carácter de petición
insistente y comunitaria, en sintonía con la
invitación de Cristo a «orar siempre sin
desfallecer» (Lc 18,1), nos permite esperar que hoy
se pueda vencer también una 'batalla' tan difícil
como la de la paz. De este modo, el Rosario, en vez
de ser una huida de los problemas del mundo, nos
impulsa a examinarlos de manera responsable y
generosa, y nos concede la fuerza de afrontarlos con
la certeza de la ayuda de Dios y con el firme
propósito de testimoniar en cada circunstancia la
caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col
3, 14).
La familia: los padres...
41. Además de oración por la paz, el Rosario es
también, desde siempre, una oración de la familia y
por la familia. Antes esta oración era apreciada
particularmente por las familias cristianas, y
ciertamente favorecía su comunión. Conviene no
descuidar esta preciosa herencia. Se ha de volver a
rezar en familia y a rogar por las familias,
utilizando todavía esta forma de plegaria.
Si en la Carta apostólica Novo millennio ineunte he
alentado la celebración de la Liturgia de las Horas
por parte de los laicos en la vida ordinaria de las
comunidades parroquiales y de los diversos grupos
cristianos,39 deseo hacerlo igualmente con el
Rosario. Se trata de dos caminos no alternativos,
sino complementarios, de la contemplación cristiana.
Pido, por tanto, a cuantos se dedican a la pastoral
de las familias que recomienden con convicción el
rezo del Rosario.
La familia que reza unida, permanece unida. El Santo
Rosario, por antigua tradición, es una oración que
se presta particularmente para reunir a la familia.
Contemplando a Jesús, cada uno de sus miembros
recupera también la capacidad de volverse a mirar a
los ojos, para comunicar, solidarizarse, perdonarse
recíprocamente y comenzar de nuevo con un pacto de
amor renovado por el Espíritu de Dios.
Muchos problemas de las familias contemporáneas,
especialmente en las sociedades económicamente más
desarrolladas, derivan de una creciente dificultad
comunicarse. No se consigue estar juntos y a veces
los raros momentos de reunión quedan absorbidos por
las imágenes de un televisor. Volver a rezar el
Rosario en familia significa introducir en la vida
cotidiana otras imágenes muy distintas, las del
misterio que salva: la imagen del Redentor, la
imagen de su Madre santísima. La familia que reza
unida el Rosario reproduce un poco el clima de la
casa de Nazaret: Jesús está en el centro, se
comparten con él alegrías y dolores, se ponen en sus
manos las necesidades y proyectos, se obtienen de él
la esperanza y la fuerza para el camino.
... y los hijos
42. Es hermoso y fructuoso confiar también a esta
oración el proceso de crecimiento de los hijos. ¿No
es acaso, el Rosario, el itinerario de la vida de
Cristo, desde su concepción a la muerte, hasta la
resurrección y la gloria? Hoy resulta cada vez más
difícil para los padres seguir a los hijos en las
diversas etapas de su vida. En la sociedad de la
tecnología avanzada, de los medios de comunicación
social y de la globalización, todo se ha acelerado,
y cada día es mayor la distancia cultural entre las
generaciones. Los mensajes de todo tipo y las
experiencias más imprevisibles hacen mella pronto en
la vida de los chicos y los adolescentes, y a veces
es angustioso para los padres afrontar los peligros
que corren los hijos. Con frecuencia se encuentran
ante desilusiones fuertes, al constatar los fracasos
de los hijos ante la seducción de la droga, los
atractivos de un hedonismo desenfrenado, las
tentaciones de la violencia o las formas tan
diferentes del sinsentido y la desesperación.
Rezar con el Rosario por los hijos, y mejor aún, con
los hijos, educándolos desde su tierna edad para
este momento cotidiano de «intervalo de oración» de
la familia, no es ciertamente la solución de todos
los problemas, pero es una ayuda espiritual que no
se debe minimizar. Se puede objetar que el Rosario
parece una oración poco adecuada para los gustos de
los chicos y los jóvenes de hoy. Pero quizás esta
objeción se basa en un modo poco esmerado de
rezarlo. Por otra parte, salvando su estructura
fundamental, nada impide que, para ellos, el rezo
del Rosario –tanto en familia como en los grupos– se
enriquezca con oportunas aportaciones simbólicas y
prácticas, que favorezcan su comprensión y
valorización. ¿Por qué no probarlo? Una pastoral
juvenil no derrotista, apasionada y creativa –¡las
Jornadas Mundiales de la Juventud han dado buena
prueba de ello!– es capaz de dar, con la ayuda de
Dios, pasos verdaderamente significativos. Si el
Rosario se presenta bien, estoy seguro de que los
jóvenes mismos serán capaces de sorprender una vez
más a los adultos, haciendo propia esta oración y
recitándola con el entusiasmo típico de su edad.
El Rosario, un tesoro que recuperar
43. Queridos hermanos y hermanas: Una oración tan
fácil, y al mismo tiempo tan rica, merece de veras
ser recuperada por la comunidad cristiana. Hagámoslo
sobre todo en este año, asumiendo esta propuesta
como una consolidación de la línea trazada en la
Carta apostólica Novo millennio ineunte, en la cual
se han inspirado los planes pastorales de muchas
Iglesias particulares al programar los objetivos
para el próximo futuro.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos
Hermanos en el Episcopado, sacerdotes y diáconos, y
a vosotros, agentes pastorales en los diversos
ministerios, para que, teniendo la experiencia
personal de la belleza del Rosario, os convirtáis en
sus diligentes promotores.
Confío también en vosotros, teólogos, para que,
realizando una reflexión a la vez rigurosa y sabia,
basada en la Palabra de Dios y sensible a la
vivencia del pueblo cristiano, ayudéis a descubrir
los fundamentos bíblicos, las riquezas espirituales
y la validez pastoral de esta oración tradicional.
Cuento con vosotros, consagrados y consagradas,
llamados de manera particular a contemplar el rostro
de Cristo siguiendo el ejemplo de María.
Pienso en todos vosotros, hermanos y hermanas de
toda condición, en vosotras, familias cristianas, en
vosotros, enfermos y ancianos, en vosotros, jóvenes:
tomad con confianza entre las manos el rosario,
descubriéndolo de nuevo a la luz de la Escritura, en
armonía con la Liturgia y en el contexto de la vida
cotidiana.
¡Qué este llamamiento mío no sea en balde! Al inicio
del vigésimo quinto año de Pontificado, pongo esta
Carta apostólica en las manos de la Virgen María,
postrándome espiritualmente ante su imagen en su
espléndido Santuario edificado por el Beato
Bartolomé Longo, apóstol del Rosario. Hago mías con
gusto las palabras conmovedoras con las que él
termina la célebre Súplica a la Reina del Santo
Rosario: «Oh Rosario bendito de María, dulce cadena
que nos une con Dios, vínculo de amor que nos une a
los Ángeles, torre de salvación contra los asaltos
del infierno, puerto seguro en el común naufragio,
no te dejaremos jamás. Tú serás nuestro consuelo en
la hora de la agonía. Para ti el último beso de la
vida que se apaga. Y el último susurro de nuestros
labios será tu suave nombre, oh Reina del Rosario de
Pompeya, oh Madre nuestra querida, oh Refugio de los
pecadores, oh Soberana consoladora de los tristes.
Que seas bendita por doquier, hoy y siempre, en la
tierra y en el cielo».
Vaticano, 16 octubre del año 2002, inicio del
vigésimo quinto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
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Notas
1 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 45.
2 Pablo VI, Exhort. ap. Marialis cultus, (2 febrero
1974) 42, AAS 66 (1974), 153.
3 Cf. Acta Leonis XIII, 3 (1884), 280-289.
4 En particular, es digna de mención su Carta ap.
sobre el Rosario Il religioso convegno del 29
septiembre 1961: AAS 53 (1961), 641-647.
5 Angelus: L'Osservatore Romano ed. semanal en
lengua española, 5 noviembre 1978, 1.
6 AAS93 (2002), 285.
7 En los años de preparación del Concilio, Juan
XXIII invitó a la comunidad cristiana a rezar el
Rosario por el éxito de este acontecimiento
eclesial; cf. Carta al Cardenal Vicario del 28 de
septiembre de 1960: AAS 52 (1960), 814-817.
8 Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.
9 N. 32: AAS 93 (2002), 288.
10 Ibíd., 33: l. c., 289.
11 Es sabido y se ha de recordar que las
revelaciones privadas no son de la misma naturaleza
que la revelación pública, normativa para toda la
Iglesia. Es tarea del Magisterio discernir y
reconocer la autenticidad y el valor de las
revelaciones privadas para la piedad de los fieles.
12 El secreto admirable del santísimo Rosario para
convertirse y salvarse,en Obras de San Luis María G.
de Montfort, Madrid 1954, 313-391.
13 Beato Bartolo Longo, Storia del Santuario di
Pompei, Pompei 1990, p.59.
14 Exhort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 47:
AAS 66 (1974), 156.
15 Const. sobre Sagrada Liturgia Sacrosanctum
Concilium,10.
16 Ibíd., 12.
17 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 58.
18 I Quindici Sabati del Santissimo Rosario,27 ed.,
Pompeya 1916), p. 27.
19 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 53.
20 Ibíd., 60.
21 Cf. Primer Radiomensaje Urbi et orbi (17 octubre
1978): AAS 70 (1978), 927.
22 Tratado de la verdadera devoción a la Santísima
Virgen, 120, en: Obras. de San Luis María G. de
Montfort, Madrid 1954, p.505s.
23 Catecismo de la Iglesia Católica, 2679.
24 Ibíd., 2675.
25 La Suplica a la Reina del Santo Rosario, que se
recita solemnemente dos veces al año, en mayo y
octubre, fue compuesta por el Beato Batolomé Longo
en 1883, como adhesión a la invitaciòn del Papa Leon
XIII a los católicos en su primera Encíclica sobre
el Rosario a un compromiso espiritual orientado a
afrontar los males de la sociedad.
26 Divina Comedia,Par. XXXIII, 13-15.
27 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
20: AAS 93 (2001), 279.
28 Exort. ap. Marialis cultus (2 febrero 1974), 46:
AAS 66 (1974), 155.
29 Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001),
28: AAS 93 (2001), 284.
30 N. 515.
31 Angelus del 29 de octubre 1978: L'Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 5 noviembre
1978, 1.
32 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et spes, 22.
33 S. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 18,1:
PG 7, 932.
34 Catecismo de la Iglesia Católica,2616.
35 Cf. n. 33: AAS 93 (2001), 289.
36 Carta a los artistas(4 abril 1999), 1: AAS 91
(1999), 1155.
37 Cf. n. 46: AAS 66 (1974), 155. Esta costumbre ha
sido alabada recientemente por la Congregación para
el Culto Divino y la disciplina de los Sacramentos,
Directorio sobre la piedad popular y la liturgia.
Principios y orientaciones (17 diciembre 2001),
n.201.
38 « ...concede, quæsumus, ut hæc mysteria
sacratissimo beatæ Mariæ Virginis Rosario
recolentes, et imitemur quod continent, et quod
promittunt assequamur »: Missale Romanum (1960) in
festo B. M. Virginis a Rosario.
39 Cf. n. 34: AAS 93 (2001), 290.