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Nos ofrece San
Marcos un momento de la vida del Señor, anterior al
comienzo de su vida pública. Aparece Jesús, semejante
en esto a todos los hombres menos en el pecado,
sufriendo tentaciones. No explica el Evangelista de
qué modo fue tentado, ya lo hacen san Mateo y san
Lucas, nos basta por ello hoy con reflexionar
–en
la presencia de Dios–
sobre la realidad de la tentación: como Jesús fue
tentado y, superando esa prueba, rechazó a Satanás que
quería apartarle de Dios, así nosotros, rechazando con
decisión lo que nos pueda desviar del camino de la
santidad, imitamos a Cristo y nos asemejamos más y más
al ideal humano que vino a traer al mundo.
La tentación
es permanente en nuestra vida. Casi de continuo
notamos la posibilidad, la inclinación incluso, de
buscar la complacencia personal aun a costa de dejar
de lado lo que Dios espera. También reconocemos, y es
precisamente esto lo que da la grandeza a la vida del
hombre, una continua ocasión de agradar a Dios, de
amarle, hasta en las circunstancias más corrientes de
la vida, por intrascendentes que a primera vista
puedan parecer. Es como la otra cara de la misma
moneda, pues, como afirma una antigua antífona
litúrgica:
"Quien sufre tentación es dichoso, pues, al ser
probado y vencer, recibirá la corona de la vida".
La
tentación, la posibilidad de preferir nuestro gusto a
lo que Dios desea, es, en todo caso, una realidad
siempre presente en nuestra vida. Es claro, sin
embargo, que la ilusión del hombre será moverse por
impulsos positivos: filialmente atraído por el Amor de
Dios Padre que nos invita a su intimidad. Pero, de
hecho, ¡con cuánta frecuencia nos hemos alejado de ese
Padre que tanto nos quiere! Es posible que casi
siempre se trate de pequeños distanciamientos que no
nos impiden la visión de Nuestro Señor: nos pasa casi
sin darnos cuenta. Otras veces, en cambio, el
apartamiento es total: el pecado grave destruye la
relación con Dios que, ordinariamente, sólo se puede
recuperar en el sacramento de la Penitencia.
San Marcos
menciona a Satanás como autor de las tentaciones. No
es que el diablo sea siempre el origen directo de esa
inclinación al mal que nos aparta de Dios. En este
caso, sin embargo, se le menciona expresamente como
provocador del pecado. Aparece como un ser personal
que busca el mal del hombre al intentar desposeerle de
su mayor gloria: la amistad con el Creador, el gozo de
sentirnos amados por nuestro Padre Dios y de amarle.
El diablo existe, no podemos olvidarlo, aunque no deba
obsesionarnos su existencia ni preocuparnos
especialmente. Es un ser espiritual y desgraciado que
no puede amar, que odia a Dios, y a los hombres,
porque somos hijos de Dios, destinados a su intimidad.
Es uno de los tres enemigos del hombre, junto al mundo
y a la carne. De estos tres enemigos procede todo lo
que nos aparta de Dios y, por lo tanto, lo que nos
hace desgraciados. El mundo el demonio y la carne son
las tres tentaciones. El mundo es el poder, la riqueza
y la fama, en sus diversas modalidades, cuando los
preferimos a Dios. La carne es la sensualidad en su
sentido más amplio: además de la lujuria, lo que es
recreo de los sentidos y la comodidad, cuando por ello
incumplimos del orden natural de la ley divina. El
demonio es Satanás, que directamente o sirviéndose de
otras personas o circunstancias de la vida, puede
inducirnos a pecar. La tentación diabólica se reconoce
por su obstinación, por su clarísima maldad, y por lo
irracional del pecado que, sin embargo, induce.
Está cerca el Reino de Dios; haced penitencia
y creed en el Evangelio. Que no
queramos nunca olvidar esto. Las primeras palabras de
la predicación de Jesús son decisivas para valorar su
mensaje. Por encima de nuestra flaqueza, por encima de
nuestros enemigos, que quieren apartarnos de Dios, muy
por encima de Satanás, está Jesucristo, Dios y hombre,
que vino, poderoso, para hacernos partícipes de su
Reino, del Reino de Dios. Si ponemos nuestra ilusión,
nuestro corazón, en El, no tendremos que preocuparnos
apenas, de ordinario, de las tentaciones. El trabajo
nuestro por la santidad será siempre positivo: un
empeño alegre aunque esforzado de amor. También con
penitencia, como nos aconseja el Señor:
haced penitencia y
creed en el Evangelio, porque
tendremos que rectificar humildemente los errores y
desagraviar con el sacrificio nuestras faltas de
correspondencia.
No
olvidemos, por otra parte, que si hay ángeles caídos:
los demonios, que quieren apartarnos de Dios, también
hay ángeles de la guarda, Ángeles Custodios que nos
ayudan a caminar hasta el Cielo. Bueno es que
fomentemos su devoción para auxilio en nuestras
necesidades. También debemos invocar a los custodios
de los nuestros, para que les asistan en sus
necesidades materiales y espirituales. Podemos pedir a
los Ángeles, para nuestros familiares y amigos, que
les ayuden, quizá como querríamos personalmente
hacerlo, pero no podemos por la distancia o por
cualquier otra razón.
A Santa
María, Reina de los Ángeles nos encomendamos, para que
ellos nos hagan ver con claridad cada ocasión de
apartarnos de Dios, y que también es, siempre y sobre
todo, una oportunidad de amarle.
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