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Comenzamos
otro año más el tiempo litúrgico de Cuaresma.
Tiempo, como sabemos, de preparación para la Semana
Santa. Porque queremos estar bien dispuestos, como
cristianos, para acoger nuevamente los grandes
acontecimientos que próximamente vamos a celebrar.
Nos interesa, por una parte, entender con una claridad
más luminosa lo que significa "Redención";
de otro lado, deseamos ser personalmente redimidos,
recibiendo toda la Gracia que Nuestro Padre Dios nos
reserva para este nuevo aniversario de la inmolación
del Hijo por los hombres.
Es
necesario vivir orientados hacia la gran realidad
nuestra de tener un único destino, que es pleno en
Dios, Señor y Padre nuestro. Para ello, debemos
actuar bien en su presencia; así, esa conducta
nuestra será ejemplar: animados por nuestro buen
comportamiento, otros se decidirán también a actuar
como deben ante Dios. El apostolado será una más de
las consecuencias de que procuramos agradar a Dios.
Será siempre su gloria lo que nos mueva: sea cuando
nos esmeramos en una buena conducta, sea cuando
buscamos que nuestro comportamiento estimule a otros.
Luzca
vuestra luz ante los hombres, de manera que vean
vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre
que está en los cielos. Así se expresó el Señor,
indicando la razón por la que convenía que nuestra
vida, cuajada de virtud, resaltase. Es preciso hacer
justicia a Dios, que nos inunda de beneficios para
nuestro desarrollo y alegría; pero, sobre todo,
porque considerando nuestra existencia en su totalidad;
es decir, que somos hijos suyos en Jesucristo, la
alegría que nos aguarda es la bienaventuranza: una
vida de comunión con la Trinidad. Este destino posee
tal envergadura que no tenemos capacidad para
ponderarlo. Con razón, afirmará san Pablo que ni
ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por el
pensamiento lo que Dios tiene reservado para aquellos
que le aman. Esta felicidad, para la que no hay
palabras que la puedan describir adecuadamente, es en
el cristiano la consecuencia del desarrollo al que
Dios llama a sus hijos en Cristo.
Conscientes
de esta vocación, conviene que nos ejercitemos en la
rectitud de intención. Debemos realizar nuestras
obras no ante los hombres sino ante Dios. Puesto que
finalmente el juicio de los hombres se mostrará
irrelevante, carece de sentido, pues, vivir ahora
inquietos por la opinión de nuestros iguales;
especialmente si no juzgan según los criterios del
Evangelio. Ocupados, en cambio, en agradar a Dios,
intentaremos –como de paso– multiplicar nuestra
alabanza animando a otros hacia El, con la fuerza del
ejemplo que les daremos. Quienes contemplen el empeño
que ponemos –un día y otro, con cansancio muchas
veces– por buscar la gloria de Dios cumpliendo su
voluntad; se animarán a imitarnos, buscando también
esa misma gloria y la alegría que contemplan en
nosotros mientras perseveramos en la búsqueda.
Es
corriente que se nos meta el respeto humano; que, casi
sin querer, nos afecte en exceso el qué dirán y
hasta el qué pensarán. En exceso, porque podrían
llegar a convertirse esos motivos en la razón
primordial de nuestra conducta. Nos conviene, por ello,
vigilar para no consentir en modos de actuación
excesivamente dependientes de la opinión de unos y
otros. Si procuramos sólo agradar a Dios, también así,
aun sin pretenderlo, nuestra conducta será ejemplar y
bastantes querrán imitarnos.
Tengamos
confianza en el atractivo propio de la vida cristiana
vivida, claro está, en la mayor fidelidad con el
Evangelio. No queramos caer en el prejuicio de que,
por su exigencia, bastantes rechazarán el mensaje
limpio de Jesucristo. Recordemos a aquellas multitudes
que le seguían, que le aclamaban, que preferían su
autoridad a los convencionalismos tantas veces
escuchados de escribas y fariseos. A nosotros también
nos seguirán, pero no actuaremos para que nos vean ni
para que nos sigan; sino por Dios, por cumplir su
voluntad y con indiferencia de si nos ven o nos siguen.
Con la profunda ilusión, sin embargo, de que seamos
cada vez más los cristianos deseosos de ser fieles y
felices.
La
Madre de Dios, desde el anuncio del Ángel hasta la
Cruz de su Hijo, lleva una existencia de fidelidad al
Señor, segura y dichosa por la sola confianza en su
Creador. A Ella le pedimos, nos conceda ser fieles a
Dios, aunque no nos entiendan y aunque nos cueste. |