Ante la crisis mira a la
Estrella: llama a María
Padre
Pablo Arce Gargollo, Presbítero. Encuentra.com
"...También nos pueden llegar momentos de cansancio,
de desilusión, de amargura por las dificultades de
la vida, por las derrotas sufridas, por la falta
de ayudas y de modelos, por la soledad que lleva a
la desconfianza y a la depresión, por la
incertidumbre del futuro. Si alguna vez te
encuentras en estas situaciones, recuerda que el
Señor, en el designio providencial de la creación
y de la redención, ha querido poner junto a
nosotros a María Santísima. Ella está a nuestro
lado, nos ayuda, nos exhorta, nos indica con su
espiritualidad dónde están la luz y la fuerza para
proseguir el camino de la vida..."
Estaba Jesús hablando a la multitud como en tantas
ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la voz y
gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron. El Señor la debió mirar
complacido y con agradecimiento. Quizá habrá reído
ante el atrevimiento de aquella mujer espontánea.
Y es que “emocionada en lo más profundo del
corazón ante la enseñanza de Jesús, ante su figura
amable, aquella mujer no pudo contener su
admiración.” (Juan Pablo II).
Aquél día comenzó a cumplirse el Magnificat: ...
me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Una mujer, con la frescura del pueblo, había
comenzado lo que no terminará hasta el fin de los
tiempos.
Jesús, recogiendo la alabanza, hace aún más
profundo el elogio a su Madre: "
...Bienaventurados más bien lo que escuchan
la palabra de Dios y la ponen en práctica..."
María es bienaventurada por haber
llevado en su seno purísimo al Hijo de Dios y por
haberlo alimentado; pero lo es aún más por haber
acogido con extrema fidelidad la palabra de Dios.
“Del mismo modo que
aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de
bienaventuranza y admiración hacia Jesús y su
Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y
en vuestra devoción, soléis unir siempre a María
con Jesús” (Juan Pablo II).
Hoy, le gritamos igualmente a Jesús: ¡Bendita sea
la Madre que te trajo al Mundo!. Hoy, no sólo
gritamos con más o menos emoción y cariño, sino
que nos dirigimos a Dios, para que nos enseñe a
tratar y querer más, mucho más a María.
También nos pueden llegar momentos de cansancio,
de desilusión, de amargura por las dificultades de
la vida, por las derrotas sufridas, por la falta
de ayudas y de modelos, por la soledad que lleva a
la desconfianza y a la depresión, por la
incertidumbre del futuro. Si alguna vez te
encuentras en estas situaciones, recuerda que el
Señor, en el designio providencial de la creación
y de la redención, ha querido poner junto a
nosotros a María Santísima. Ella está a nuestro
lado, nos ayuda, nos exhorta, nos indica con su
espiritualidad dónde están la luz y la fuerza para
proseguir el camino de la vida. Siendo todavía
joven, el padre Maximiliano Kolbe escribía desde
Roma a su madre: «Cuántas veces en la vida, pero
especialmente en los momentos más importantes, he
experimentado la protección especial de la
Inmaculada...! ¡Pongo en Ella toda mi confianza
para el futuro!»
“Si se levantan los
vientos de las tentaciones, si tropiezas en los
escollos de las tribulaciones, mira a la estrella,
llama a María. Si eres agitado por las olas de la
soberbia, de la detracción, de la ambición o de la
envidia, mira a la estrella, llama a María. Si la
ira, la avaricia o la impureza impelen
violentamente la navecilla de tu alma, mira a
María (...) No se aparte María de tu boca, no se
aparte de tu corazón (...).
“No te descaminarás si
la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te
perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiene de
su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás
que temer; no te fatigarás, si es tu guía:
llegarás felizmente a puerto, si Ella te ampara.”
(San Bernardo, Homiliae super "Missus est" 2, 17).
María Santísima continúa siendo la amorosa
consoladora en tantos dolores físicos y morales
que afligen y atormentan a la humanidad. Ella
conoce nuestros dolores y nuestras penas, porque
también Ella ha sufrido, desde Belén al Calvario:
«Y una espada atravesará tu alma.» María es
nuestra Madre espiritual, y la madre comprende
siempre a los propios hijos y los consuela en sus
angustias.
Además, Ella ha recibido de Jesús en la cruz esa
misión específica de amarnos, y amarnos sólo y
siempre para salvarnos. María nos consuela sobre
todo señalándonos al Crucificado y al paraíso.
Vale la pena decirle ahora: Madre de
misericordia, Maestra de sacrificio escondido y
silencioso, a ti, que sales al encuentro de
nosotros, pecadores, te consagramos en este día
todo nuestro ser y todo nuestro amor; te
consagramos también nuestra vida, nuestros
trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades
y nuestros dolores.
Como esclava del Señor, María estuvo dispuesta a
la entrega generosa, a la renuncia y al sacrificio
a seguir a Cristo hasta la cruz. Ella exige de
nosotros la misma actitud y disposición cuando nos
señala a Cristo y nos exhorta: «Haced lo que Él os
diga.» María no quiere ligarnos a ella, sino que
nos invita a seguir a su Hijo. Pero, para llegar a
ser en verdad discípulos de Cristo, debemos –como
Cristo mismo nos enseña– despojamos de nosotros
mismos, liberamos de nuestra propia
autocomplacencia y, como María, abandonamos
enteramente en Cristo; debemos seguir su verdad,
la que Él mismo nos ofrece como único camino hacia
la vida verdadera y permanente.
“Tenemos necesidad de
ti, Santa María de la Cruz:
de tu presencia amorosa y poderosa.
Enséñanos a confiar en la providencia del Padre,
que conoce todas nuestras necesidades;
Muéstranos y danos a tu Hijo Jesús, camino, verdad
y vida;
haznos dóciles a la acción del Espíritu Santo,
fuego que purifica y renueva.
“Oh, Madre de los hombres y de los pueblos, tú que
conoces todos sus sufrimientos y esperanzas, tú
que sientes maternalmente todas las luchas entre
el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas que
invaden el mundo contemporáneo, acoge nuestro
grito que, como movidos por el Espíritu Santo,
elevamos directamente a tu corazón y abraza, con
el amor de la Madre y de la Sierva, este nuestro
mundo humano, que ponemos bajo tu confianza y te
consagramos, llenos de inquietud por la suerte
terrena y eterna de los hombres y de los pueblos.”
(Juan Pablo II)
A María hemos de confiarle nuestras penas,
manifestarle nuestras esperanzas, abrirle nuestro
corazón. Declararnos a su disposición para todo lo
que ella, en nombre de su Hijo, nos pida.
Prometerle fidelidad en toda circunstancia,
incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su
protección, seguros de que si lo pedimos ella nos
obtendrá siempre de su Hijo todas las gracias
necesarias para nuestra salvación.
Ella debe ahora acompañar nuestra vida. Debemos
confiarle esta vida. Y la Iglesia nos propone
justamente para ello una oración muy sencilla, el
rosario, ese rosario que puede tranquilamente
desgranarse al ritmo de nuestras jornadas. El
rosario, lentamente rezado y meditado, en familia,
en comunidad, individualmente, nos hará entrar
poco a poco en los sentimientos de Cristo y de su
Madre, evocando todos los acontecimientos que son
la clave de nuestra salvación.
“¡Corazón Inmaculado
de María, ayúdanos a vencer el mal que con tanta
facilidad arraiga en los corazones de los hombres
de hoy y que con sus efectos inconmensurables pesa
ya sobre nuestra época y parece cerrar los caminos
del futuro! ¡Que se revele, una vez más, la fuerza
infinita del Amor misericordioso! ¡Que se
manifieste para todos, en vuestro Corazón
Inmaculado, la luz de la Esperanza!” (Juan Pablo
II).
Toda su vida terrena fue una peregrinación de fe.
Porque caminó como nosotros entre sombras y esperó
en lo invisible. Conoció las mismas
contradicciones de nuestra vida terrena. Se le
prometió que a su Hijo se le daría el trono de
David, pero cuando nació no hubo lugar para Él ni
en la posada. Y María siguió creyendo. El ángel le
dijo que su Hijo sería llamado Hijo de Dios; pero
lo vio calumniado, traicionado y condenado, y
abandonado a morir en la cruz como un ladrón. A
pesar de ello, creyó María «que se cumplirían las
palabras de Dios», y que «nada hay imposible para
Dios».
Esta mujer de fe, María de Nazaret, Madre de Dios,
se nos ha dado por modelo en nuestra peregrinación
de fe. De María aprendemos a rendirnos a la
voluntad de Dios en todas las cosas. De María
aprendemos a confiar también cuando parece haberse
eclipsado toda esperanza. De María aprendemos a
amar a Cristo, Hijo suyo e Hijo de Dios.
Si tenemos confianza en la Madre de Cristo, como
la tuvieron los esposos de Caná de Galilea,
podemos confiarle nuestras preocupaciones como lo
hicieron ellos; y confiarle asimismo nuestras
decisiones, las luchas interiores que acaso nos
atormentan; podemos confiárselo todo a Ella, a la
Virgen de la Confianza, a la Madre de nuestra
entrega: «Yo me entrego a Ti; quiero dedicarme a
Cristo, pero me confío a Ti como lo hicieron los
esposos»; no fueron directamente a Cristo a
pedirle un milagro, sino a María, confiaron a
María sus preocupaciones y apuros. Claro está que
al actuar así querían llegar a Cristo, querían
provocar –por así decir– a Cristo y su poder
mesiánico. Igualmente nosotros en nuestra vocación
que es camino, camino espiritual hacia Cristo para
ser de Cristo, para ser otro Cristo, el mismo
Cristo, también debemos acercarnos a esta Madre y
darnos a Ella para entregarnos a Cristo, donarnos
a Cristo, dedicarnos a Cristo.
«Haced lo que Él os diga». En estas palabras,
María expresa sobre todo el secreto más profundo
de su vida. En estas palabras, está toda Ella. Su
vida, de hecho, ha sido un «Sí» profundo al Señor.
Un «Sí» lleno de gozo y confianza. María, llena de
gracia, Virgen Inmaculada, ha vivido toda su
existencia, completamente disponible a Dios,
perfectamente en acuerdo con su voluntad, incluso
en los momentos más difíciles, que alcanzaron su
punto culminante en el monte Calvario, al pie de
la cruz. Nunca ha retirado su «Si», porque había
entregado toda su vida en las manos de Dios: «He
aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu
palabra».
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