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Nos
ofrece la Iglesia en el Domingo de Ramos, para
que los recordemos y meditemos de una vez más,
los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor
que culminan su obra redentora en la tierra. Y
convendrá que, no sólo hoy, sino también los
próximos días de la Semana Santa, meditemos
pausadamente en esas escenas de la Pasión que,
de un modo tan claro, nos muestran el amor de
Dios por el hombre y la maldad del pecado.
Pero
hoy, siguiendo los pasos a de Jesús y
acompañados de los apóstoles y de tantos que
le vitorearon aquel día, recordamos contentos
la aclamación que recibió Jesús. Nos interesa
mucho evocar aquella circunstancia,
relativamente frecuente en su vida, aunque no
faltaran también a menudo los momentos en que
sufrió la incomprensión, la crítica
inconsiderada y hasta la violencia de la gente.
Las más de las veces, en todo caso, el pueblo
sencillo reunido reconoce la bondad de Jesús,
se muestran agradecidos y, de un modo natural,
expresan sus sentimientos aclamandole.
¡Bendito
el que viene en nombre del Señor!,
dice con toda razón la gente. Viene en el
nombre de Dios y está ahí. Está por ellos,
para ellos, a favor de ellos, como está ahora
junto a nosotros aunque no le vean nuestros ojos.
Aquellas gentes son para nosotros un permanente
ejemplo, un recordatorio de que, teniendo a
nuestro Dios tan cerca, es de justicia que nos
sintamos felices. La cercanía del Señor
reclama de sus hijos que demos testimonio de
alegría, de optimismo, de seguridad, de paz. Es
necesario que los demás nos noten sin temores a
pesar del dolor y las contrariedades, a pesar de
las dificultades habituales, o incluso
extraordinarias de nuestra vida.
El
estado de ánimo de un cristiano, por ser hijo
de Dios, contrastará necesariamente con el de
los hombres que no tienen fe o no la practican.
Por tanto, si alguna vez nos sentimos tristes,
reaccionaremos con prontitud: un pensamiento
sobrenatural, y ¡arriba ese corazón! Jamás
tenemos derecho a estar tristes. Nunca llevamos
razón: por muchos aspectos negativos que nos
sintamos forzados a contemplar, por grande que
sea el sufrimiento, siempre será más cierto y
más objetivo, que Dios nuestro Señor nos
contempla con cariño paternal, aunque no
sepamos reconocerlo. Tal vez, cuando por alguna
circunstancia especial nos pese más la tristeza,
sea entonces el momento de reaccionar; y
estimulados quizá por ese sinsabor, abriremos
los ojos del alma, hasta reconocer que el Señor
pasa triunfante ante nosotros y para nosotros
como siempre.
De
continuo es una buena ocasión para la alegría.
Aunque en nuestra vida haya penas, no deben ser
jamás tan profundas como para introducirnos en
una absoluta tristeza. Seríamos injustos, por
no darle importancia a que Dios está junto a
nosotros de continuo: siempre junto a nosotros y
a nuestro favor. El Domingo de Ramos, día de
alegría también en la liturgia, puede y debe
ser una jornada de siempre para cada uno. Pero
antes de las alabanzas, nos cuenta San Marcos un
suceso muy interesante, porque de algún modo
hizo posible la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén. Jesús encomienda a dos de sus
discípulos una pequeña tarea. Deben realizar
un misterioso encargo, consistente en traerle un
borrico joven, en el que nadie había montado
todavía, para que, a la usanza de los grandes
personajes de Israel, pudiera recibir
adecuadamente la aclamación del pueblo.
No sabemos quiénes fueron los dos discípulos
que trajeron el borrico. Sabemos, en cambio, que
Jesús confió en ellos y que tuvieron fe en
Jesús: no pensaron en dificultades, a pesar de
lo audaz y atrevido que pudiera parecer el
encargo, sino que hicieron exactamente como
Jesús les había indicado. Tal vez, a esas
alturas de la vida pública del maestro y
después de tantos días en su compañía, ya se
habían habituado a obedecerle y a experimentar
la eficacia de esa obediencia: no se les
ocurría pensar que los acontecimientos fueran a
desarrollarse de modo distinto a como había
predicho Jesús. Lo importante, en todo caso,
era hacer su voluntad, porque era la voluntad de
Jesús.
De
continuo descubrimos lo que Dios espera de
nosotros, en las más corrientes circunstancias
de nuestra jornada. Si lo pensamos con cierto
detenimiento, podremos reconocer que, esos modos
de actuar que agradan a Dios, vienen a ser
encargos que El nos hace: nos espera de mil
modos diversos, como a aquellos dos discípulos
que le trajeron el asno. Como esperó y
encontró siempre correspondencia en Santa
María.
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