Acuérdate, oh piadosísima Virgen María ...

 

Medita detenidamente en cada parte del "Acordaos", antigua oración que nos hace buscar la intercesión siempre amorosa de nuestra Madre del cielo.

Cada oración a María Santísima nos adentra en su Corazón Dulcísimo, y, en consecuencia, en el Corazón de Cristo, Corazón de Dios.

Por Antonio Orozco

Una de las más antiguas plegarias

        La oración a la que ahora quiero referirme es muy antigua –más aún que San Bernardo– conocida por su primera palabra: «Acordaos»; o en latín: Memorare. Así comienza: "Acuérdate, oh piadosísima –oh, cariñosísima– Virgen María..." Decimos: ¡Acuérdate!, y quizá cabría esperar una respuesta de un estilo semejante a éste: —¿Que me acuerde, hijo? ¿Tú vas a recordarme a Mí algún asunto tuyo? ¿Puede olvidarse una madre del hijo de sus entrañas? Pues mira, aunque alguna se olvidara, yo jamás me olvidaré de ti [1] .

        Pero María no desdeña nuestros ingenuos modos. Sabe que somos niños en la vida espiritual, y los niños son olvidadizos. Sabe que nos conviene recordar que Ella no olvida, que es humanísima, la más humana de las criaturas. Por eso nos comprende bien y le gusta oírnos decir: "¡acuérdate...!". Así percibe el calor de nuestra filiación sentida. Ve que nos comportamos con la naturaleza del hijo: ¡mamá, no te olvides de comprarme aquello...! Y la madre sonríe y piensa: ¡qué sabes tú de la inmensidad de mi cariño!

Asombro sorpresa y alegría en la contemplación de la Madre de Dios

El ¡oh!


        Ciertamente, no sabemos bien las maravillas escondidas en el corazón de María. Pero nos bastan las de antiguo conocidas para enmudecer de asombro al mirarla: ¡Oh, cariñosísima Virgen María! Ese «¡oh!» del «Acordaos» –como el de tantas otras plegarias marianas– es la síntesis de un inconmensurable discurso, resumen de una inmensa biblioteca dedicada a la obra maestra de Dios. En latín, la nuestra es una "O" sin hache, interjección que los gramáticos entienden, no como una parte más de la oración, sino como una oración entera, elíptica, donde el sentimiento –asombro, sorpresa, alegría...– domina a quien habla y le obliga a suprimir palabras. Aquí una sola letra, la "O", las contiene todas, en un doble sentido, tanto invocativo como admirativo.

                 En nuestra indigencia, alzamos nuestra mirada al Cielo y –al verla–, invocar y admirar es todo uno. En un sólo instante, se concentra a la vista toda la belleza y gracia posible en una criatura, y el corazón sufre un dulce sobresalto: ¡Oh...! Es una «O» larga, rotunda –sin reservas, sin aristas, sin ángulos vacíos– como el mundo, como el universo, magna –en su intención– como Ella. En latín, la «O» anda solitaria; en castellano, seguida de hache muda, porque mudos quedamos en el asombro súbito.

        Conocemos un «¡Oh!» magnífico de Jesús: aquél ante la fe –encendida, ingeniosa, tenaz– de la encantadora madre cananea: O mulier!, ¡Oh mujer, grande es tu fe! [2] . Asombra la admiración de Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.

        ¡Cómo no se admiraría Jesús, mucho más aún, ante la fe colosal, la esperanza, el Amor, la plenitud de gracia de su Madre Virgen! Qué profundidad y riqueza de matices tendrían sus «!Oh...!», íntimos, al mirarla en silencio. Así quisieran ser los nuestros. Y lo son, porque Jesús se nos da entero y nos presta, gustosísimo, todo lo suyo: «todo lo mío es tuyo», nos dice [3] .

        «Acuérdate, oh piadosísima –oh cariñosísima– Virgen María, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a tu protección, implorando tu asistencia y reclamando tu socorro, haya sido abandonado de ti». Jamás se ha oído decir, jamás se dirá. Bastaría recordar aquellos Milagros de Nuestra Señora, narrados con encantadora ingenuidad por Gonzalo de Berceo, expresión poética de realísima experiencia universal. Sí, Ella, purísimo milagro de la gracia divina, no cesa de obrar milagros en las almas de sus hijos, y atiende toda súplica: es Omnipotencia suplicante, y Madre en plenitud de sentido.

Confiando en la infinita bondad de Dios

Un valioso título: «pecador contrito»


        Por eso, yo, animado, alentado, confortado con esa confianza, con esa fe esperanzada, a tí acudo Madre, Virgen la más excelsa de las vírgenes; ad te venio..., a ti vengo, sin perder un instante, corriendo, como un niño –lo que soy– a su madre, veloz en el peligro, en la necesidad, en el miedo o en la angustia, con segura certeza del «jamás» haberse oído contar excepción alguna a tus cuidados exquisitos sobre quienes admirados te invocan.

        En tu misericordia inaudita no nos tratas como merecen nuestros pecados, negligencias u olvidos. Al contrario, cuando te invoca un pecador le atiendes con particular solicitud. Para tí, «pecador» es como un título que demanda amor más grande. Por eso, coram te gemens peccator accedo, en el «Acordaos», de intento me presento como lo que soy: pecador, un pecador contrito, con un gemido de amor encendido en el dolor de haberte ofendido ofendiendo a Jesús, fruto bendito de tu vientre.

        Acudo a tí sucio, roto, desastrado, sin ocultarte miseria alguna, persuadido de que una madre atiende primero al hijo más necesitado. Jamás se ha visto a un hijo tan sucio que no lo pueda limpiar una madre. Con esta firme confianza a ti acudo, a ti vengo. Vengo del lodo a la más pura nitidez; vengo de la miseria a la misericordia; de la indigencia al poder; de la fragilidad a la fortaleza; de la soberbia a la humildad; de la desgracia a la gracia en plenitud; de la ignorancia al Asiento de la Sabiduría.        

Sus divina maternidad origen de su poder y nuestra confianza

Madre del Verbo        


        Oh, Madre de Dios, no deseches mis humildes súplicas: Noli, Mater Verbi, verba mea despicere. Tú que eres la Madre del Verbo, porque el Espíritu Santo te cubrió con su sombra y el Verbo se hizo carne en tu seno Virginal; tú, en quien habitó corporalmente la Palabra subsistente, única, del Padre, en la que «se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» [4] y es fuente y resumen de toda verdad [5] ; tú, la criatura que más y mejor ha comprendido la palabra suprema; que eres el Asiento de la Sabiduría, ¿cómo no vas a comprender mis palabras, éstas que de algún modo proceden de la Palabra única, como fruto de la moción del Espíritu, Espíritu de tu Hijo y Esposo tuyo? ¿Cómo no vas a escuchar mi verbo, Madre del Verbo? ¿Cómo no vas a poner toda tu sabiduría y omnipotencia suplicante al servicio de mi palabra llena de fe y de confianza, de esa sabiduría que en ti misma se aprende? ¡Oh, Madre de Dios, qué seguridad confiere esa oración de tan sabrosas remembranzas!

        ¿Será menester proseguir? Sed audi propitia et exaudi, escucha propicia mi plegaria, acógela indulgente, con benevolencia. Sé que no tienes otro modo de atender, pero una vez más te recuerdo a ti, para recordar yo; para tener en presente que para ti no hay pasado ni futuro, porque vives inmersa en Dios eterno. Tu memoria lo abarca todo. Y si yo recordara siempre el futuro, estaría siempre rezando el Acordaos, recordándome que recuerdas.

        ¡Acuérdate!, es un canto de confiado amor que quisiera vibrar en todos los corazones de la tierra. ¡Que todos se sientan seguros bajo tu amplísimo manto! ¡Que yo no pierda nunca esa confianza! ¡Que nadie la pierda! ¡que todo el mundo la gane! ¡que se acuerde de que jamás se ha oído decir y jamás se dirá que ninguno de los que a ti acuden haya sido abandonado! ¡que todos nos acordemos de recordártelo y te presentemos sin cesar humildes nuestras súplicas!

        A ti hemos de acudir en todas nuestras necesidades, y en las de las personas que amamos. Quizá se encuentran lejos en el espacio; quizá sufran alguna tribulación o desmayo, se agota su fe o su esperanza, se enfría el amor, se cimbrea su fidelidad, y nada podemos hacer... sino rezar. ¡No es poco! Es mucho, lo primero, lo más valioso y eficaz. Rezamos el Acordaos, y el sentimiento de impotencia cede ante la «Omnipotencia» patente; se abre paso la certeza de la proximidad, de la unión íntima en la Comunión de los Santos: somos uno, como el Padre y el Hijo son uno. Nuestra oración alcanza los extremos más lejanos, porque tu manto azul abraza el horizonte entero de la humanidad.

        Rezamos los unos por los otros –sobre todo por quienes más lo necesiten– y se cumple a menudo la graciosa seguiriya gitana:

Ar venir er día
Yegan mis tormentos;
En yegando á las orasiones
Recobro el aliento.

        Es el aliento del Espíritu que nos alcanza por quien está del Espíritu Santo llena y es por eso Mediadora de todas las gracias, Consoladora de los afligidos, Refugio de los pecadores, Causa de nuestra alegría, Fortaleza en la batalla, Corazón que nos estrecha a todos con un lazo único.

Tradicional oración para pedir por otros

        Cara a la Iglesia universal


        Ciertamente, «no se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales. María lleva a Jesús, y Jesús es «primogénito entre muchos hermanos». Conocer a Jesús, por tanto, es darnos cuenta de que nuestra vida no puede vivirse con otro sentido que con el de entregarnos al servicio de los demás. Un cristiano no puede detenerse sólo en problemas personales, ya que ha de vivir de cara a la Iglesia universal, pensando en la salvación de todas las almas.

        «(...) Impregnados de este espíritu, nuestros rezos, aun cuando comiencen por temas y propósitos en apariencia personales, acaban siempre discurriendo por los cauces del servicio a los demás. Y si caminamos de la mano de la Virgen Santísima, Ella hará que nos sintamos hermanos de todos los hombres: porque todos somos hijos de ese Dios del que Ella es Hija, Esposa y Madre» [6] .

        Rezar por otros el «Acordaos», es decirte a ti, Madre nuestra, lo que tú dijiste a Jesús: «No tienen vino» [7] . ¿Cómo podrías resistirte a tu misma oración? De nuevo habrá milagro. Quizá poquito a poco, pasito a paso, pero lo habrá. El sarmiento se unirá de nuevo a la cepa, o se unirá más –que en las viñas del alma no hay límite para la unión–, y a su tiempo brotarán racimos dorados, copiosos, sabrosos, de buen vino para el altar y para la alegría de la vida cotidiana; vino que, sobre el ara, se transformará en la Sangre redentora de tu Hijo, y recorrerá las venas de nuestras almas –en expresión de San Josemaría Escrivá– con el bullir limpio y sobrenatural de la sangre de familia.

 

Oh, Madre del Verbo –¡Oh...!–, escucha mi verbo.

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir que ninguno
de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando
vuestro socorro, haya sido desamparado.
Animado por esta confianza, a Vos también acudo,
¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente.
Amén.

  

          

 


[1] Cfr. Is 49, 14-15.

[2] Mt 15, 21.

[3] Lc 15, 31.

[4] Col 2, 3.

[5] Eccli 1, 5.

[6] SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, núm. 145.

[7] Jn 2, 3.