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INMACULADO
CORAZÓN DE MARÍA - Memoria
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Evangelio:
Lc 2,41-51 Sus
padres iban todos los años a Jerusalén para la
fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años,
subieron a la fiesta, como era costumbre.
Pasados aquellos días, al regresar, el niño
Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo
advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la
caravana, hicieron un día de camino buscándolo
entre los parientes y conocidos, y al no
encontrarlo, volvieron a Jerusalén en su busca.
Y al cabo de tres días lo encontraron en el
Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles
y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban
admirados de su sabiduría y de sus respuestas.
Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre:
—Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que
tu padre y yo, angustiados, te buscábamos.
Y él les dijo:
—¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es
necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?
Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
Bajó con ellos, vino a Nazaret y les estaba
sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en
su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en
edad y en gracia delante de Dios y de los
hombres.
MARIA
NOS QUIERE CON CORAZÓN DE MADRE
Hoy celebra la
Iglesia el amor que nos tiene la Madre de
Dios y Madre nuestra representado en su
Inmaculado Corazón. Quizá de nada estamos
tan seguros como del amor que nos tiene
nuestra propia madre. ¡Cuánto más seguros
estaremos y cómo será de inmenso su amor,
tratándose de María Santísima, la Madre
que Jesús nos entregó desde la Cruz.
Decimos
en este día que María nos quiere con un
corazón inmaculado, sin mancha. Nos ama con
un corazón que jamás ha querido algo
desordenadamente, porque, en todo momento,
dirige sus afectos a través de Dios. Siendo
María la llena de Gracia, hay en Ella una
sintonía máxima con Dios. Por el singular
privilegio de su concepción sin pecado, no
padece las consecuencias del apartamiento de
Dios y en todo momento goza de una visión
clara de la verdad, con la que descubre
inmediatamente el atractivo y el bien que
suponen amar a Dios.
María
siempre ama. Cada instante de su existencia es
para nuestra Madre una clara ocasión de
intimidad con su Creador, que va concretando
al actualizar la conducta que más agrada a su
Creador. De un modo o de otro, las suyas son
de continuo actitudes maternales, actitudes,
por tanto, de servicio, entregada a su Hijo
Jesucristo y a todos los demás hombres –sus
hijos adopción–, destinados por la
Encarnación y la Redención a la Vida Eterna.
El
Corazón de María no tiene experiencia sino
de amar. No hay en Ella relación con el
diablo, padre de la mentira, por eso su corazón
no está viciado de egoismo. María no es como
nosotros, que con frecuencia, engañados,
preferimos un interés particular, no lo que
Dios espera, antes que amarle.
La
singular claridad de inteligencia de María le
permitía reconocer a Dios junto a sí, que
aguardaba a cada paso su amor. Nada aparecía
como indiferente para la Llena de Gracia.
Hasta lo que resultaba más insignificante
para sus contemporáneos, era para Ella una
valiosa ocasión de entregarse generosamente y
agradecida a su Creador.
No
veía María con desagrado el esfuerzo de
buscar una y otra vez lo más perfecto en el
trabajo, lo más generoso en el servicio, lo más
perseverante en la oración –todo es oración
para María, que no pierde la presencia actual
de Dios–; por el contrario, contempla a su
Señor más cercano a cada instante, por eso,
a cada instante es más feliz aunque le cueste.
Confiando
en este amor que ha puesto totalmente en Dios,
y por El en la humanidad, nos acogemos a su
maternal auxilio. No puede defraudarnos, ya
que nos ama con el mismo corazón inmaculado
con el que quiere a Dios como nadie más le
puede querer. Su gran amor al Creador, de
quien quiso ser esclava, y a quien se entregó
deseosa de que se cumpliera en Ella su palabra,
manifiesta –por la calidad de su entrega–
la perfección y generosidad de su corazón
lleno de Gracia.
Animada
de esas mismas disposiciones acogió la petición
de su Hijo al pie de la Cruz, de ser Madre
nuestra. Por eso, aunque la Sagrada Escritura
narre pocos detalles de la entrega maternal de
María a los discípulos de su Hijo, estamos
seguros de su desvelo por los Apóstoles y de
la eficacia de su intercesión en favor de la
Iglesia naciente. Su amor por los hombres
brota del mismo amor con que sirvió a Dios
como corredentora en los días de su vida
mortal. Ahora, como siempre, prodiga su
protección sobre la Iglesia Universal. Se
hace más patente, en todo caso, para quienes
se acogen acogen de modo especial a su
protección, y confiados acuden como niños
buscando su auxilio, persuadidos de que será
por los siglos apoyo infalible de los hombres,
en el camino hasta la eterna bienaventuranza.
Tampoco
faltarán en la historia futura de la
humanidad esas intervenciones extraordinarias
de la Madre de Dios y Madre nuestra, de las
que tenemos ya repetida experiencia. ¡Cuántos
santuarios de la Virgen conmemoran por el
mundo su maternal protección a lo largo de
los siglos! El suyo es un corazón
permanentemente a nuestro favor; que nos ama,
aunque, demasiado pendientes de nuestras cosas,
casi no nos acordemos de Ella. También
entonces vigilará María. Querrá salir al
paso de las penas y dolores de sus hijos, y fácilmente
notaremos su cariño a poco que fomentemos su
devoción.
Del
mismo como que se adelantó, aliviando el
problema que por un descuido iban a tener los
jóvenes esposos de Caná de Galilea –según
narra san Juan–, también sale al paso de
los hombres de hoy. Hasta el final de los
tiempos, además del amor que siente por la
humanidad, siendo Llena de Gracia, María
tiene asumido el encargo de su Hijo, que quiso
que no nos faltara nunca en el mundo una
protección maternal.
Acudir,
en fin, a Santa María, es señal infalible de
gloriosa predestinación. Con
su corazón de Madre, no sólo nos quiere
bienaventurados en el Cielo sino también –como
lo fueron los santos– felices en la tierra.
FIESTA
DEL INMACULADO CORAZÓN DE MARIa
María,
Corredentora con Cristo
I. Jesús creció,
entre María y José, en un ambiente lleno de amor
sacrificado y alegre, de protección firme y de
trabajo. Más tarde, durante su vida pública.
Salvo el milagro de la conversión del agua en
vino, los Evangelistas no señalan que estuviera
presente en ningún otro milagro. Tampoco estuvo
presente en los momentos en que las gentes
desbordaban entusiasmo por su Hijo: “Pero no
huye del desprecio del Gólgota: allí está,
justa crucem Jesu –junto a la cruz de Jesús su
Madre” (SAN
JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n.507). Dios la
amó de un modo singular y único. Sin embargo, no
la dispensó del trance del Calvario, haciéndola
participar en el dolor como nadie, excepto su Hijo,
haya jamás sufrido. La Virgen no sólo acompañaba
a Jesús, sino que estaba unida activa e íntimamente
al sacrificio que se ofrecía en aquel primer
altar. Por eso, podemos pensar que en cada Misa,
centro y corazón de la Iglesia, se encuentra María.
II. Desde la Cruz, Jesús confía su Cuerpo Místico,
la Iglesia, a Santa María, en la persona de San
Juan. Sabía que constantemente necesitaríamos de
una Madre que nos protegiera, que los levantara y
que intercediera por nosotros. María aparece
particularmente cercana a la Iglesia, porque la
Iglesia es siempre como su Cristo, primero Niño,
y después Crucificado y Resucitado (K. WOJTYLA,
Signo de contradicción). La Virgen corredime
junto a su Hijo en el Calvario, pero también lo
hizo cuando pronunció su fiat al recibir la
embajada del Ángel, y en Belén, y en el tiempo
que permaneció en Egipto, y en su vida corriente
en Nazaret. Como Ella también nosotros podemos
ser corredentores todas las horas del día si las
llenamos de oración, si trabajamos a conciencia y
si vivimos una amable caridad con quienes nos
rodean.
III. Jesús, viendo a su Madre, y al discípulo a
quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre:
Mujer, he ahí a tu hijo. Desde aquella hora el
discípulo la recibió en su casa (JUAN, 19,
26-27). Jesús nos ha dado la filiación divina,
haciéndonos hijos de Dios y nos ha hecho hijos de
María. La Virgen ve en cada cristiano a su hijo
Jesús, y nosotros podemos encontrarla mientras
celebramos o participamos en al Santa Misa. Con
Ella podemos ofrecer toda nuestra vida mientras
decimos identificándonos con los mismos
sentimientos de Cristo: ¡Padre
Santo!, por el Corazón Inmaculado de María, os
ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas
sus intenciones y en nombre de todas las criaturas.
(P. M. SULAMITIS, Oración de la Ofrenda al Amor
Misericordioso).
Fuente: Colección
"Hablar con Dios" por Francisco Fernández
Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
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