MADRE DE MISERICORDIA
Juan Pablo II, en el rezo del "Regina
Coeli" del Domingo 22 de abril de 2001
María
Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia» (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó (cf. Ef 2, 10) y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria» (Ef 1, 12).
118.
Al concluir estas consideraciones, encomendamos
a María, Madre de Dios y Madre de
Misericordia, nuestras personas, los
sufrimientos y las alegrías de nuestra
existencia, la vida moral de los creyentes y de
los hombres de buena voluntad, las
investigaciones de los estudiosos de moral.
María es Madre de Misericordia porque
Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre
como revelación de la Misericordia de Dios (cf.
Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino
para perdonar, para derramar misericordia (cf.
Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica
en su estar en medio de nosotros y en la llamada
que nos ha dirigido para encontrarlo y
proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de
Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre
puede cancelar la Misericordia de Dios, ni
impedirle poner en acto toda su fuerza
victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más
aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor
fuerza el amor del Padre que, para rescatar al
esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su
misericordia para nosotros es redención. Esta
misericordia alcanza la plenitud con el don del
Espíritu Santo, que genera y exige la vida
nueva. Por numerosos y grandes que sean los
obstáculos opuestos por la fragilidad y el
pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la
faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30),
posibilita el milagro del cumplimiento perfecto
del bien. Esta renovación, que capacita para
hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a
Dios y conforme a su voluntad, es en cierto
sentido el colofón del don de la misericordia,
que libera de la esclavitud del mal y da la
fuerza para no pecar más. Mediante el don de la
vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor
y nos conduce al Padre en el Espíritu.
119.
Esta es la consoladora certeza de la fe
cristiana, a la cual ella debe su profunda
humanidad y su extraordinaria sencillez. A
veces, en las discusiones sobre los nuevos y
complejos problemas morales, puede parecer como
si la moral cristiana fuese en sí misma
demasiado difícil: ardua para ser comprendida y
casi imposible de practicarse. Esto es falso,
porque -en términos de sencillez evangélica-
ella consiste fundamentalmente en el seguimiento
de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el
dejarse transformar por su gracia y ser
renovados por su Misericordia, que se alcanzan
en la vida de comunión de su Iglesia.«Quien
quiera vivir -nos recuerda san Agustín-, tiene
en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se
acerque, que crea, que se deje incorporar para
ser vivificado. No rehuya la compañía de los
miembros». Con la luz del Espíritu, cualquier
persona puede entenderlo, incluso la menos
erudita, sobre todo quien sabe conservar un
«corazón entero»(Sal 86 [85], 11). Por otra
parte, esta sencillez evangélica no exime de
afrontar la complejidad de la realidad, pero
puede conducir a su comprensión más verdadera
porque el seguimiento de Cristo clarificará
progresivamente las características de la
auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo
tiempo, la fuerza vital para su realización.
Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de
Cristo se desarrolle de modo orgánico, sin que
sean falsificadas o soslayadas sus exigencias
morales -con todas las consecuencias que ello
comporta- es tarea del Magisterio de la Iglesia.
Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cf.
Jn 14, 15).
120.
También María es Madre de
Misericordia porque Jesús le confía su
Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la
Cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando,
junto con Cristo, pide al Padre el perdón para
aquéllos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23,
34), María, en perfecta docilidad al Espíritu,
experimenta la riqueza y universalidad del amor
de Dios, que le dilata el corazón y le capacita
para abrazar a todo el género humano. De este
modo, se nos entrega como Madre de todos y de
cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre
que nos alcanza la Misericordia Divina.
María es signo luminoso y ejemplo preclaro de
vida moral:«la vida de ella sola es enseñanza
para todos», escribe san Ambrosio, que
dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero
en un horizonte abierto a todos, afirma:«El
primer deseo ardiente de aprender lo da la
nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que
la Madre de Dios o más espléndida que Aquélla
que fue elegida por el mismo Esplendor?». Vive y
realiza la propia libertad donándose a Dios y
acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento
del nacimiento, custodia en su seno virginal al
Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace
crecer y lo acompaña en aquel gesto supremo de
libertad que es el sacrificio total de la propia
vida. Con el don de sí misma, María entra
plenamente en el designio de Dios, que se
entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su
corazón acontecimientos que no siempre puede
comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en el
modelo de todos aquéllos que escuchan la palabra
de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el
título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría
es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios,
que revela y cumple perfectamente la voluntad
del Padre (cf. Heb 10, 5-10).
María invita a todo ser humano a acoger esta
Sabiduría. También nos dirige la orden dada a
los sirvientes en Caná de Galilea durante el
banquete de bodas:«Haced lo que él os diga»
(Jn
2, 5).
María condivide nuestra condición humana pero
con total transparencia a la gracia de Dios. No
habiendo conocido el pecado, está en condiciones
de compadecerse de toda debilidad. Comprende al
hombre pecador y lo ama con amor de Madre.
Precisamente por esto se pone de parte de la
verdad y condivide el peso de la Iglesia en el
recordar constantemente a todos las exigencias
morales. Por el mismo motivo, no acepta que el
hombre pecador sea engañado por quien pretende
amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de
este modo, se vaciaría de contenido el
sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna
absolución, incluso la ofrecida por
complacientes doctrinas filosóficas o
teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al
hombre: sólo la Cruz y la gloria de Cristo
resucitado pueden dar paz a su conciencia y
salvación a su vida.
FUENTE:
CONCLUSIÓN DE LA CARTA ENCÍCLICA "VERITATIS
SPLENDOR" - SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA -
Dada en
Roma, el 6 de agosto -fiesta de la Transfiguración del
Señor- del año 1993, décimo quinto del Pontificado de Juan
Pablo II.
MADRE DE
GRACIA
1. En el relato de la
Anunciación, la primera palabra del saludo del
Ángel -Alégrate- constituye una invitación a la alegría que remite a los oráculos del Antiguo Testamento dirigidos a la hija de Sión. Lo hemos puesto de relieve en la catequesis anterior, explicando también los motivos en los que se funda esa invitación: la presencia de Dios en medio de su pueblo, la venida del rey mesiánico y la fecundidad materna. Estos motivos encuentran en María su pleno cumplimiento.
El Ángel Gabriel, dirigiéndose a la Virgen de Nazaret, después del saludo «Alégrate», la llama «Llena de
Gracia». Esas palabras del texto griego: «Alégrate» y
«Llena de Gracia», tienen entre sí una profunda conexión: María es invitada a alegrarse sobre todo porque Dios la ama y la ha colmado de gracia con vistas a la maternidad divina.
La fe de la Iglesia y la experiencia de los santos enseńan que la gracia es la fuente de alegría y que la verdadera
alegría viene de Dios. En María, como en los cristianos, el don divino es causa de un profundo gozo.
Llena de Gracia es el nombre propio de María para Dios porque sería la
Madre del Verbo
2. «Llena de Gracia»: esta palabra dirigida a María se presenta como una calificación propia de la mujer destinada a convertirse en la
Madre de Jesús. Lo recuerda oportunamente la constitución Lumen gentium, cuando afirma:
«La Virgen de Nazaret es saludada por el
Ángel de la Anunciación, por encargo de Dios, como "Llena de
Gracia"» (n. 56).
El hecho de que el mensajero celestial la llame así confiere al saludo angélico un valor más alto: es manifestación del misterioso plan salvífico de Dios con relación a María. Como escribí en la encíclica Redemptoris Mater: «La plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo» (n. 9).
Llena de Gracia es el nombre que María tiene a los ojos de Dios. En efecto,
el Ángel, según la narración del evangelista san Lucas, lo usa incluso antes de pronunciar el nombre de María, poniendo así de relieve el aspecto principal que el Seńor ve en la personalidad de la Virgen de Nazaret.
La expresión «Llena de Gracia» traduce la palabra griega "kexaritomene", la cual es un participio pasivo.
Así pues, para expresar con mįs exactitud el matiz del término griego, no se debería decir simplemente llena de gracia, sino
«Hecha
Llena de Gracia» o «Colmada de Gracia», lo cual indicaría claramente que se trata de un don hecho por Dios a la Virgen. El término, en la forma de participio perfecto, expresa la imagen de una gracia perfecta y duradera que implica plenitud. El mismo verbo, en el significado de «colmar de gracia», es usado en la carta a los Efesios para indicar la abundancia de gracia que nos concede el Padre en su Hijo amado (cf. Ef 1, 6). María la recibe como primicia de la Redención (cf. Redemptoris Mater, 10).
María recibe el don más grandioso que es posible de modo totalmente gratuito
3. En el caso de la Virgen, la acción de Dios resulta ciertamente sorprendente. María no posee ningún
título humano para recibir el anuncio de la venida del Mesías. Ella no es el sumo sacerdote, representante oficial de la religión judía, y ni siquiera un hombre, sino una joven sin influjo en la sociedad de su tiempo. Además, es originaria de Nazaret, aldea que nunca cita el Antiguo Testamento y que no debía gozar de buena fama, como lo dan a entender las palabras de Natanael que refiere el
Evangelio de San Juan: «De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46).
El carácter extraordinario y gratuito de la intervención de Dios resulta así más evidente si se compara con el texto del evangelio de san Lucas que refiere el episodio de Zacarías. Ese pasaje pone de relieve la condición sacerdotal de Zacarías, así como la ejemplaridad de vida, que hace de él y de su mujer Isabel modelos de los justos del Antiguo Testamento: «Caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Seńor» (Lc 1, 6).
En cambio, ni siquiera se alude al origen de María. En efecto, la expresión «de la casa de David» (Lc 1, 27) se refiere sólo a José. No se dice nada de la conducta de María. Con esa elección literaria, san Lucas destaca que en ella todo deriva de una gracia soberana. Cuanto le ha sido concedido no proviene de ningún título de mérito, sino
únicamente de la libre y gratuita predilección divina.
Absoluta bondad y benevolencia de divinas
4. Al actuar así, el evangelista ciertamente no desea poner en duda el excelso valor personal de la Virgen santa. Más bien, quiere presentar a María como puro fruto de la benevolencia de Dios, quien tomó de tal manera posesión de ella, que la hizo, como dice el
Ángel, Llena de Gracia. Precisamente la abundancia de gracia funda la riqueza espiritual oculta en
María.
En el Antiguo Testamento, Yahveh manifiesta la sobreabundancia de su amor de muchas maneras y en numerosas circunstancias. En María, en los albores del Nuevo Testamento, la gratuidad de la misericordia divina alcanza su grado supremo. En ella la predilección de Dios, manifestada al pueblo elegido y en particular a los humildes y a los pobres, llega a su culmen.
La Iglesia, alimentada por la palabra del Seńor y por la experiencia de los santos, exhorta a los creyentes a dirigir su mirada hacia la Madre del Redentor y a sentirse como ella amados por Dios. Los invita a imitar su humildad y su pobreza, para que, siguiendo su ejemplo y gracias a su intercesión, puedan perseverar en la gracia divina que santifica y transforma los corazones.
Papa Juan Pablo II
- Audiencia general del 8
de mayo de 1996, dedicada a comentar el relato
evangélico de la Anunciación.
La
antiquísima imagen Milagrosa de la Virgen María
que presentamos en esta página, se encuentra en
el Célebre Santuario de la Madre de la
Misericordia en la ciudad de Wilno en Lituania;
sobre la Puerta Oriental. Junto a ella fue
expuesta por primera vez a la veneración pública
la Sagrada Imagen de la Divina Misericordia,
en el año 1935.
La ciudad de Wilno es célebre por su Santuario
Mariano en el oriente europeo. La imagen de la
Madre de la Misericordia, en un tiempo
formaba parte de un cuadro, quizá de la Virgen
de la Anunciación o de la Virgen Dolorosa al pié
de la Cruz; temas fundamentales de la maternidad
de María.
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