María
Mediadora de todas las Gracias
Catequesis de Juan Pablo II
(1-X-97)
1. Entre los títulos atribuidos a María en el
culto de la Iglesia, el capítulo VIII de la Lumen
gentium recuerda el de «Mediadora». Aunque algunos
padres conciliares no compartían plenamente esa
elección (cf. Acta Synodalia III, 8, 163-164), este
apelativo fue incluido en la constitución dogmática
sobre la Iglesia, confirmando el valor de la verdad
que expresa. Ahora bien, se tuvo cuidado de no
vincularlo a ninguna teología de la mediación,
sino sólo de enumerarlo entre los demás títulos
que se le reconocían a María.
Por lo demás, el texto conciliar ya refiere el
contenido del título de «Mediadora» cuando afirma
que María «continúa procurándonos con su múltiple
intercesión los dones de la salvación eterna»
(Lumen gentium, 62).
Como recuerdo en la encíclica Redemptoris Mater, «la
mediación de María está íntimamente unida a su
maternidad y posee un carácter específicamente
materno que la distingue del de las demás criaturas»
(n. 38).
Desde este punto de vista, es única en su género y
singularmente eficaz.
2. El mismo Concilio quiso responder a las
dificultades manifestadas por algunos padres
conciliares sobre el término «Mediadora»,
afirmando que María «es nuestra madre en el orden
de la gracia» (Lumen gentium, 61). Recordemos que
la mediación de María es cualificada
fundamentalmente por su maternidad divina. Además,
el reconocimiento de su función de mediadora está
implícito en la expresión «Madre nuestra», que
propone la doctrina de la mediación mariana,
poniendo el énfasis en la maternidad. Por último,
el título «Madre en el orden de la gracia» aclara
que la Virgen coopera con Cristo en el renacimiento
espiritual de la humanidad.
3. La mediación materna de María no hace sombra a
la única y perfecta mediación de Cristo. En efecto,
el Concilio, después de haberse referido a María
«mediadora», precisa a renglón seguido: «Lo cual,
sin embargo, se entiende de tal manera que no quite
ni añada nada a la dignidad y a la eficacia de
Cristo, único Mediador» (ib., 62). Y cita, a este
respecto, el conocido texto de la primera carta a
Timoteo: «Porque hay un solo Dios, y también un
solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús,
hombre también, que se entregó a sí mismo como
rescate por todos» (1 Tm 2,5-6).
El Concilio afirma, además, que «la misión
maternal de María para con los hombres de ninguna
manera disminuye o hace sombra a la única mediación
de Cristo, sino que manifiesta su eficacia» (Lumen
gentium, 60).
Así pues, lejos de ser un obstáculo al ejercicio
de la única mediación de Cristo, María pone de
relieve su fecundidad y su eficacia. «En efecto,
todo el influjo de la santísima Virgen en la
salvación de los hombres no tiene su origen en
ninguna necesidad objetiva, sino en que Dios lo
quiso así. Brota de la sobreabundancia de los méritos
de Cristo, se apoya en su mediación, depende
totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia»
(ib.).
4. De Cristo deriva el valor de la mediación de María,
y, por consiguiente, el influjo saludable de la santísima
Virgen «favorece, y de ninguna manera impide, la
unión inmediata de los creyentes con Cristo» (ib.).
La intrínseca orientación hacia Cristo de la acción
de la «Mediadora» impulsa al Concilio a recomendar
a los fieles que acudan a María «para que,
apoyados en su protección maternal, se unan más íntimamente
al Mediador y Salvador» (ib., 62).
Al proclamar a Cristo único Mediador (cf. 1 Tm
2,5-6), el texto de la carta de san Pablo a Timoteo
excluye cualquier otra mediación paralela, pero no
una mediación subordinada. En efecto, antes de
subrayar la única y exclusiva mediación de Cristo,
el autor recomienda «que se hagan plegarias,
oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos
los hombres» (1 Tm 2,1). ¿No son, acaso, las
oraciones una forma de mediación? Más aún, según
san Pablo, la única mediación de Cristo está
destinada a promover otras mediaciones dependientes
y ministeriales. Proclamando la unicidad de la de
Cristo, el Apóstol tiende a excluir sólo cualquier
mediación autónoma o en competencia, pero no otras
formas compatibles con el valor infinito de la obra
del Salvador.
5. Es posible participar en la mediación de Cristo
en varios ámbitos de la obra de la salvación. La
Lumen gentium, después de afirmar que «ninguna
criatura puede ser puesta nunca en el mismo orden
con el Verbo encarnado y Redentor», explica que las
criaturas pueden ejercer algunas formas de mediación
en dependencia de Cristo. En efecto, asegura: «Así
como en el sacerdocio de Cristo participan de
diversa manera tanto los ministros como el pueblo
creyente, y así como la única bondad de Dios se
difunde realmente en las criaturas de distintas
maneras, así también la única mediación del
Redentor no excluye sino que suscita en las
criaturas una colaboración diversa que participa de
la única fuente» (n. 62).
En esta voluntad de suscitar participaciones en la
única mediación de Cristo se manifiesta el amor
gratuito de Dios que quiere compartir lo que posee.
6. ¿Qué es, en verdad, la mediación materna de
María sino un don del Padre a la humanidad? Por eso,
el Concilio concluye: «La Iglesia no duda en
atribuir a María esta misión subordinada, la
experimenta sin cesar y la recomienda al corazón de
sus fieles» (ib.).
María realiza su acción materna en continua
dependencia de la mediación de Cristo y de él
recibe todo lo que su corazón quiere dar a los
hombres.
La Iglesia, en su peregrinación terrena,
experimenta «continuamente» la eficacia de la acción
de la «Madre en el orden de la gracia».
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, del 3-X-97
Presencia
de María en el origen de la Iglesia
Catequesis de Juan Pablo II (6-IX-95)
1. Después de haberme dedicado en las anteriores
catequesis a profundizar la identidad y la misión
de la Iglesia, siento ahora la necesidad de dirigir
la mirada hacia la santísima Virgen, que vivió
perfectamente la santidad y constituye su modelo.
Es lo mismo que hicieron los padres del concilio
Vaticano II: después de haber expuesto la doctrina
sobre la realidad histórico-salvífica del pueblo
de Dios, quisieron completarla con la ilustración
del papel de María en la obra de la salvación. En
efecto, el capítulo VIII de la constitución
conciliar Lumen gentium tiene como finalidad no sólo
subrayar el valor eclesiológico de la doctrina
mariana, sino también iluminar la contribución que
la figura de la santísima Virgen ofrece a la
comprensión del misterio de la Iglesia.
2. Antes de exponer el itinerario mariano del
Concilio, deseo dirigir una mirada contemplativa a
María, tal como, en el origen de la Iglesia, la
describen los Hechos de los Apóstoles. San Lucas,
al comienzo de este escrito neotestamentario que
presenta la vida de la primera comunidad cristiana,
después de haber recordado uno por uno los nombres
de los Apóstoles (Hch 1,13), afirma: «Todos ellos
perseveraban en la oración, con un mismo espíritu
en compañía de algunas mujeres, de María, la
madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,14).
En este cuadro destaca la persona de María, la única
a quien se recuerda con su propio nombre, además de
los Apóstoles. Ella representa un rostro de la
Iglesia diferente y complementario con respecto al
ministerial o jerárquico.
3. En efecto, la frase de Lucas se refiere a la
presencia, en el cenáculo, de algunas mujeres,
manifestando así la importancia de la contribución
femenina en la vida de la Iglesia, ya desde los
primeros tiempos. Esta presencia se pone en relación
directa con la perseverancia de la comunidad en la
oración y con la concordia. Estos rasgos expresan
perfectamente dos aspectos fundamentales de la
contribución específica de las mujeres a la vida
eclesial. Los hombres, más propensos a la actividad
externa, necesitan la ayuda de las mujeres para
volver a las relaciones personales y progresar en la
unión de los corazones.
«Bendita tú entre las mujeres» (Lc 1,42), María
cumple de modo eminente esta misión femenina. ¿Quién,
mejor que María, impulsa en todos los creyentes la
perseverancia en la oración? ¿Quién promueve,
mejor que ella, la concordia y el amor?
Reconociendo la misión pastoral que Jesús había
confiado a los Once, las mujeres del cenáculo, con
María en medio de ellas, se unen a su oración y,
al mismo tiempo, testimonian la presencia en la
Iglesia de personas que, aunque no hayan recibido
una misión, son igualmente miembros, con pleno título,
de la comunidad congregada en la fe en Cristo.
4. La presencia de María en la comunidad, que
orando espera la efusión del Espíritu (cf. Hch
1,14), evoca el papel que desempeñó en la
encarnación del Hijo de Dios por obra del Espíritu
Santo (cf. Lc 1,35). El papel de la Virgen en esa
fase inicial y el que desempeña ahora, en la
manifestación de la Iglesia en Pentecostés, están
íntimamente vinculados.
La presencia de María en los primeros momentos de
vida de la Iglesia contrasta de modo singular con la
participación bastante discreta que tuvo antes,
durante la vida pública de Jesús. Cuando el Hijo
comienza su misión, María permanece en Nazaret,
aunque esa separación no excluye algunos contactos
significativos, como en Caná, y, sobre todo, no le
impide participar en el sacrificio del Calvario.
Por el contrario, en la primera comunidad el papel
de María cobra notable importancia. Después de la
ascensión, y en espera de Pentecostés, la Madre de
Jesús está presente personalmente en los primeros
pasos de la obra comenzada por el Hijo.
5. Los Hechos de los Apóstoles ponen de relieve que
María se encontraba en el cenáculo «con los
hermanos de Jesús» (Hch 1,14), es decir, con sus
parientes, como ha interpretado siempre la tradición
eclesial. No se trata de una reunión de familia,
sino del hecho de que, bajo la guía de María, la
familia natural de Jesús pasó a formar parte de la
familia espiritual de Cristo: «Quien cumpla la
voluntad de Dios -había dicho Jesús-, ése es mi
hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,34).
En esa misma circunstancia, Lucas define explícitamente
a María «la madre de Jesús» (Hch 1,14), como
queriendo sugerir que algo de la presencia de su
Hijo elevado al cielo permanece en la presencia de
la madre. Ella recuerda a los discípulos el rostro
de Jesús y es, con su presencia en medio de la
comunidad, el signo de la fidelidad de la Iglesia a
Cristo Señor.
El título de Madre, en este contexto, anuncia la
actitud de diligente cercanía con la que la Virgen
seguirá la vida de la Iglesia. María le abrirá su
corazón para manifestarle las maravillas que Dios
omnipotente y misericordioso obró en ella.
Ya desde el principio María desempeña su papel de
Madre de la Iglesia: su acción favorece la
comprensión entre los Apóstoles, a quienes Lucas
presenta con un mismo espíritu y muy lejanos de las
disputas que a veces habían surgido entre ellos.
Por último, María ejerce su maternidad con
respecto a la comunidad de creyentes no sólo orando
para obtener a la Iglesia los dones del Espíritu
Santo, necesarios para su formación y su futuro,
sino también educando a los discípulos del Señor
en la comunión constante con Dios.
Así, se convierte en educadora del pueblo cristiano
en la oración y en el encuentro con Dios, elemento
central e indispensable para que la obra de los
pastores y los fieles tenga siempre en el Señor su
comienzo y su motivación profunda.
6. Estas breves consideraciones muestran claramente
que la relación entre María y la Iglesia
constituye una relación fascinante entre dos madres.
Ese hecho nos revela nítidamente la misión materna
de María y compromete a la Iglesia a buscar siempre
su verdadera identidad en la contemplación del
rostro de la Theotókos.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, del 8-IX-95]
María,
Madre de la Iglesia
Catequesis de Juan Pablo II (17-IX-97)
1. El concilio Vaticano II, después de haber
proclamado a María «miembro muy eminente», «prototipo»
y «modelo» de la Iglesia, afirma: «La Iglesia católica,
instruida por el Espíritu Santo, la honra como a
madre amantísima con sentimientos de piedad filial»
(Lumen gentium, 53).
A decir verdad, el texto conciliar no atribuye explícitamente
a la Virgen el título de «Madre de la Iglesia»,
pero enuncia de modo irrefutable su contenido,
retornando una declaración que hizo, hace más de
dos siglos, en el año 1748, el Papa Benedicto XIV (Bullarium
romanum, serie 2, t. 2, n. 61, p. 428).
En dicho documento, mi venerado predecesor,
describiendo los sentimientos filiales de la Iglesia,
que reconoce en María a su madre amantísima, la
proclama, de modo indirecto, Madre de la Iglesia.
2. El uso de dicho apelativo en el pasado ha sido más
bien raro, pero recientemente se ha hecho más común
en las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia y en
la piedad del pueblo cristiano. Los fieles han
invocado a María ante todo con los títulos de «Madre
de Dios», «Madre de los fieles» o «Madre nuestra»,
para subrayar su relación personal con cada uno de
sus hijos.
Posteriormente, gracias a la mayor atención
dedicada al misterio de la Iglesia y a las
relaciones de María con ella, se ha comenzado a
invocar más frecuentemente a la Virgen como «Madre
de la Iglesia».
La expresión está presente, antes del concilio
Vaticano II, en el magisterio del Papa León XIII,
donde se afirma que María ha sido «con toda verdad
madre de la Iglesia» (Acta Leonis XIII, 15, 302).
Sucesivamente, el apelativo ha sido utilizado varias
veces en las enseñanzas de Juan XXIII y de Pablo
VI.
3. El título de «Madre de la Iglesia», aunque se
ha atribuido tarde a María, expresa la relación
materna de la Virgen con la Iglesia, tal como la
ilustran ya algunos textos del Nuevo Testamento.
María, ya desde la Anunciación, está llamada a
dar su consentimiento a la venida del reino mesiánico,
que se cumplirá con la formación de la Iglesia.
María, en Caná, al solicitar a su Hijo el
ejercicio del poder mesiánico, da una contribución
fundamental al arraigo de la fe en la primera
comunidad de los discípulos y coopera a la
instauración del reino de Dios, que tiene su «germen»
e «inicio» en la Iglesia (cf. Lumen gentium, 5).
En el Calvario María, uniéndose al sacrificio de
su Hijo, ofrece a la obra de la salvación su
contribución materna, que asume la forma de un
parto doloroso, el parto de la nueva humanidad.
Al dirigirse a María con las palabras «Mujer, ahí
tienes a tu hijo», el Crucificado proclama su
maternidad no sólo con respecto al apóstol Juan,
sino también con respecto a todo discípulo. El
mismo Evangelista, afirmando que Jesús debía morir
«para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos» (Jn 11,52), indica en el nacimiento de
la Iglesia el fruto del sacrificio redentor, al que
María está maternalmente asociada.
El evangelista san Lucas habla de la presencia de la
Madre de Jesús en el seno de la primera comunidad
de Jerusalén (cf. Hch 1,14). Subraya, así, la
función materna de María con respecto a la Iglesia
naciente, en analogía con la que tuvo en el
nacimiento del Redentor. Así, la dimensión materna
se convierte en elemento fundamental de la relación
de María con respecto al nuevo pueblo de los
redimidos.
4. Siguiendo la sagrada Escritura, la doctrina patrística
reconoce la maternidad de María respecto a la obra
de Cristo y, por tanto, de la Iglesia, si bien en términos
no siempre explícitos.
Según san Ireneo, María «se ha convertido en
causa de salvación para todo el género humano»
(Adv. haer., III, 22, 4: PG 7, 959), y el seno puro
de la Virgen «vuelve a engendrar a los hombres en
Dios» (Adv. haer., IV, 33, 11: PG 7, 1.080). Le
hacen eco san Ambrosio, que afirma: «Una Virgen ha
engendrado la salvación del mundo, una Virgen ha
dado la vida a todas las cosas» (Ep. 63, 33: PL 16,
1.198); y otros Padres, que llaman a María «Madre
de la salvación» (Severiano de Gabala, Or. 6 de
mundi creatione, 10: PG 54, 4; Fausto de Riez, Max
Bibl. Patrum VI, 620-621).
En el medievo, san Anselmo se dirige a María con
estas palabras: «Tú eres la madre de la
justificación y de los justificados, la madre de la
reconciliación y de los reconciliados, la madre de
la salvación y de los salvados» (Or. 52, 8: PL
158, 957), mientras que otros autores le atribuyen
los títulos de «Madre de la gracia» y «Madre de
la vida».
5. El título «Madre de la Iglesia» refleja, por
tanto, la profunda convicción de los fieles
cristianos, que ven en María no sólo a la madre de
la persona de Cristo, sino también de los fieles.
Aquella que es reconocida como madre de la salvación,
de la vida y de la gracia, madre de los salvados y
madre de los vivientes, con todo derecho es
proclamada Madre de la Iglesia.
El Papa Pablo VI habría deseado que el mismo
concilio Vaticano II proclamase a «María, Madre de
la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de
Dios, tanto de los fieles como de los pastores». Lo
hizo él mismo en el discurso de clausura de la
tercera sesión conciliar (21 de noviembre de 1964),
pidiendo, además, que, «de ahora en adelante, la
Virgen sea honrada e invocada por todo el pueblo
cristiano con este gratísimo título» (AAS 56
[1964], 37).
De este modo, mi venerado predecesor enunciaba explícitamente
la doctrina ya contenida en el capítulo VIII de la
Lumen gentium, deseando que el título de María,
Madre de la Iglesia, adquiriese un puesto cada vez más
importante en la liturgia y en la piedad del pueblo
cristiano.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, del 19-IX-97]
La
intercesión celestial de la Madre de la divina
gracia
Catequesis de Juan Pablo II (24-IX-97)
1. María es madre de la humanidad en el orden de la
gracia. El concilio Vaticano II destaca este papel
de María, vinculándolo a su cooperación en la
redención de Cristo.
Ella, «por decisión de la divina Providencia, fue
en la tierra la excelsa Madre del divino Redentor,
la compañera más generosa de todas y la humilde
esclava del Señor» (Lumen gentium, 61).
Con estas afirmaciones, la constitución Lumen
gentium pretende poner de relieve, como se merece,
el hecho de que la Virgen estuvo asociada íntimamente
a la obra redentora de Cristo, haciéndose «la
compañera» del Salvador «más generosa de todas».
A través de los gestos de toda madre, desde los más
sencillos hasta los más arduos, María coopera
libremente en la obra de la salvación de la
humanidad, en profunda y constante sintonía con su
divino Hijo.
2. El Concilio pone de relieve también que la
cooperación de María estuvo animada por las
virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la
esperanza y la caridad, y se realizó bajo el
influjo del Espíritu Santo. Además, recuerda que
precisamente de esa cooperación le deriva el don de
la maternidad espiritual universal: asociada a
Cristo en la obra de la redención, que incluye la
regeneración espiritual de la humanidad, se
convierte en madre de los hombres renacidos a vida
nueva.
Al afirmar que María es «nuestra madre en el orden
de la gracia» (ib.), el Concilio pone de relieve
que su maternidad espiritual no se limita solamente
a los discípulos, como si se tuviese que
interpretar en sentido restringido la frase
pronunciada por Jesús en el Calvario: «Mujer, ahí
tienes a tu hijo» (Jn 19,26). Efectivamente, con
estas palabras el Crucificado, estableciendo una
relación de intimidad entre María y el discípulo
predilecto, figura tipológica de alcance universal,
trataba de ofrecer a su madre como madre a todos los
hombres.
Por otra parte, la eficacia universal del sacrificio
redentor y la cooperación consciente de María en
el ofrecimiento sacrificial de Cristo, no tolera una
limitación de su amor materno.
Esta misión materna universal de María se ejerce
en el contexto de su singular relación con la
Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristiano, más
aún, hacia toda criatura humana, ella guía la fe
de la Iglesia hacia una acogida cada vez más
profunda de la palabra de Dios, sosteniendo su
esperanza, animando su caridad y su comunión
fraterna, y alentando su dinamismo apostólico.
3. María, durante su vida terrena, manifestó su
maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo
muy breve. Sin embargo, esta función suya asumió
todo su valor después de la Asunción, y está
destinada a prolongarse en los siglos hasta el fin
del mundo. El Concilio afirma expresamente: «Esta
maternidad de María perdura sin cesar en la economía
de la gracia, desde el consentimiento que dio
fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin
vacilar al pie de la cruz, hasta la realización
plena y definitiva de todos los escogidos» (Lumen
gentium, 62).
Ella, tras entrar en el reino eterno del Padre,
estando más cerca de su divino Hijo y, por tanto,
de todos nosotros, puede ejercer en el Espíritu de
manera más eficaz la función de intercesión
materna que le ha confiado la divina Providencia.
4. El Padre ha querido poner a María cerca de
Cristo y en comunión con él, que puede «salvar
perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya
que está siempre vivo para interceder en su favor»
(Hb 7,25): a la intercesión sacerdotal del Redentor
ha querido unir la intercesión maternal de la
Virgen. Es una función que ella ejerce en beneficio
de quienes están en peligro y tienen necesidad de
favores temporales y, sobre todo, de la salvación
eterna: «Con su amor de madre cuida de los hermanos
de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre
angustias y peligros hasta que lleguen a la patria
feliz. Por eso la santísima Virgen es invocada en
la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora,
Socorro, Mediadora» (Lumen gentium, 62).
Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo
cristiano, ayudan a comprender mejor la naturaleza
de la intervención de la Madre del Señor en la
vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.
5. El título de «Abogada» se remonta a san Ireneo.
Tratando de la desobediencia de Eva y de la
obediencia de María, afirma que en el momento de la
Anunciación «la Virgen María se convierte en
Abogada» de Eva (Adv. haer. V, 19, 1: PG VII,
1.175-1.176). Efectivamente, con su «sí» defendió
y liberó a la progenitora de las consecuencias de
su desobediencia, convirtiéndose en causa de
salvación para ella y para todo el género humano.
María ejerce su papel de «Abogada», cooperando
tanto con el Espíritu Paráclito como con Aquel que
en la cruz intercedía por sus perseguidores (cf. Lc
23,34) y al que Juan llama nuestro «abogado ante el
Padre» (cf. 1 Jn 2,1). Como madre, ella defiende a
sus hijos y los protege de los daños causados por
sus mismas culpas.
Los cristianos invocan a María como «Auxiliadora»,
reconociendo su amor materno, que ve las necesidades
de sus hijos y está dispuesto a intervenir en su
ayuda, sobre todo cuando está en juego la salvación
eterna.
La convicción de que María está cerca de cuantos
sufren o se hallan en situaciones de peligro grave,
ha llevado a los fieles a invocarla como «Socorro».
La misma confiada certeza se expresa en la más
antigua oración mariana con las palabras: «Bajo tu
amparo nos acogemos, santa Madre de Dios; no
deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras
necesidades, antes bien, líbranos siempre de todo
peligro, oh Virgen gloriosa y bendita» (Breviario
romano).
Como mediadora maternal, María presenta a Cristo
nuestros deseos, nuestras súplicas, y nos transmite
los dones divinos, intercediendo continuamente en
nuestro favor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua
española, del 26-IX-97]