El Santo Rosario           

 

    TEXTOS PARA HACER  LECTURA ESPIRITUAL Y ORACIÓN 

    CON LA MADRE DEL REDENTOR

    EXTRAÍDOS DE LA CATEQUESIS DE JUAN PABLO II

MEDITACIONES SOBRE EL MAGNIFICAT

Magníficat anima mea Dominum!(Lc 1,46)

EL MAGNIFICAT ES COMO EL TESTAMENTO ESPIRITUAL DE LA MADRE DEL REDENTOR


1. «Magníficat anima mea Dominum!» (Lc 1, 46).

La Iglesia peregrina en la historia se une hoy al cántico de exultación de la bienaventurada Virgen María, expresa su alegría y alaba a Dios porque la Madre del Señor entra triunfante en la gloria del cielo. En el misterio de su Asunción, aparece el significado pleno y definitivo de las palabras que ella misma pronunció en Ain Karim, respondiendo al saludo de Isabel: «Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso» (Lc 1, 49).

Gracias a la victoria pascual de Cristo sobre la muerte, la Virgen de Nazaret, unida profundamente al misterio del Hijo de Dios, compartió de modo singular sus efectos salvíficos. Correspondió plenamente con su «sí» a la voluntad divina, participó íntimamente en la misión de Cristo y fue la primera en entrar después de él en la gloria, en cuerpo y alma, en la integridad de su ser humano.

El «sí» de María es alegría para cuantos estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte. En efecto, a través de ella vino al mundo el Señor de la vida. Los creyentes exultan y la veneran como Madre de los hijos redimidos por Cristo. Hoy, en particular, la contemplan como «signo de consuelo y de esperanza» (cf. Prefacio) para cada uno de los hombres y para todos los pueblos en camino hacia la patria eterna.

Amadísimos hermanos y hermanas, dirijamos nuestra mirada a la Virgen, a quien la liturgia nos hace invocar como aquella que rompe las cadenas de los oprimidos, da la vista a los ciegos, arroja de nosotros todo mal e impetra para nosotros todo bien (cf. II Vísperas Himno).

2. «Magníficat anima mea Dominum!».

La comunidad eclesial renueva en la solemnidad de hoy el cántico de acción de gracias de María: lo hace como pueblo de Dios, y pide que cada creyente se una al coro de alabanza al Señor. Ya desde los primeros siglos, san Ambrosio exhortaba a esto: «Que en cada uno el alma de María glorifique al Señor, que en cada uno el espíritu de María exulte a Dios» (san Ambrosio, Exp. Ev. Luc., II, 26). Las palabras del Magníficat son como el testamento espiritual de la Virgen Madre. Por tanto, constituyen con razón la herencia de cuantos, reconociéndose como hijos suyos, deciden acogerla en su casa, como hizo el apóstol san Juan, que la recibió como Madre directamente de Jesús, al pie de la cruz (cf. Jn 19, 27).

3. «Signum magnum paruit in caelo»

(Ap 12, 1). La página del Apocalipsis que se acaba de proclamar, al presentar la «gran señal» de la «mujer vestida de sol» (Ap 12, 1), afirma que estaba «encinta, y gritaba con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Ap 12, 2). También María, como hemos escuchado en el evangelio, cuando va a ayudar a su prima Isabel lleva en su seno al Salvador, concebido por obra del Espíritu Santo.

Ambas figuras de María, la histórica, descrita en el evangelio, y la bosquejada en el libro del Apocalipsis, simbolizan a la Iglesia. El hecho de que el embarazo y el parto, las asechanzas del dragón y el recién nacido arrebatado y llevado «junto al trono de Dios» (Ap 12, 4-5), pertenezcan también a la Iglesia «celestial», contemplada en visión por el apóstol san Juan, es bastante elocuente y, en la solemnidad de hoy, es motivo de profunda reflexión.

Así como Cristo resucitado y ascendido al cielo lleva consigo para siempre, en su cuerpo glorioso y en su corazón misericordioso, las llagas de la muerte redentora, así también su Madre lleva en la eternidad «los dolores del parto y el tormento de dar a luz» (Ap 12, 2). Y de igual modo que el Hijo, mediante su muerte, no deja de redimir a cuantos son engendrados por Dios como hijos adoptivos, de la misma manera la nueva Eva sigue dando a luz, de generación en generación, al hombre nuevo, «creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4, 24). Se trata de la maternidad escatológica de la Iglesia, presente y operante en la Virgen.

4. En el actual momento histórico, al termino de un milenio y en vísperas de una nueva época, esta dimensión del misterio de María es más significativa que nunca. La Virgen, elevada a la gloria de Dios en medio de los santos, es signo seguro de esperanza para la Iglesia y para toda la humanidad.

La gloria de la Madre es motivo de alegría inmensa para todos sus hijos, una alegría que conoce las amplias resonancias del sentimiento, típicas de la piedad popular, aunque no se reduzca a ellas. Es, por decirlo así, una alegría teologal, fundada firmemente en el misterio pascual. En este sentido, la Virgen es «causa nostrae laetitiae», causa de nuestra alegría.

María, elevada al cielo, indica el camino hacia Dios, el camino del cielo, el camino de la vida. Lo muestra a sus hijos bautizados en Cristo y a todos los hombres de buena voluntad. Lo abre, sobre todo, a los humildes y a los pobres, predilectos de la misericordia divina. A las personas y a las naciones, la Reina del mundo les revela la fuerza del amor de Dios, cuyos designios dispersan a los de los soberbios, derriban a los potentados y exaltan a los humildes colman de bienes a los hambrientos y despiden a los ricos sin nada (cf. Lc 1, 51-53).

5. «Magníficat anima mea Dominum!». Desde esta perspectiva, la Virgen del Magníficat nos ayuda a comprender mejor el valor y el sentido del gran jubileo ya inminente, tiempo propicio en el que la Iglesia universal se unirá a su cántico para alabar la admirable obra de la Encarnación. El espíritu del Magníficat es el espíritu del jubileo; en efecto, en el cántico profético María manifiesta el jubilo que colma su corazón, porque Dios, su Salvador, puso los ojos en la humildad de su esclava (cf. Lc 1, 47-48).

Ojalá que este sea también el espíritu de la Iglesia y de todo cristiano. oremos para que el gran jubileo sea totalmente un Magníficat, que una la tierra y el cielo en un cántico de alabanza y acción de gracias. Amen.


Homilía de S.S. Juan Pablo II en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María15 de agosto de 1999.

 

 

Magníficat anima mea Dominum!(Lc 1,46)

EN EL "MAGNIFICAT" MARÍA CELEBRA LA OBRA ADMIRABLE DE DIOS

1. María, inspirándose en la tradición del Antiguo Testamento, celebra con el cántico del Magníficat las maravillas que Dios realizó en ella. Ese cántico es la respuesta de la Virgen al misterio de la Anunciación: el ángel la había invitado a alegrarse; ahora María expresa el jubilo de su espíritu en Dios, su salvador. Su alegría nace de haber experimentado personalmente la mirada benévola que Dios le dirigió a ella, criatura pobre y sin influjo en la historia.

Con la expresión Magníficat, versión latina de una palabra griega que tenía el mismo significado, se celebra la grandeza de Dios, que con el anuncio del ángel revela su omnipotencia, superando las expectativas y las esperanzas del pueblo de la alianza e incluso los mas nobles deseos del alma humana.

Frente al Señor, potente y misericordioso, María manifiesta el sentimiento de su pequeñez: «Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 46­48). Probablemente, el término griego tapeinosis esta tomado del cántico de Ana, la madre de Samuel. Con él se señalan la «humillación» y la «miseria» de una mujer estéril (cf. 1S 1, 11), que encomienda su pena al Señor. Con una expresión semejante, María presenta su situación de pobreza y la conciencia de su pequeñez ante Dios que, con decisión gratuita, puso su mirada en ella, joven humilde de Nazaret, llamándola a convertirse en la madre del Mesías.

2. Las palabras «desde ahora me felicitaran todas las generaciones» (Lc 1, 48) toman como punto de partida la felicitación de Isabel, que fue la primera en proclamar a María «dichosa» (Lc 1, 45). E1 cántico, con cierta audacia, predice que esa proclamación se irá extendiendo y ampliando con un dinamismo incontenible. Al mismo tiempo, testimonia la veneración especial que la comunidad cristiana ha sentido hacia la Madre de Jesús desde el siglo I. El Magníficat constituye la primicia de las diversas expresiones de culto, transmitidas de generación en generación, con las que la Iglesia manifiesta su amor a la Virgen de Nazaret.

3. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 49­50).

¿Que son esas «obras grandes» realizadas en María por el Poderoso? La expresión aparece en el Antiguo Testamento para indicar la liberación del pueblo de Israel de Egipto o de Babilonia. En el Magníficat se refiere al acontecimiento misterioso de la concepción virginal de Jesús, acaecido en Nazaret después del anuncio del ángel.

En el Magníficat, cántico verdaderamente teológico porque revela la experiencia del rostro de Dios hecha por María, Dios no sólo es el Poderoso, pare el que nada es imposible, como había declarado Gabriel (cf. Lc 1, 37), sino también el Misericordioso, capaz de ternura y fidelidad para con todo ser humano.

4. «Él hace proezas con su brazo; dispersa a los soberbios de corazón; derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes; a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51­53).

Con su lectura sapiencial de la historia, María nos lleva a descubrir los criterios de la misteriosa acción de Dios. El Señor, trastrocando los juicios del mundo, viene en auxilio de los pobres y los pequeños, en perjuicio de los ricos y los poderosos, y, de modo sorprendente, colma de bienes a los humildes, que le encomiendan su existencia (Redemptoris Mater, 37).

Estas palabras del cántico, a la vez que nos muestran en María un modelo concreto y sublime, nos ayudan a comprender que lo que atrae la benevolencia de Dios es sobre todo la humildad del corazón.

5. Por ultimo, el cántico exalta el cumplimiento de las promesas y la fidelidad de Dios hacia el pueblo elegido: «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 54­55).

María, colmada de dones divinos, no se detiene a contemplar solamente su caso personal, sino que comprende que esos dones son una manifestación de la misericordia de Dios hacia todo su pueblo. En ella Dios cumple sus promesas con una fidelidad y generosidad sobreabundantes.

El Magníficat, inspirado en el Antiguo Testamento y en la espiritualidad de la hija de Sión, supera los textos proféticos que están en su origen, revelando en la «llena de gracia» el inicio de una intervención divina que va mas allá de las esperanzas mesiánicas de Israel: el misterio santo de la Encarnación del Verbo.

Catequesis  de S.S. Juan Pablo II en la Audiencia Semanal de los miércoles.

 

Magníficat anima mea Dominum!(Lc 1,46)

LA VISITACIÓN ES EL PRELUDIO DE LA MISIÓN DEL SALVADOR

1. En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.

El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, use el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se use en los evangelios pare indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7.46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 27­28; 15, 18. 20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.

El texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje "con prontitud" (Lc 1, 39). También la expresión "a la región montañosa" (Lc 1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"!" (Is 52, 7).

Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.

La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9, 51).

En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: "Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel" (Lc 1, 40).

San Lucas refiere que "cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.

Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y "quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: "Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno"" (Lc 1, 41­42).

En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.

La exclamación de Isabel "con gran voz" manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.

Isabel, proclamándola "bendita entre las mujeres" indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye pare ella su visita: "De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). Con la expresión "mi Señor", Isabel reconoce la dignidad real, más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. IR 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del Rey­Mesías (Sal 110, 1). El ángel había dicho de Jesús: "EI Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20, 28; Hch 2, 34­36).

Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.

En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: "Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.

Catequesis  de S.S. Juan Pablo II en la Audiencia Semanal de los miércoles.