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Comenzamos
por el principio: es Dios quien toma la iniciativa
y se dirige al hombre. Ya fue cosa suya el hombre,
como todo lo demás. ¡Qué bueno es reconocer
pausadamente y con hondura esta realidad, y no
acostumbrarse!: Desear vivir en el permanente
asombro de que le intereso a Dios.
Aquel
día se dirigió a una joven judía. Lo hace de un
modo singular: a través de un ángel. El suceso
aparece bien situado en el lugar y en el tiempo
por el relato evangélico de san Lucas:
En
el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de
parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada
Nazaret, a una virgen desposada con un varón de
nombre José, de la casa de David, y el nombre de
la virgen era María. Y habiendo entrado donde
ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de
gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír
estas palabras, y consideraba qué significaría
esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas,
María, porque has hallado gracia delante de Dios:
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y
le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será
llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, reinará eternamente
sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.
María dijo al ángel: ¿De qué modo se hará
esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel
y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti
y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra;
por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo
de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que
en su ancianidad ha concebido también un hijo, y
la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el
sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible.
Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se
retiró de su presencia.
"Dios
mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído
interior atento, sin filtros de prejuicios. No
vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío,
mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no
son tuyas. Necesito librarme de ese monólogo,
casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y
la seguridad de no tener quien se me oponga".
María,
que es la misma inocencia y no desea otra cosa
sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su
disposición de servirle. Vive todos los días de
la ilusión por complacerle en cada detalle
poniendo todo su ser en amarle. Se siente
contemplada por su Creador y a la vez segura,
sabiendo que el Señor conoce el más delicado
movimiento de su espíritu y la mira, mientras
ella, llena de paz y alegre como nadie, va
plasmando en sus obras el amor que le tiene.
María
se
turbó,
dice el evangelista. Acababa de escuchar un
singular saludo, que era la más grande alabanza
jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia
había entendido bien: era un saludo de parte de
Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del
Creador. Las palabras que escucha indican que el
mensajero viene de parte Dios, que conoce la
intimidad habitual entre Dios y Ella, por eso se
dirige a María, pero no por su nombre. En ella,
lo más propio, más aún que su nombre, es su
plenitud de Gracia. Así la llama el Angel: Llena
de Gracia.
Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el
Creador más ha amado. Y María correspondió
siempre, del todo y libremente, con el suyo, al
Amor de Dios.
A
partir de la disposición de María el Angel le
transmite su mensaje. Como afirma el Papa, Dios «busca
al hombre movido por su corazón de Padre»: no
debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel
–tan intensas– y lo inesperado del mensaje,
posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero
no tenía por qué temer –le dice el Angel. Su
presencia ante ella, por el contrario, era motivo
de gran gozo: el Señor la había escogido entre
todas las mujeres, entre todas las que habían
existido y las que existirían: el Verbo Eterno
iba a nacer como Hombre, para redimir a la
humanidad, y Ella sería su Madre.
¿Tenemos
miedo a Dios? De El sólo podemos esperar bondades,
aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos
preguntarnos si nuestras conductas son de su
agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos
mirar al Señor cara a cara, francamente, como
mira un niño ilusionado el rostro de su padre,
esperando siempre cariño, comprensión, consuelo,
ayuda...
No
se puede pensar en la respuesta de María como en
algo independiente de sus disposiciones habituales;
su sí a Dios vino a ser la formalización actual
de lo que siempre había querido.
"Señor,
que
vea;
te
pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste.
Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero
escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi
vida y, como María, para mi vida entera...
Entiendo que conoces los detalles de mi andar
terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que
llamo malo y que todo es ocasión de amarte. Ayúdame
a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame
a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios,
te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en
tu Bondad omnipotente".
No
temas, María
–le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle
en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el
mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y
optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y
que será obra del Espíritu Santo la concepción
y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe
también una prueba de otra acción del poder de
Dios: la fecundidad de Isabel, porque
para Dios no hay nada imposible
–concluye
el arcángel.
Cuando
nos habituamos a contemplar a Dios -Señor de la
historia: de la mía- presente en los sucesos de
cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos con un
Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro:
queriéndonos. Porque el Señor nos comprende y
nos sonríe con el cariño de siempre. También
cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, tratamos
rebajar la exigencia, "escurrir el bulto".
Es que no es obligatorio -pensamos. Y le
escuchamos: ¿Me quieres? Y ya sabemos que a la
pregunta por el amor se responde con la vida; que obras
son amores...
"Ayúdame,
Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la
fe para ver más claramente qué esperas de mí
cada mañana y cada tarde": Os
invito a que vayáis recogiendo durante el día
–con vuestra mortificación, con actos de amor y
de entrega al Señor– miligramos de oro, y
polvillo de brillantes, de rubíes y de esmeraldas.
Los encontraréis a vuestro paso, en las cosas
pequeñas. Recogedlos, para hacer un tesoro en el
Cielo, porque con miligramos de oro se reúnen al
cabo del tiempo gramos y kilogramos, y con
fragmentos de esas piedras preciosas lograréis
hacer diamantes estupendos, grandes rubíes y espléndidas
esmeraldas.
Así se expresaba San
Josemaría Escrivá.
El
"sí" de María, el día de la Anunciación,
fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano
en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su
consentimiento. Nuestros "sí" a Dios de
todos los días se parecen a los que Nuestra Madre
pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada
momento y circunstancia de la vida. Eran en María
enamoradas afirmaciones –silenciosas casi
siempre– de una conversación que no termina,
como no terminan nunca las palabras de los
enamorados aunque sólo se miren.
"¡Madre
mía enséñame a querer!".
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