
Viernes
Santo
Jesús
muere en la Cruz
I. Jesús es clavado en la Cruz. Toda
Su vida está dirigida a este momento supremo. Ahora
apenas logra llegar, jadeante y exhausto, a la cima de
aquel pequeño altozano llamado “lugar de la calavera”.
Enseguida lo tienden sobre el suelo y comienzan a
clavarle en el madero. Introducen los hierros primero en
las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es
izado hasta quedar erguido sobre el palo vertical que
está fijo en el suelo. A continuación le clavan los
pies. María su Madre, contempla toda la escena. La cruz,
que hasta Él había sido un instrumento infame y
deshonroso, se convertía en árbol de vida y escalera
de gloria. Jesús está elevado en la Cruz. No hay
reproches en los ojos de Jesús, sólo piedad y compasión.
¿Porqué tanto padecimiento?, se pregunta San Agustín.
Y responde: “Todo lo que padeció es el precio de
nuestro rescate” (Comentario sobre el Salmo 21).
II. La crucifixión era la ejecución más cruel y
afrentosa que conoció la antigüedad. Un ciudadano
romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía
después de una larga agonía. Muchos son los que se
niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un
madero para salvarnos: el drama de la cruz sigue siendo
motivo de escándalo para los judíos y locura para los
gentiles (1 Corintios 1, 23). La unión íntima de cada
cristiano con su Señor necesita de ese conocimiento
completo de su vida, también de este capítulo de la
Cruz. Aquí se consuma nuestra Redención, aquí
encuentra sentido el dolor del mundo, aquí conocemos un
poco la malicia del pecado y el amor de Dios por cada
hombre. No quedemos indiferentes ante un Crucifijo.
“Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un
crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te
domines... Pero procura que ese llanto acabe en un propósito”
(SAN
JOSEMARIA ESCRIVÁ, Vía crucis)
III. Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno
de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se
dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando estés
en tu reino. Para convertirse en discípulo de Cristo no
ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado
contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. La
eficacia de la Pasión no tiene fin. Cada uno de
nosotros puede decir en verdad: el Hijo de Dios me amó
y se entregó por mí (Gálatas 2, 20). Muy cerca de Jesús
está su Madre, y con Ella, Juan, el más joven de los
Apóstoles. Y en la persona de Juan nos da a su Madre
como Madre nuestra. (Juan 19, 26-27). Pidámosle a Santa
María: “Haz que me enamore su Cruz y que en ella viva
y more” (Himno Stabat Mater).
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre