
Autor: P. Miguel Ángel
Gómez
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Juan 11, 45-56
Muchos de los judíos que habían venido a casa
de María, viendo lo que había hecho, creyeron en
él. Pero algunos de ellos fueron donde los fariseos
y les contaron lo que había hecho Jesús. Entonces
los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron
consejo y decían: «¿Qué hacemos? Porque este
hombre realiza muchas señales. Si le dejamos que
siga así, todos creerán en él y vendrán los
romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra
nación». Pero uno de ellos, Caifás, que era el
Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros
no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os
conviene que muera uno solo por el pueblo y no
perezca toda la nación». Esto no lo dijo por su
propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote
aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la
nación - y no sólo por la nación, sino también
para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban
dispersos. Desde este día, decidieron darle muerte.
Por eso Jesús no andaba a en público entre los judíos,
sino que se retiró de allí a la región cercana al
desierto, a una ciudada llamada Efraím, y allí
residía con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua
de los judíos, y muchos del país habían subido a
Jerusalén, antes de la Pascua para purificarse.
Buscaban a Jesús y se decían unos a otros estando
en el Templo: «¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a
la fiesta?»

Sábado de la
Quinta Semana de Cuaresma
Prendimiento
de Jesús
La
traición se consuma en el cristiano por el pecado
mortal. Todo pecado, incluso el venial, está
relacionado íntima y misteriosamente con la Pasión
del Señor. Por muy grandes que puedan ser nuestros
pecados, Jesús nos espera siempre para perdonarnos en
la Confesión, y cuenta con nuestra flaqueza, los
defectos y las equivocaciones.
I. Levantaos, vamos –dice Jesús
a los que le acompañan en el Huerto de Getsemaní- ya
llega el que me va a entregar. Todavía estaba
hablando, cuando llegó Judas, uno de los doce, acompañado
de un gran gentío con espadas y palos (Mateo 26,
46-47): se consuma la traición. Judas fue elegido y
llamado para ser Apóstol por el mismo Señor,
experimentó la predilección de Jesús, y llegó a
ser uno de los Doce más íntimos. También fue
enviado a predicar, y vería el fruto copioso de su
apostolado; quizá hizo milagros como los demás. ¿Qué
ha pasado en su alma para que ahora traicione al Señor?
El resquebrajamiento de su fe y de su vocación, debió
producirse poco a poco. Permitió que su amor al Señor
se fuera enfriando y sólo quedó un mero seguimiento
externo. El acto que ahora se consuma ha sido
precedido de infidelidades y faltas de lealtad cada
vez mayores. Por contraste, la perseverancia es la
fidelidad diaria en lo pequeño. Perseverar en la
propia vocación es responder a las sucesivas llamadas
que el Señor hace a lo largo de una vida, aunque no
falten obstáculos y dificultades y a veces errores
aislados, cobardías y derrotas.
II. La traición se consuma en
el cristiano por el pecado mortal. Todo pecado,
incluso el venial, está relacionado íntima y
misteriosamente con la Pasión del Señor. Por muy
grandes que puedan ser nuestros pecados, Jesús nos
espera siempre para perdonarnos en la Confesión, y
cuenta con nuestra flaqueza, los defectos y las
equivocaciones. Debemos recordar que Dios no
pide tanto el éxito, como la humildad de recomenzar
sin dejarse llevar por el desaliento y el pesimismo,
poniendo en práctica la virtud teologal de la
esperanza. Judas rechazó la mano que le tendió el Señor,
y su vida, si Jesús, quedó rota y sin sentido.
III. Jesús se quedó solo. Los discípulos han ido
desapareciendo poco a poco. Pedro le seguía de lejos
(Lucas 22, 54). Y de lejos, como comprendería pronto
Pedro después de su negación, no se puede seguir a
Jesús. O se sigue al Señor de cerca o se le acaba
negando. Hoy nosotros le aseguramos a Jesús que
queremos seguirle de cerca, y nunca dejarlo solo. Le
pedimos a la Virgen que nos dé las fuerzas necesarias
para permanecer junto al Señor en los momentos difíciles,
con afanes de desagravio y de co-redención.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Sábado
quinta semana de Cuaresma
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Gn
17, 3-9
Jn 8, 51-59
La cercanía a la Semana Santa va
haciendo que la Iglesia nos vaya
presentando a Jesucristo en contraposición
con sus enemigos. En el Evangelio de hoy
se nos presenta la auténtica razón, la
razón profunda que lleva a los enemigos
de Cristo a buscar su muerte. Esta razón
es que Cristo se presenta ante los judíos
como el Enviado, el Hijo de Dios. Este
conflicto permanente entre los
dirigentes judíos y nuestro Señor, se
convierte también para nosotros en una
interrogación, para ver si somos o no
capaces de corresponder a la llamada que
Cristo hace a nuestra vida.
Cristo llega a nosotros, y llega
exigiendo su verdad; queriendo
mostrarnos la verdad y exigiéndonos que
nos comportemos con Él como corresponde
a la verdad. La verdad de Cristo es su
dignidad, y nosotros tenemos que
reflexionar si estamos aceptando o no
esta dignidad de nuestro Señor. Tenemos
que llegar a reflexionar si en nuestra
vida estamos realizando, acogiendo,
teniendo o no, esta verdad de nuestro Señor.
Cristo es el que nos muestra, por encima
de todo, el camino de la verdad. Cristo
es el que, por encima de todo, exige de
los cristianos, de los que queremos
seguirle, de los que hemos sido
redimidos por su sangre, el camino de la
verdad.
Nuestro comportamiento hacia Cristo
tiene que respetar esa exigencia del Señor;
no podemos tergiversar a Cristo. No
podemos modificar a Cristo según
nuestros criterios, según nuestros
juicios. Tenemos necesariamente que
aceptar a Cristo.
Pero, a la alternativa de aceptar a
Cristo, se presenta otra alternativa
—la que tomaron los judíos—:
recoger piedras para arrojárselas. O
aceptamos a Cristo, o ejecutamos a
Cristo. O aceptamos a Cristo en nuestra
vida tal y como Él es en la verdad, o
estamos ejecutando a Cristo.
Esto podría ser para nosotros una
especie de reticencia, de miedo de no
abrirnos totalmente a nuestro Señor
Jesucristo, porque sabemos que Él nos
va a reclamar la verdad completa.
Jesucristo no va a reclamar verdades a
medias, ni entregas a medias, ni
donaciones a medias, porque Jesucristo
no nos va a reclamar amores a medias.
Jesucristo nos va a reclamar el amor
completo, que no es otra cosa sino el
aceptar el camino concreto que el Señor
ha trazado en nuestra vida. Cada uno
tiene el suyo, pero cada uno no puede
ser infiel al suyo.
Solamente el que es fiel a Cristo tiene
en su posesión, tiene en su alma la
garantía de la vida verdadera, porque
tiene la garantía de la Verdad.“El
que es fiel a mis palabras no morirá
para siempre”.
Nosotros constantemente deberíamos
entrar en nuestro interior para revisar
qué aspectos de mentira, o qué
aspectos de muerte estamos dejando
entrar en nuestro corazón a través de
nuestro egoísmo, de nuestras
reticencias, de nuestro cálculo; a través
de nuestra entrega a medias a la vocación
a la cual el Señor nos ha llamado.
Porque solamente cuando somos capaces de
reconocer esto, estamos en la Verdad.
Debemos comenzar a caminar en un camino
que nos saque de la mentira y de la
falsedad en la que podemos estar
viviendo. Una falsedad que puede ser
incluso, a veces, el ropaje que nos
reviste constantemente y, por lo tanto,
nos hemos convencido de que esa falsedad
es la verdad. Porque sólo cuando
permitimos que Cristo toque el corazón,
que Cristo llegue a nuestra alma y nos
diga por dónde tenemos que ir, es
cuando todas nuestras reticencias de
tipo psicológico, todos nuestros miedos
de tipo sentimental, todas nuestras
debilidades y cálculos desaparecen.
Cuando dejamos que la Verdad, que es
Cristo, toque el corazón, todas las
debilidades exteriores —debilidades en
las personas, debilidades en las
situaciones, debilidades en las
instituciones—, y que nosotros tomamos
como excusas para no entregar nuestro
corazón a Dios, caen por tierra.
Nos podemos acomodar muchas cosas,
muchas situaciones, muchas personas;
pero a Cristo no nos lo podemos acomodar.
Cristo se nos da auténtico, o
simplemente no se nos da. “Se ocultó
y salió de entre ellos”. En el
momento que los judíos se dieron cuenta
de que no podían acomodarse a Cristo,
que tenían que ser ellos los que tenían
que acomodarse al Señor, toman la
decisión de matarlo.
A veces en el alma puede suceder algo
semejante: tomamos la decisión de
eliminar a Cristo, porque no nos
convence el modo con el que Él nos está
guiando. Y la pregunta que nace en
nuestra alma es la misma que le hacen
los judíos: “¿Quién pretendes
ser?”. Y Cristo siempre responde:
“Yo soy el Hijo de Dios”.
Sin embargo, Cristo podría regresarnos
esa pregunta: ¿Y tú quién pretendes
ser? ¿Quién pretendes ser, que no
aceptas plenamente mi amor en tu corazón?
¿Quién pretendes ser, que calculas una
y otra vez la entrega de tu corazón a
tu vocación cristiana en tu familia, en
la sociedad? ¿Por qué no terminar de
entregarnos? ¿Por qué estar siempre
con la piedra en la mano para que cuando
el Señor no me convenza pueda tirársela?
Cristo, ante nuestro reclamo, siempre
nos va a responder igual: con su entrega
total, con su promesa total, con su
fidelidad total.
Las ceremonias que la Iglesia nos va a
ofrecer esta Semana Santa no pueden ser
simplemente momentos de ir a Misa,
momentos de rezar un poco más o
momentos de dedicar un tiempo más
grande a la oración. La Semana Santa es
un encuentro con el misterio de un
Cristo que se ofrece por nosotros para
decirnos quien es. El encuentro, la
presencia de Cristo que se me da
totalmente en la cruz y que se muestra
victorioso en la resurrección, tenemos
que realizarla en nuestro interior.
Tenemos que enfrentarnos cara a cara con
Él.
Es muy serio y muy exigente el camino
del Señor, pero no podemos ser
reticentes ante este camino, no podemos
ir con mediocridad en este camino.
Siempre podremos escondernos, pero en
nuestro corazón, si somos sinceros, si
somos auténticos, siempre quedará la
certeza de que ante Cristo, nos
escondimos. Que no fuiste fiel ante la
verdad de Cristo, que no fuiste fiel a
tu compromiso de oración, que no fuiste
fiel en tu compromiso de entrega en el
apostolado, que no fuiste fiel, sobre
todo, en ese corazón que se abre
plenamente al Señor y que no deja nada
sin darle a Él.
Cristo en la Eucaristía se nos vuelve a
dar totalmente. Cada Eucaristía es el
signo de la fidelidad de la promesa de
Dios: “Yo estaré contigo todos los días
hasta el fin del mundo”. Dios no se
olvida de sus promesas. Y cuando vemos a
un Dios que se entrega de esta manera,
no nos queda otro camino sino que
buscarlo sin descanso.
Buscarlo sin descanso a través de la
oración y, sobre todo, a través de la
voluntad, que una vez que ha optado por
Dios nuestro Señor, así se le mueva la
tierra, no se altera, no varía; así no
entienda qué es lo que está pasando ni
sepa por dónde le está llevando el Señor,
no cambia.
Dios promete, pero Dios también pide. Y
pide que por nuestra parte le seamos
fieles en todo momento, nos mantengamos
fieles a la palabra dada pase lo que
pase. Romper esto es romper la verdad y
la fidelidad de nuestra entrega a Cristo.
Que la Eucaristía abra en nuestro corazón
una opción decidida por nuestro Señor.
Una opción decidida por vivir el camino
que Él nos pone delante, con una gran
fidelidad, con un gran amor, con una
gran gratitud ante un Dios que por mí
se hace hombre; ante un Dios que tolera
el que yo muchas veces haya podido tener
una piedra en la mano y me haya
permitido, incluso, intentar arrojársela.
Y sobre todo, una gratitud profunda
porque permitió que mi vida, una vez más,
lo vuelva a encontrar, lo vuelva a amar,
consciente de que el Señor nunca olvida
sus promesas.

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