
Las
obras buenas vienen de mi Padre
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Juan 10, 31-42
Los judíos trajeron
otra vez piedras para apedrearle. Jesús les dijo:
«Muchas obras buenas que vienen del Padre os he
mostrado. ¿Por cuál de esas obras quieren
apedrearme?» Le respondieron los judíos: «No
queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por
una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces
a ti mismo Dios». Jesús les respondió: «¿No está
escrito en su Ley: Yo les he dicho: ustedes son
dioses? Ahora bien, si ahí se llama dioses a
quienes fue dirigida la Palabra de Dios - y no puede
fallar la Escritura -¿cómo es qu a mí, a quien el
Padre ha santificado y enviado al mundo,me llaman
blasfemo porque he dicho: "Yo soy Hijo de Dios"?
Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero
si las hago, aunque a mí no me crean, crean por las
obras, para que puedan comprender que el Padre está
en mí y yo en el Padre». Querían de nuevo
prenderle, pero se les escapó de las manos. Se
marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar
donde Juan había estado antes bautizando, y se quedó
allí. Muchos fueron donde él y decían: «Juan no
realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan
de éste, era verdad». Y muchos allí creyeron en
él.

Viernes de
la Quinta Semana de Cuaresma
La
oración de Getsemaní
Los
santos han sacado mucho provecho para su alma de
este pasaje de la vida del Señor. Santo Tomás Moro
nos muestra cómo la oración del Señor en Getsemaní
ha fortalecido a muchos cristianos ante grandes
dificultades y tribulaciones. También él fue
fortalecido con la contemplación de estas escenas,
mientras esperaba el martirio por ser fiel a su fe.
I. Después de la Última Cena,
Jesús siente una inmensa necesidad de orar. En el
Huerto de los Olivos cae abatido: se postró rostro
en tierra (Mateo 26, 39), precisa San Mateo. Padre mío,
si es posible, que pase de mí este cáliz; pero no
sea yo como quiero, sino como quieres Tú. Jesús
está sufriendo una tristeza capaz de causar la
muerte. Él, que es la misma inocencia, carga con
todos los pecados de todos los hombres, y se prestó
a pagar personalmente todas nuestras deudas. ¡Cuánto
hemos de agradecer al Señor su sacrificio
voluntario para librarnos del pecado y de la muerte
eterna! En nuestra vida puede haber momentos de
profundo dolor, en que cueste aceptar la Voluntad de
Dios, con tentaciones de desaliento. La imagen de
Jesús en el Huerto de los Olivos nos enseña a
abrazar la Voluntad de Dios, sin poner límite
alguno ni condiciones, e identificarnos con el
querer de Dios por medio de una oración
perseverante.
II. Hemos de rezar siempre, pero hay momentos en que
esa oración se ha de intensificar. Abandonarla sería
como dejar abandonado a Cristo y quedar nosotros a
merced del enemigo. Nuestra meditación diaria, si
es verdadera oración, nos mantendrá vigilantes
ante el enemigo que no duerme. Y nos hará fuertes
para sobrellevar y vencer tentaciones y dificultades.
Si la descuidáramos perderíamos la alegría y nos
veríamos sin fuerzas para acompañar a Jesús.
III. Los santos han sacado
mucho provecho para su alma de este pasaje de la
vida del Señor. Santo Tomás Moro nos muestra cómo
la oración del Señor en Getsemaní ha fortalecido
a muchos cristianos ante grandes dificultades y
tribulaciones. También él fue fortalecido con la
contemplación de estas escenas, mientras esperaba
el martirio por ser fiel a su fe. Y puede
ayudarnos a nosotros a ser fuertes en las
dificultades, grandes o pequeñas, de nuestra vida
ordinaria. El primer misterio doloroso del Santo
Rosario puede ser tema de nuestra oración cuando
nos cueste descubrir la Voluntad de Dios en los
acontecimientos que quizá no entendemos. Podemos
entonces rezar con frecuencia a modo de jaculatoria:
Quiero lo que quieres, quiero porque quieres, quiero
como lo quieres, quiero hasta que quieras (MISAL
ROMANO, Acción de gracias después de la Misa,
oración universal de Clemente XI).
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Viernes
quinta semana de Cuaresma
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Jr
29, 10-13
Jn 10, 31-42
Ante el testimonio que Jesucristo le
ofrece, ante el testimonio por el cual
Él dice de sí mismo: “Soy Hijo de
Dios”, ante el testimonio que le marca
como Redentor y Salvador, el cristiano
debe tener fe. La fe se convierte para
nosotros en una actitud de vida ante las
diversas situaciones de nuestra
existencia; pero sobre todo, la fe se
convierte para nosotros en una luz
interior que empieza a regir y a
orientar todos nuestros comportamientos.
La fundamental actitud de la fe se
presenta particularmente importante
cuando se acercan la Semana Santa, los días
en los cuales la Iglesia, en una forma más
solemne, recuerda la pasión, la muerte
y la resurrección de nuestro Señor.
Tres elementos, tres eventos que no son
simplemente «un ser consciente de cuánto
ha hecho el Señor por mí», sino que
son, por encima de todo, una llamada muy
seria a nuestra actitud interior para
ver si nuestra fe está puesta en Él,
que ha muerto y resucitado por nosotros.
Solamente así nosotros vamos a estar,
auténtica- mente, celebrando la Semana
Santa; solamente así nosotros vamos a
estar encontrándonos con un Cristo que
nos redime, con un Cristo que nos libera.
Si por el contrario, nuestra vida es una
vida que no termina de aceptar a Cristo,
es una vida que no termina en aceptar el
modo concreto con el cual Jesucristo ha
querido llegar a nosotros, la pregunta
es: ¿Qué estoy viviendo como cristiano?
Jesús se me presenta con esa gran señal,
que es su pasión y su resurrección,
como el principal gesto de su entrega y
donación a mí. Jesús se me presenta
con esa señal para que yo diga: “creo
en ti”. Quién sabe si nosotros
tenemos esto profundamente arraigado, o
si nosotros lo que hemos permitido es
que en nuestra existencia se vayan poco
a poco arraigando situaciones en las que
no estamos dejando entrar la redención
de Jesucristo. Que hayamos permitido
situaciones en nuestra relación
personal con Dios, situaciones en la
relación personal con la familia o con
la sociedad, que nos van llevando hacia
una visión reducida, minusvalorada de
nuestra fe cristiana, y entonces, nos
puede parecer exagerado lo que Cristo
nos ofrece, porque la imagen que
nosotros tenemos de Cristo es muy
reducida.
Solamente la fe profunda, la fe
interior, la fe que se abraza y se deja
abrazar por Jesucristo, la fe que por el
mismo Cristo permite reorientar nuestros
comportamientos, es la fe que llega a
todos los rincones de nuestra vida y es
la que hace que la redención, que es lo
que estamos celebrando en la Pascua, se
haga efectiva en nuestra existencia.
Sin embargo, a veces podemos constatar
situaciones en nuestras vidas —como
les pasaba a los judíos— en las
cuales Jesucristo puede parecernos
demasiado exigente. ¿Por qué hay que
ser tan radical?, ¿por qué hay que ser
tan perfeccionista?
Los judíos le dicen a Jesús: “No
queremos apedrearte por ninguna obra
buena, sino por una blasfemia y porque tú,
siendo hombre, te haces a ti mismo Dios".
Esta es una actitud que recorta a Cristo,
y cuántas veces se presenta en nuestras
vidas.
La fe tiene que convertirse en vida en mí.
Creo que todos nosotros sí creemos que
Jesucristo es el Hijo de Dios, Luz de
Luz, pero la pregunta es: ¿lo vivimos?
¿Es mi fe capaz de tomar a Cristo en
toda su dimensión? ¿O mi fe recorta a
Cristo y se convierte en una especie de
reductor de nuestro Señor, porque así
la he acostumbrado, porque así la he
vivido, porque así la he llevado? ¿O a
la mejor es porque así me han educado y
me da miedo abrirme a ese Cristo auténtico,
pleno, al Cristo que se me ofrece como
verdadero redentor de todas mis
debilidades, de todas mis miserias?
Cuando tocamos nuestra alma y la vemos débil,
la vemos con caídas, la vemos miserable
¿hasta qué punto dejamos que la abrace
plenamente Jesucristo nuestro Señor?
Cuando palpamos nuestras debilidades ¿hasta
qué punto dejamos que las abrace Cristo
nuestro Redentor? ¿Podemos nosotros
decir con confianza la frase del
profetas Jeremías: “El Señor
guerrero, poderoso está a mi lado; por
eso mis perseguidores caerán por tierra
y no podrán conmigo; quedarán
avergonzados de su fracaso, y su
ignominia será eterna e inolvidable”?
¿Que somos débiles...?, lo somos. ¿Que
tenemos enemigos exteriores...?, los
tenemos. ¿Que tenemos enemigos
interiores...?, es indudable.
Ese enemigo es fundamentalmente el
demonio, pero también somos nosotros
mismos, lo que siempre hemos llamado la
carne, que no es otra cosa más que
nuestra debilidad ante los problemas,
ante las dificultades, y que se
convierte en un grandísimo enemigo del
alma.
Dios dice a través de la Escritura:
“quedarán avergonzados de su fracaso
y su ignominia será eterna e
inolvidable”. ¿Cuando mi fe toca mi
propia debilidad tiende a sentirse más
hundida, más debilitada, con menos
ganas? ¿O mi fe, cuando toca la propia
debilidad, abraza a Jesucristo nuestro
Señor? ¿Es así mi fe en Cristo? ¿Es
así mi fe en Dios? Nos puede suceder a
veces que, en el camino de nuestro
crecimiento espiritual, Dios pone, una
detrás de otra, una serie de caídas, a
veces graves, a veces menos graves; una
serie de debilidades, a veces superables,
a veces no tanto, para que nos abracemos
con más fe a Dios nuestro Señor, para
que le podamos decir a Jesucristo que no
le recortamos nada de su influjo en
nosotros, para que le podamos decir a
Jesucristo que lo aceptamos tal como es,
porque solamente así vamos a ser
capaces de superar, de eliminar y de
llevar adelante nuestras debilidades.
Que la Pascua sea un auténtico
encuentro con nuestro Señor. Que no sea
simplemente unos ritos que celebramos
por tradición, unas misas a las que
vamos, unos actos litúrgicos que
presenciamos. Que realmente la Pascua
sea un encuentro con el Señor
resucitado, glorioso, que a través de
la Pasión, nos da la liberación, nos
da la fe, nos da la entrega, nos da la
totalidad y, sobre todo, nos da la
salvación de nuestras debilidades.

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