
El
que guarda mi Palabra, no morirá
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Juan 8, 51-59
En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi
Palabra, no verá la muerte jamás». Le dijeron los
judíos: «Ahora estamos seguros de que tienes un
demonio. Abraham murió, y también los profetas; y
tú dices: "Si alguno guarda mi Palabra, no
probará la muerte jamás." ¿Eres tú acaso más
grande que nuestro padre Abraham, que murió? También
los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti
mismo?» Jesús respondió: «Si yo me glorificara a
mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre
quien me glorifica, de quien vosotros decís:
"El es nuestro Dios", y sin embargo no le
conocéis, yo sí que le conozco, y si dijera que no
le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero
yo le conozco, y guardo su Palabra. Vuestro padre
Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio
y se alegró». Entonces los judíos le dijeron:
«¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a
Abraham?» Jesús les respondió: «En verdad, en
verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo
Soy». Entonces tomaron piedras para tirárselas;
pero Jesús se ocultó y salió del Templo.

Jueves
de la Quinta Semana de Cuaresma
Contemplar
la Pasión
Nos hace mucho bien contemplar la Pasión de Cristo:
en nuestra oración personal, al leer los Santos
Evangelios, en los misterios dolorosos del Santo
Rosario, en el Vía Crucis...
I. La liturgia de estos días nos
acerca ya al misterio fundamental de nuestra fe: la
Resurrección del Señor. Pero no podremos participar
de Ella, si no nos unimos a su Pasión y Muerte.. Por
eso, durante estos días, acompañemos a Jesús, con
nuestra oración, en su vía dolorosa y en su muerte
en la Cruz. No olvidemos que nosotros fuimos
protagonistas de aquellos horrores, porque Jesús cargó
con nuestros pecados (1 Pedro 2, 24), con cada uno de
ellos. Fuimos rescatados de las manos del demonio y de
la muerte a gran precio (1 Corintios 6, 20), el de la
Sangre de Cristo. Santo Tomás de Aquino decía: “La
Pasión de Cristo basta para servir de guía y modelo
a toda nuestra vida”. Al preguntarle a San
Buenaventura de donde sacaba tan buena doctrina para
sus obras, le contestó presentándole un Crucifijo,
ennegrecido por los muchos besos que le había dado:
“Este es el libro que me dicta todo lo que escribo;
lo poco que sé aquí lo he aprendido”
II. Nos hace mucho bien
contemplar la Pasión de Cristo: en nuestra oración
personal, al leer los Santos Evangelios, en los
misterios dolorosos del Santo Rosario, en el Vía
Crucis... En ocasiones nos imaginamos a
nosotros mismos presentes entre los espectadores que
fueron testigos en esos momentos. También podemos
intentar con la ayuda de la gracia, contemplar la Pasión
como la vivió el mismo Cristo (R.A. KNOX, Ejercicios
para seglares). Parece imposible, y siempre será una
visión muy empobrecida de la realidad, pero para
nosotros puede llegar a ser una oración de
extraordinaria riqueza. Dice San León Magno que “el
que quiera de verdad venerar la pasión del Señor
debe contemplar de tal manera a Jesús crucificado con
los ojos del alma, que reconozca su propia carne en la
carne de Jesús” (Sermón 15 sobre la Pasión)
III. La meditación de la Pasión de Cristo nos
consigue innumerables frutos. En primer lugar nos
ayuda a tener una aversión grande a todo pecado, pues
Él fue traspasado por nuestras iniquidades y molido
por nuestros pecados (Isaías 53, 5) . Los
padecimientos nos animan a huir de todo lo que pueda
significar aburguesamiento y pereza; avivan nuestro
amor y alejan la tibieza. Hacen nuestra alma
mortificada, guardando mejor los sentidos. Y si alguna
vez, el Señor permite el dolor, nos será de gran
ayuda y alivio considerar los dolores de Cristo en su
Pasión. Hagamos el propósito
de estar más cerca de la Virgen estos días que
preceden a la Pasión de su Hijo, y pidámosle que nos
enseñe a contemplarle en esos momentos en los que
tanto sufrió por nosotros.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Jueves
quinta semana de Cuaresma
Tenemos
un Dios que nos persigue y que busca
llegar hasta el fondo de nosotros
mismos.
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Gn
17, 3-9
Jn 8, 51-59
El tiempo cuaresmal es un camino de
conversión que no es simplemente
arrepentirnos de nuestros pecados o
dejar de hacer obras malas. El camino de
conversión no es otra cosa sino el
esfuerzo constante, por parte nuestra,
de volver a tener la imagen, la visión
que Dios nuestro Señor tenía de
nosotros desde el principio. El camino
de conversión es un camino de
reconstrucción de la imagen de Dios en
nuestra alma.
La liturgia del día de hoy nos presenta
dos actitudes muy diferentes ante lo que
Dios propone al hombre. En la primera
lectura, Dios le cambia el nombre a
Abram. Y de llamarse Abram, le llama
Abraham. Este cambio de nombre no es
simplemente algo exterior o superficial.
Esto requiere de Dios la disponibilidad
a cambiar también el interior, a hacer
de este hombre un hombre nuevo.
Pero, al mismo tiempo, requiere de
Abraham la disponibilidad para acoger el
nombre nuevo que Dios le quiere dar.
Por otro lado, en el Evangelio vemos cómo
Jesús se enfrenta una vez más a los
judíos, haciéndoles ver que aunque se
llamen Hijos de Abraham, no saben quién
es el Dios de Abraham.
Son las dos formas en las cuales
nosotros podemos enfrentarnos con Dios:
la forma exterior; totalmente
superficial, que respeta y vive según
una serie de ritos y costumbres; una
forma que incluso nos cataloga como
hijos de Abraham o hijos de Dios. Y por
otro lado, el camino interior; es decir,
ser verdaderamente hijos de Abraham, ser
verdaderamente hijos de Dios.
Lo primero es muy fácil, porque basta
con ponerse una etiqueta, realizar
determinadas costumbres, seguir
determinadas tradiciones. Y podríamos
pensar que eso nos hace cristianos, que
eso nos hace ser católicos; pero estaríamos
muy equivocados. Porque todo el exterior
es simplemente un nombre, y como un
nombre, es algo que resuena, es una
palabra que se escucha y el viento se
lleva; es tan vacía como cualquier
palabra puede ser. Es en el interior de
nosotros donde tienen que producirse los
auténticos cambios; de donde tiene que
brotar hacia el exterior la verdadera
transformación, la forma distinta de
ser, el modo diferente de comportarse.
No son las formas exteriores las que
configuran nuestra persona. Son
importantes porque manifiestan nuestra
persona, pero si las formas exteriores
fuesen simplemente toda nuestra
estructura, toda nuestra manera de ser,
estaríamos huecos, vacíos. Entonces
también Jesús a nosotros podría
decirnos: “Sería tan mentiroso como
ustedes”. También Jesús nos podría
llamar mentirosos, es decir, los que vacían
la verdad, los que manifiestan al
exterior una forma como si fuese verdad,
pero que realmente es mentira.
Qué difícil y exigente es este camino
de conversión que Dios nos pide, porque
va reclamando de nosotros no solamente
una «partecita», sino que acaba
reclamando todo lo que somos: toda
nuestra vida, todo nuestro ser. El
camino de conversión acaba exigiendo la
transformación de nuestras más íntimas
convicciones, de nuestras raíces más
profundas para llegar a cristianizarlas.
Para los judíos solamente Dios estaba
por encima de Abraham, por eso, cuando
Cristo les dice: “Antes de que Abraham
existiese, Yo soy”, ellos entendieron
perfecta- mente que Cristo estaba yendo
derecho a la raíz de su religión; les
estaba diciendo que Él era Dios, el
mismo Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob. Y es por eso que agarran piedras
para intentar apedrearlo, por eso buscan
matarlo.
No es simplemente una cuestión dialéctica;
ellos han entendido que Cristo no se
conforma con cambiar ciertos ritos del
templo. Cristo llega al fondo de todas
las cosas y al fondo de todas las
personas, y mientras Él no llegue ahí,
va a estar insistiendo, va a estar
buscando, va a estar perseverando hasta
conseguir llegar al fondo de nuestro
corazón, hasta conseguir recristianizar
lo más profundo de nosotros mismos.
El hecho de que Dios le cambie el nombre
a Abram, además de significar el querer
llegar al fondo, está también
significando que solamente quien es dueño
de otro le puede cambiar el nombre. (Según
la mentalidad judía, solamente quien
era patrón de otro podía cambiarle el
nombre). Algo semejante a lo que
hicieron con nosotros el día de nuestro
Bautismo cuando el sacerdote, antes de
derramar sobre nuestra cabeza el agua,
nos impuso la marca del aceite que nos
hacia propiedad de Dios.
¿Realmente somos conscientes de que
somos propiedad de Dios? Dios es tan
consciente de que somos propiedad suya,
que no deja de reclamarnos, que no deja
de buscarnos, que no deja de
inquietarnos. Como a quien le han
quitado algo que es suyo y cada vez que
ve a quien se lo quitó, le dice: ¡Acuérdate
de que lo que tú tienes es mío! Así
es Dios con nosotros. Llega a nuestra
alma y nos dice: Acuérdate de que tú
eres mío, de que lo que tú tienes es mío:
tu vida, tu tiempo, tu historia, tu
familia, tus cualidades. Todo lo que tú
tienes es mío; eres mi propiedad.
Esto que para nosotros pudiera ser una
especie como de fardo pesadísimo, se
convierte, gracias a Dios, en una gran
certeza y una gran esperanza de que Dios
jamás va a desistir de reclamar lo que
es suyo. Así estemos muy alejados de Él,
sumamente hundidos en la más tremenda
de las obscuridades o estemos en el más
triste de los pecados, Dios no va a
dejar de reclamar lo que es suyo.
Sabemos que, estemos donde estemos, Dios
siempre va a ir a buscarnos; que hayamos
caído donde hayamos caído, Dios nos va
a encontrar, porque Él no va a dejar de
reclamar lo que es suyo.
Éste es el Dios que nos busca, y lo único
que requiere de nosotros es la capacidad
y la apertura interior para que, cuando
Él llegue, nosotros lo podamos
reconocer. “El que es fiel a mis
palabras no morirá para siempre”. No
habrá nada que nos pueda encadenar,
porque el que es fiel a las palabras de
Cristo, será buscado por Él, que es la
Resurrección y la Vida.
Ojalá que nosotros aprendamos que
tenemos un Dios que nos persigue y que
busca llegar hasta el fondo de nosotros
mismos, y que nos va hacer bajar hasta
el fondo de nosotros para que nos
podamos, libremente, dar a Él.
¿De qué otra manera más grande puede
Dios hacer esto, que a través de la
Eucaristía? ¿Qué otro camino sigue
Dios sino el de la misma presencia Eucarística?
¿Acaso alguien en la tierra puede bajar
tan a lo hondo de nosotros mismos como
Cristo Eucaristía? Cristo es el único
que, amándonos, puede penetrar hasta el
alma de nuestra alma, hasta el espíritu
de nuestro espíritu, para decirnos que
nos ama.
Permitamos que el Señor, en esta Semana
Santa que se avecina, pueda llegar hasta
nosotros. Permitámosle hacer la
experiencia de estar con nosotros. Y
nosotros, a la vez, busquemos la
experiencia de estar con Él. Un Dios
que no simplemente caminó por nuestra
tierra, habló nuestras palabras y vio
nuestros paisajes. Un Dios que no
simplemente murió derramando hasta la
última gota de sangre; un Dios que no
solamente resucitó rompiendo las
ataduras de la muerte. Un Dios que, además,
ha querido hacerse Eucaristía para
poder estar en lo más profundo de
nuestras vidas y poder encontrarnos, si
es necesario, en lo más profundo de
nosotros mismos.
P.
Cipriano Sánchez

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