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Juan 8,
1-11
Mas Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de
madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo
el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se
puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le
llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen
en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó
en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué
dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener
de qué acuasarle. Pero Jesús, inclinándose, se
puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como
ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les
dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que
le arroje la primera piedra». E inclinándose de
nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas
palabras, se iban retirando uno tras otro,
comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús
con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose
Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te
ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor».
Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en
adelante no peques más».
Martes de la
Quinta Semana de Cuaresma
Vida
de piedad
El Señor
quiere a los cristianos corrientes metidos en la entraña
de la sociedad, laboriosos en sus tareas, en un
trabajo que de ordinario ocupará de la mañana a la
noche. Jesús espera que no nos olvidemos de Él
mientras trabajamos. Jesucristo es lo más importante
de nuestro día, de nuestra vida, por eso cada uno de
nosotros debe ser alma de oración siempre y mantener
Su presencia a lo largo de la jornada. Para lograrlo
echaremos mano de esas “industrias humanas”:
jaculatorias, actos de amor y desagravio, comuniones
espirituales, miradas a la imagen de Nuestra Señora.
I. La gracia recibida en el
Bautismo, llamada a su pleno desarrollo, está
amenazada por los mismos enemigos que siempre han
atacado a los hombres: egoísmo, sensualidad, confusión
y errores en la doctrina, pereza, envidias,
murmuraciones, calumnias...En todas las épocas se
dejan notar las heridas del pecado de origen y de los
pecados personales. Los cristianos debemos buscar el
remedio y el antídoto en el único lugar donde se
encuentra: en Jesucristo y en su doctrina salvadora.
No podemos dejar de mirarlo elevado sobre la tierra en
la Cruz. Mirar a Jesús, no podemos apartar la vista
del Señor, nuestro Amor. Debemos buscar la fortaleza
en el trato de amistad con Jesús, a través de la
oración, de la presencia de Dios a lo largo de la
jornada y en la visita al Santísimo Sacramento.
II. El Señor quiere a los
cristianos corrientes metidos en la entraña de la
sociedad, laboriosos en sus tareas, en un trabajo que
de ordinario ocupará de la mañana a la noche. Jesús
espera que no nos olvidemos de Él mientras trabajamos.
Jesucristo es lo más importante de nuestro día, de
nuestra vida, por eso cada uno de nosotros debe ser
alma de oración siempre y mantener Su presencia a lo
largo de la jornada. Para lograrlo echaremos mano de
esas “industrias humanas”: jaculatorias, actos de
amor y desagravio, comuniones espirituales, miradas a
la imagen de Nuestra Señora. (SAN
JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino): cosas sencillas,
pero de gran eficacia. Si ponemos el mismo interés en
acordarnos del Señor, nuestro día se llenará de
pequeños recordatorios que nos llevarán a tenerle
presente. Poco a poco, si perseveramos, llegaremos a
estar en la presencia de Dios como algo normal y
natural. Aunque siempre tendremos que poner lucha y
empeño.
III. Muchas veces vemos al Señor que se dirigía a su
Padre Dios con una oración corta, amorosa, como una
jaculatoria. Nosotros también podemos decirlas desde
el fondo de nuestra alma, y que responden a
necesidades o situaciones concretas por las que
estamos pasando. Santa Teresa recuerda la huella que
dejó en su vida una jaculatoria: ¡Para siempre,
siempre, siempre! Al terminar nuestra oración le
decimos, como los discípulos de Emaús: Quédate con
nosotros, Señor, porque se hace de noche (Lucas 24,
29). Todo es oscuridad cuando Tú no estás.
Y acudimos a la Virgen, y le decimos amorosamente:
Dios te salve, María... bendita tú entre todas las
mujeres.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Martes
de la Quinta semana de Cuaresma
La
Cuaresma son cuarenta días en los
cuales Dios nos llama a la conversión,
a la transformación. Cada Evangelio,
cada oración, cada Misa durante la
Cuaresma no es otra cosa sino un
constante insistir de Dios en la
necesidad que todos tenemos de
convertirnos y de volvernos a Él. Sin
embargo, pudiera ser que nos hubiésemos
acostumbrado incluso a eso; como quien
se acostumbra a ser amado, como quien
se acostumbra a ser consentido y se
transforma en caprichoso en vez de
agradecido, porque así es el corazón
humano..
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Nm
21, 4-9
Jn 8, 21-30
La Cuaresma, como camino de conversión
y de transformación, es al mismo tiempo,
una exigencia de una firme decisión de
frente a Dios nuestro Señor. La
Cuaresma nos pone delante lo que
nosotros tenemos o podríamos elegir:
con Dios o contra Él; junto a Él o
separados de Él. Esta decisión no
simplemente se convierte en una elección
que hacemos, sino es una decisión que
tiene una serie de repercusiones en
nuestra vida.
El ejemplo de la Serpiente de Bronce que
nos pone el Libro de los Números, no es
otra cosa sino una llamada de atención
al hombre respecto a lo que significa
alejarse de Dios. Cuando el pueblo se
aleja de Dios aparece el castigo de las
serpientes venenosas. Dios, al mismo
tiempo, les envía un remedio: la
Serpiente de Bronce.
En ese mirar a la Serpiente de Bronce
está encerrado el misterio de todo
hombre, que tiene que terminar por
elegir a Dios o por apartarse de Él.
Está en nuestras manos, es nuestra opción
el hacer o no lo que Dios pide.
Esta misma situación es la que vivían
los hebreos de cara a Dios en medio de
las adversidades, en medio de las
dificultades: los hebreos se encontraban
en el desierto y estaban hartos del
milagro cotidiano del maná y de las
dificultades que tenían, lo que hace
que el pueblo murmure contra Dios. Algo
semejante nos podría pasar también a
nosotros: ser un pueblo que se
acostumbra al milagro cotidiano y acaba
murmurando contra Dios, como les pasó a
los judíos de la época de nuestro Señor:
acostumbrados, se cegaron al milagro que
era tener frente a ellos, ni más ni
menos, que a la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad.
También nosotros podemos ser personas
que acaban por acostumbrarse al milagro:
El milagro «tan normal» de la vida de
Dios en nosotros a través del Bautismo
y a través de la Eucaristía. El
milagro «tan normal» del constante
perdón de nuestro Señor a través de
la confesión, a través de nuestro
encuentro con Él. El milagro «tan
normal» de la Providencia de nuestro Señor
que está constantemente ayudándonos,
sosteniéndonos, robusteciendo nuestro
corazón.
Y cuando uno se acostumbra al milagro,
acaba murmurando, acaba quejándose,
porque ha perdido ya la capacidad de
apreciar lo que significa la presencia
de Dios en su vida. Ha perdido ya la
capacidad de apreciar lo que puede
llegar a indicar la transformación que
Dios quiere para su vida.
La Cuaresma son cuarenta días en los
cuales Dios nos llama a la conversión,
a la transformación. Cada Evangelio,
cada oración, cada Misa durante la
Cuaresma no es otra cosa sino un
constante insistir de Dios en la
necesidad que todos tenemos de
convertirnos y de volvernos a Él. Sin
embargo, pudiera ser que nos hubiésemos
acostumbrado incluso a eso; como quien
se acostumbra a ser amado, como quien se
acostumbra a ser consentido y se
transforma en caprichoso en vez de
agradecido, porque así es el corazón
humano.
La constante llamada a la conversión,
la constante invitación a la
transformación interior —que es la
Cuaresma—, nos puede hacer caprichosos,
superficiales e indiferentes con Dios,
en lugar de hacernos agradecidos. Y,
cuando se presenta el capricho, aparece
la queja y la rebelión en contra de
Dios, y aparece también la ceguera de
la mente y la dureza de la voluntad:
“Ellos no comprendieron que les
hablaba el Padre”. Los judíos habían
llegado a cerrar su mente y endurecer su
voluntad de tal manera que ya ni
siquiera comprendían lo que Jesucristo
les estaba queriendo transmitir. ¡Qué
tremendo es esto en el alma del hombre!
¡Qué efectos tan graves tiene!
Jesús, en el Evangelio de hoy, nos
dice: “Si no creen que Yo soy, morirán
en sus pecados”. En la vida no tenemos
más que dos opciones: abrirnos a Dios
en el modo en el cual Él vaya llegando
a nuestra vida, o morir en nuestros
pecados. Es la diferencia que hay entre
levantarse o quedarse tirado; entre
estar constantemente superándose,
siguiendo la llamada que Dios nuestro Señor
nos va haciendo de transformación
personal, de cambio, de conversión, o
vernos encerrados, encadenados cada vez
más por nuestros pecados, debilidades y
miserias.
Preguntémonos: ¿Dónde encuentro
dificultades para superarme? ¿En mi
psicología, en mi afectividad, en mi
temperamento, en mi amor, en mi vida de
fe, en mi oración? Muy posiblemente lo
que me falta en esa situación no sea
otra cosa sino la capacidad de poner a
Dios nuestro Señor como centro de mi
existencia. Creer que Cristo
verdaderamente es Dios, creer que Cristo
verdaderamente va a romper esa cadena.
Recordemos que Cristo necesita de
nuestra fe para poder romper nuestras
cadenas; Cristo necesita de nuestra
voluntad abierta y de nuestra
inteligencia dispuesta a escuchar, para
poder redimir nuestra alma; Cristo
necesita nuestra libertad.
Quizá en esta Cuaresma podríamos haber
seguido muchas tradiciones, hecho ayuno,
vigilias, sacrificios y oraciones, pero
a lo mejor, podríamos habernos olvidado
de abrir nuestra libertad plenamente a
Dios. Podríamos habernos olvidado de
abrir de par en par nuestro corazón a
Dios para dejar que Él sea el que va
guiándonos, el que nos va llevando y el
que nos libra —como dice el Evangelio—
de morir en nuestros pecados. Es decir,
el que nos libra de la muerte del alma,
que es la peor de todas las muertes,
producida no por otra cosa, sino por el
encadenarse sobre nosotros nuestras
debilidades, miserias y carencias.
No hay otro camino, no hay otra opción:
o rompemos con esas cadenas, creyendo en
Cristo, o nuestra vida se ve cada vez más
encerrada y enterrada. A veces podríamos
pensar que el egoísmo, el centrarnos en
nosotros, el intentar conservarnos a
nosotros mismos es una especie de
liberación y de realización personal y
la única salida de nuestros problemas;
pero nos damos cuenta que cuanto más se
encierra uno en uno mismo, más se
entierra y menos capacidad tiene de
salir de uno mismo.
El Evangelio de hoy nos dice al final:
“Después de decir estas palabras,
muchos creyeron en Cristo”. Después
de que Cristo habla de la presencia de
Dios en su alma y en su vida, la fe en
los discípulos hace que ellos se
adhieran a nuestro Señor. Vamos a
preguntarnos también nosotros: ¿Cómo
es mi fe de cara a Jesucristo? ¿Cómo
es mi apertura de corazón de cara a
Jesucristo? ¿Cuál es auténticamente
mi disponibilidad? ¿Soy alguien que
busca echarse cadenas todos los días,
que busca encerrarse en sí mismo, que
no permite que Dios nuestro Señor toque
ciertas puertas de su vida?
No olvidemos que donde la puerta de
nuestra vida se cierra a Dios, ahí
quien reina es la muerte, no la superación;
ahí quien reina es la oscuridad, no la
luz. A cada uno de nosotros nos
corresponde el estar dispuestos a abrir
cada una de las puertas que Dios nuestro
Señor vaya tocando en nuestra
existencia. Estamos terminando la
Cuaresma, preguntémonos: ¿Qué puertas
tengo cerradas? ¿Qué puertas todavía
no he abierto al Señor? ¿En qué
aspectos de mi personalidad no he
permitido al Señor entrar?
Ojalá que nuestro Señor, que viene a
nuestro corazón en cada Eucaristía,
sea la llave que abre algunas de esas
puertas que podrían todavía estar
cerradas. Es cuestión de que nuestra
libertad se abra y de que nuestra
inteligencia nos ilumine para poder
encontrar a Dios nuestro Señor; para
poder librarnos de esa cadena que a
veces somos nosotros mismos y que impide
el paso pleno de Dios por nuestra vida.
Se acerca la Pascua, que es el paso de
Señor, el momento en el cual Dios pasa
entre su pueblo para liberarlo de sus
pecados, nuestras puertas deben estar
abiertas. Ojalá que el fruto de esta
Cuaresma sea abrirnos verdaderamente a
nuestro Señor con generosidad, con
libertad, con la inteligencia que nos es
necesaria para seguirlo sin ninguna duda
y sin ningún miedo, para que Él nos
entregue la vida eterna que Él da a los
que creen en Él.
P.
Cipriano Sánchez
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