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Juan 8,
1-11
Mas Jesús se fue al monte de los Olivos. Pero de
madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo
el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se
puso a enseñarles. Los escribas y fariseos le
llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen
en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó
en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué
dices?» Esto lo decían para tentarle, para tener
de qué acuasarle. Pero Jesús, inclinándose, se
puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como
ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les
dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que
le arroje la primera piedra». E inclinándose de
nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas
palabras, se iban retirando uno tras otro,
comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús
con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose
Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te
ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor».
Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en
adelante no peques más».

Lunes de la Quinta
Semana de Cuaresma
Vete
y no peques más
Mujer,
¿ninguno te ha condenado? –Ninguno, Señor.-
Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más
(Juan 8, 10-11) Podemos imaginar la enorme alegría de
aquella mujer pecadora, sus deseos de comenzar de
nuevo, su profundo amor a Cristo después de recibir
Su perdón. En el alma de esta mujer, manchada por el
pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado
un cambio tan profundo, que sólo podemos entreverlo a
la luz de la fe.
I. Mujer, ¿ninguno
te ha condenado? –Ninguno, Señor.- Tampoco yo te
condeno. Anda y en adelante no peques más (Juan 8,
10-11) Podemos imaginar la enorme alegría de aquella
mujer pecadora, sus deseos de comenzar de nuevo, su
profundo amor a Cristo después de recibir Su perdón.
En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por
su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan
profundo, que sólo podemos entreverlo a la luz de la
fe. Cada día, en todos los rincones del mundo,
Jesús a través de sus ministros los sacerdotes,
sigue diciendo: “Yo te absuelvo de tus pecados...”
Es el mismo Cristo que perdona. San Agustín afirma
que el prodigio que obran estas palabras supera a la
misma creación del mundo (Comentario sobre el
Evangelio de San Lucas). En nuestra oración de hoy
podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por el don
tan grande del sacramento de la Confesión.
II. Por la absolución, el hombre se une a Cristo
redentor, que quiso cargar con nuestros pecados. Por
esta unión, el pecador participa de nuevo de esa
fuente de gracia que mana sin cesar del costado
abierto de Jesús. En el momento de la absolución
intensificaremos el dolor de nuestros pecados,
renovaremos el propósito de enmienda, y escucharemos
con atención las palabras del sacerdote que nos
conceden el perdón de Dios. Después de cada confesión
debemos dar gracias a Dios por la misericordia que ha
tenido con nosotros y concretaremos cómo poner en práctica
los consejos recibidos. Una manifestación de nuestra
gratitud es procurar que nuestros amigos acudan a esa
fuente de gracias, acercarlos a Cristo, ¡Difícilmente
encontraremos una obra de caridad mayor!
III. Nuestros pecados, aun después de ser perdonados,
merecen una pena temporal que se ha de satisfacer en
esta vida o en el purgatorio. Debemos poner mucho amor
en el cumplimiento de la penitencia que el sacerdote
nos impone antes de impartir la absolución. Si
consideramos la desproporción de nuestros pecados con
la satisfacción, aumentaremos nuestro espíritu de
penitencia en este tiempo de Cuaresma, en el que la
Iglesia nos invita de una manera particular. Al
terminar nuestra oración, invocamos a Santa María,
Refugio de los pecadores, con ánimo y decisión de
unirnos a su dolor, en reparación por nuestros
pecados y por los de los hombres de todos los tiempos.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Lunes
quinta semana de Cuaresma
Cristo
nos ha llamado a tenerle en lo
profundo de nosotros mismos.
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Dn
13, 41-62
Jn 8, 1-11
El camino de conversión, que es la
Cuaresma, tiene como todo camino, un
inicio; y como todo camino, tiene también
un final. La Cuaresma se enfrenta en
esta semana con su última semana. El
Domingo de Ramos, que es cuando
celebramos la entrada de Jesús en
Jerusalén, estaremos celebrando también
el momento en el cual termina la
Cuaresma para dar inicio a la Semana
Santa. En ese momento podríamos
simplemente quedarnos con la idea de
haber dicho: una Cuaresma más que pasó
por nuestra vida, cuarenta días más. O
preguntarnos: ¿Cómo aproveché este
camino? ¿Realmente le saqué fruto a
toda esta Cuaresma, o la Cuaresma se me
fue, como se me van tantas otras cosas?
La liturgia de hoy, en el salmo
responsorial, nos habla de un
sentimiento que tendría que estar
presente en nuestro corazón: “Nada
temo, Señor, porque Tú estás conmigo”.
Todos sabemos que la Cuaresma es un
llamamiento muy serio a la conversión,
es una llamada muy exigente a
transformar la vida; no la podemos dejar
igual después de la Cuaresma. Nosotros
podríamos asustarnos al ver el programa
de conversión que se nos propone y al
darnos cuenta de lo que significa
convertir la propia personalidad,
convertir los propios sentimientos,
convertir la propia inteligencia,
convertir la propia voluntad, cambiar
totalmente la propia existencia.
Esta conversión se nos podría hacer un
camino tan impracticable, una cumbre tan
elevada, que en el corazón puede llegar
a aparecer el miedo. Un miedo que nos
hace incapaces de poder transformar
nuestra vida, un miedo que, incluso, nos
puede hacer rebeldes contra las mismas
necesidades de transformación, y
entonces quedarnos, a la hora de la hora,
con el miedo, con la rebeldía y sin la
transformación.
¡Qué serio es esto!, porque puede ser
que nuestra vida se nos esté yendo como
agua entre los dedos y no terminar de
afianzar la transformación que nosotros
necesitamos llevar a cabo en nuestra
alma, y no terminar de consolidar en
nuestra alma la exigencia de una auténtica
transformación cristiana.
¡Cuántas Cuaresmas hemos vivido! ¡Cuántos
llamados a la conversión! Cuántas
veces hemos escuchado el “arrepiéntete”
y, sin embargo, ¿dónde estamos en este
camino? Creo que el Evangelio de hoy
podría ser para todos nosotros algo muy
significativo, porque Jesucristo nos
habla de cómo todos tenemos esa
presencia, de una forma o de otra, del
alejamiento de Dios: el pecado en
nuestro corazón.
El episodio de la mujer adúltera es un
episodio en el cual Jesucristo se
encuentra no tanto con la realidad del
pecado, cuanto con la visión que el
hombre tiene del propio pecado. Por una
parte están los acusadores, los hombres
que dicen: “Esta mujer es adúltera y
por lo tanto debe ser condenada a muerte
por lapidación”. Por otra parte está
la mujer que, evidentemente, también
está en pecado.
Qué fuerte es el hecho de que Jesús se
atreva a cuestionar la legitimidad que
tienen todos esos hombres de castigar a
esa mujer, cuando ellos mismos están en
pecado. Sin embargo, todos ellos iban a
convertirse en jueces y en ejecutores de
una ley, pensando que actuaban con plena
justicia, como si el pecado no estuviese
en ellos. Y Jesús desenmascara, con la
habilidad y sencillez que a Él le
caracteriza, la capacidad que tenemos
los hombres en nuestro interior de
torcer las cosas para creernos justos
cuando no lo somos, cuando ni siquiera
hemos rozado la capacidad de conversión
que tenemos. De creernos limpios cuando,
a lo mejor, ni siquiera hemos tocado un
poco el misterio de nuestra auténtica
conversión interior.
Este relato del Evangelio nos habla de
un Jesús que nos llama, que nos invita
a atrevernos a sumergirnos en la
realidad de nuestra conversión: “El
que esté sin pecado que tire la primera
piedra”. No dice que la mujer ha hecho
bien, simplemente les pregunta si se han
dado cuenta de cuál es la justicia, la
santidad que hay en cada una de sus
almas: primero dense cuenta de esto y
luego pónganse a pensar si pueden
tirarle piedras a alguien que está en
pecado. “Antes de ver la paja del ojo
ajeno, quita la viga que hay en el tuyo”.
La conversión supone la valentía de
profundizar dentro de la propia alma. La
conversión supone la valentía de
entrar al propio corazón, como Jesús
entra dentro del alma de estos hombres
para que se den cuenta que todos tienen
pecado, que ninguno de ellos puede
llegar a tirar ni siquiera una piedra.
Pero, muchas veces, lo que nos acaba
pasando cuando rozamos el misterio de la
conversión de nuestra alma, cuando
tocamos el misterio de que tenemos que
transformar comportamientos, afectos,
actitudes, criterios, pensamientos,
juicios, es que nos da miedo y nos
echamos para atrás y preferimos no
tenerlo delante de los ojos.
¿Quién se atrevería a bajar hasta lo
más profundo del propio corazón si no
es acompañado de Dios nuestro Señor?
¿Quién se atrevería a tocar lo
tremendo de las propias infidelidades,
de los propios egoísmos, de todo lo que
uno es en su vida, si no es acompañado
por Dios? La pregunta más importante
sería: ¿Ya has sido capaz de bajar,
acompañado de Dios nuestro Señor, a lo
profundo de tu corazón? ¿Ya has sido
capaz de tocar el fondo de tu vida para
verdaderamente poder convertirte?
¡Cuántos esfuerzos de conversión
hemos hecho a lo largo de nuestra vida!
Cuántas veces hemos intentado
transformarnos, y no lo hemos logrado,
porque nunca hemos bajado hasta el fondo
de nuestra alma, porque nunca nos hemos
atrevido a tomar a Jesús de la mano y
permitirle que nos cure. Como el médico
que, para poder curar nuestra enfermedad,
tiene que llegar a la raíz de la misma,
no puede conformarse simplemente con
aplicar una cura superficial.
Ojalá que si en esta Cuaresma no hemos
todavía transformado muchas cosas y
seguimos teniendo egoísmos, perezas,
flojeras, miedos y tantas otras cosas,
por lo menos hayamos conseguido la
gracia, el don de Dios, de permitirle
bajar con nosotros hasta el fondo de
nuestro corazón, para que desde ahí,
Él empiece a sanarnos, Él empiece a
transformarnos, Él empiece a cambiarnos.
“Aunque atraviese por cañadas oscuras
nada temo, Señor, porque Tú estás
conmigo”.
¡Cuántas veces lo más oscuro de
nuestras vidas es nuestro corazón! No
oscuro porque esté muy manchado, sino
oscuro porque ha sido poco iluminado;
porque preferimos dejar las cosas como
están para no tener que cambiar algunas
actitudes. Hemos de entrar y tocar con
sinceridad el fondo de nuestro corazón
para que Cristo nos quite los miedos que
nos impiden llegar hasta el fondo, para
así poder transformar verdadera y
cristianamente toda nuestra vida.
Que ésta sea la gracia principal que
hayamos adquirido en esta Cuaresma en la
que el Señor, una vez más, nos ha
llamado a la conversión y, sobre todo,
nos ha llamado a tenerle en lo profundo
de nosotros mismos.
P.
Cipriano Sánchez

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