
Jesús
se declara Hijo de Dios
Juan 7,1-2.10.25-30
En aquel tiempo, recorría Jesús la Galilea,
pues no podía andar por Judea, porque los judíos
buscaban matarle. Se acercaba la fiesta judía de
las Tiendas. Pero después que sus hermanos subieron
a la fiesta, entonces Él también subió no
manifiestamente, sino de incógnito.
Decían algunos de los de Jerusalén: ¿No es a ése
a quien quieren matar? Mirad cómo habla con toda
libertad y no le dicen nada. ¿Habrán reconocido de
veras las autoridades que este es el Cristo? Pero éste
sabemos de dónde es, mientras que, cuando venga el
Cristo, nadie sabrá de dónde es. Gritó, pues, Jesús,
enseñando en el Templo y diciendo: Me conocéis a mí
y sabéis de dónde soy. Pero yo no he venido por mi
cuenta; sino que verdaderamente me envía el que me
envía; pero vosotros no le conocéis. Yo le conozco,
porque vengo de él y él es el que me ha enviado.
Querían, pues, detenerle, pero nadie le echó mano,
porque todavía no había llegado su hora.

Viernes
de Cuarta Semana de Cuaresma
La
enfermedad
El
Evangelio de la Misa (Lucas 4, 10) nos ha dejado este
detalle entrañable de Cristo con los enfermos. Los
curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se
fija atentamente en cada uno de ellos y les dedica
toda su atención, porque cada persona, y de modo
especial la persona que sufre, es muy importante para
Él.
I. El
Evangelio de la Misa (Lucas 4, 10) nos ha dejado este
detalle entrañable de Cristo con los enfermos. Los
curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se
fija atentamente en cada uno de ellos y les dedica
toda su atención, porque cada persona, y de modo
especial la persona que sufre, es muy importante para
Él. Cada hombre es siempre bien recibido por
Jesús, que tiene un corazón compasivo y
misericordioso para con todos, singularmente para
aquellos que andan más necesitados. Nosotros, que
queremos ser discípulos fieles de Cristo, debemos
aprender de Él a tratar y amar a los enfermos. En
nuestra vida habrá momentos en que estemos enfermos,
o lo estén las personas que nos rodean. Eso es un
tesoro que hemos de cuidar. En el trato con los que
padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las
palabras del Señor: lo que hicisteis con uno de éstos,
mis hermanos más pequeños, por Mí lo hicisteis
(Mateo 25, 40).
II. La enfermedad, llevada por amor de Dios, es un
medio de santificación, de apostolado; es un modo
excelente de participar en la Cruz redentora del Señor.
Especialmente en la enfermedad hemos de estar cerca de
Cristo. Cuanto más dolorosa sea la enfermedad, más
amor necesitaremos tener. Más gracias de Dios también
recibiremos. Hemos de pedir ayuda al Señor para
llevar la enfermedad con garbo humano, procurando no
quejarse, obedeciendo al médico. El que sufre en unión
con Cristo, completa con su sufrimiento lo que falta a
los padecimientos de Cristo (Colosenses 1, 24), porque
“Cristo en cierto sentido ha abierto el propio
sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre”
(JUAN PABLO II, Salvifici doloris): con Cristo tienen
sentido el dolor y la enfermedad.
III. La enfermedad, que entró en el mundo a causa del
pecado, es vencida por Cristo en cuanto se puede
convertir en un bien mucho mayor que la misma salud física.
Con la Unción de los Enfermos se reciben innumerables
bienes, que el Señor ha dispuesto para santificar la
enfermedad grave: aumenta la gracia santificante, por
lo que habrá qué confesarse si es posible, limpia
las huellas del pecado en el alma, da una gracia
especial para vencer las tentaciones, y otorga la
salud del cuerpo si conviene para la salvación.
Debemos estar atentos para que nuestros enfermos
reciban este sacramento, muestra de la misericordia de
Dios. En esta Cuaresma
abramos nuestros ojos al dolor que nos rodea. Cristo
quiere hacerse presente en su Pasión, en ese dolor,
en la enfermedad propia o ajena, y darle un valor
redentor.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Viernes
cuarta semana de Cuaresma
Que
en este camino de Cuaresma aprendamos a
descubrir esta purificación de nuestra
voluntad. Cada uno en su ambiente, en su
lugar, con sus circunstancias. Una
purificación de la voluntad que supone
el constante exigirse y llamarse a sí
mismo al orden, para ver si en todo
momento estamos viviendo según la hora
de Dios o estamos viviendo según
nuestra hora; según la voluntad de Dios
o según nuestra voluntad
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Sb
2, 1. 12-22
Jn 7, 1-2; 10, 25-30
“Jesucristo
—nos dice el Evangelio—, no es
capturado porque todavía no había
llegado su hora”. Es éste uno de los
temas que más recurren en San Juan: la
hora de Cristo como el momento de la
redención, como el momento en el cual
Él va a librarnos a todos de nuestros
pecados. La hora de Cristo es una hora
que no es suya, no está impuesta por Él,
sino que es la hora que el Padre le ha
impuesto, y mientras no llegue ese
momento, Jesucristo va a vivir, por así
decir, libre de sus enemigos; pero en el
momento que esa hora llegue, Jesucristo
va a ser entregado a sus enemigos.
Esto nos podría parecer una especie de
determinismo o de falta de libertad,
cuando realmente es un sumergirse en la
orientación de nuestra libertad a la
adhesión total a Dios. En el caso de
Cristo, el hecho de tener que obedecer a
Dios va a significar, en ese momento
concreto, escaparse de sus enemigos:
“Todavía no había llegado su hora”.
Sin embargo, sabremos que después,
cuando llegue su hora, Jesucristo será
entregado. Es lo que Jesús dice a los
soldados que van a aprenderlo en el
Huerto de los Olivos: “Ésta es
vuestra hora y la del Príncipe de las
Tinieblas”.
Es una disposición interior que
nosotros tenemos que llegar a tomar: la
disposición interior de llegar a
aceptar la hora de Dios sobre nuestra
vida. Es decir, aceptar plenamente el
camino, el designio de Dios sobre
nuestra vida, lo cual requiere nuestra
capacidad de purificar nuestra voluntad,
nuestra capacidad de decir a nuestra
voluntad que no es ella la que tiene que
mandar, sino que es Dios nuestro Señor
quien lo tiene que hacer.
Podríamos decir que es la vida la que
nos va guiando, porque aunque nosotros
podemos planear unas cosas u otras, a la
hora de la hora, es la vida la que nos
va diciendo por dónde tenemos que ir.
Nosotros podríamos tener planes, pero
cuántas veces esos planes se rompen, se
quebrantan precisamente cuando nosotros
pensaríamos que más falta nos hace que
no se quebrantasen. Este aspecto de
nuestra vida requiere que nosotros
aprendamos a encontrar y aceptar, en
nuestra voluntad, lo que Dios nos pide,
y no como quien se resigna, sino como
quien libremente se ofrece a Dios. La
libertad y la voluntad son elementos que
tienen que conectarnos con Dios.
El libro de la Sabiduría habla de “lo
que los malvados dicen entre sí y
discurren equivocadamente”. Nos dice
todos los planes que tienen contra el
hombre justo, cómo están dispuestos a
atacarlo, cómo están dispuestos a
romperlo, cómo están dispuestos a
matarlo: “Condenémoslo a muerte
ignominiosa, porque dice que hay quien
mire por él”. Y termina diciendo:
“Así discurren los malvados, pero se
engañan; su malicia los ciega. No
conocen los ocultos designios de Dios,
no esperan el premio de la virtud, ni
creen en la recompensa de una vida
intachable”.
No nos dice nada de que al justo se le
vaya a librar de todos esos planes de
los malvados, simplemente nos dice que
estos hombres no conocen lo que Dios
espera oír de ellos.
Nos podríamos preguntar: ¿Y el justo
que tiene que enfrentarse con esa
injusticia de parte de los malvados? ¿Y
el justo que tiene que sufrir todo lo
que ellos dicen? Este aspecto llama a
nuestra voluntad a hacerse una pregunta:
¿Realmente mi voluntad está puesta en
Dios, independientemente del «entrecruzarse»
de las libertades humanas, de los
ambientes, de las situaciones que nos
acaecen? ¿Nuestra libertad, cada vez
que se da cuenta de que Dios llega a la
vida, ha aprendido a abrirse de tal
manera al Señor que, en todo momento,
acepte y se abrace libremente a ese
misterio que es la presencia de Dios en
nuestras vidas?
Quizá ése es el punto más difícil de
llegar a entender. Podemos entender el
abrazarnos a determinadas situaciones
positivas, incluso algunas negativas,
pero es difícil cuando el alma siente
la impotencia, cuando sentimos que el
alma se nos rompe o que nuestra voluntad
no termina de obedecernos, no termina de
ubicarnos y orientarnos hacia donde
tendríamos nosotros que ir.
Es precisamente este designio el que
tendríamos que controlar, y para
lograrlo es necesario ver en qué lugar
nuestra voluntad no está plenamente
orientada hacia Dios.
Sabemos que no es fácil orientar en
todo momento la voluntad hacia Dios,
porque basta que algo no salga como
nosotros querríamos y de nuevo volvemos
a ser retados, y de nuevo nuestra
voluntad vuelve a ser puesta en
cuestionamiento para ver qué vamos a
hacer con ella.
El camino de purificación de nuestra
voluntad y de nuestra libertad es la
constante sumisión libre a Dios; el
constante abrazarnos al modo concreto en
el cual Dios se nos va presentando en
nuestra vida.“Salva el Señor la vida
de sus siervos; no morirán quienes en
él esperan”.
En el fondo, la purificación de nuestra
voluntad tiene este objetivo: esperar en
Dios, aunque pueda parecer que alrededor
están las cosas muy difíciles; aunque
pueda parecer que todo alrededor es
obscuridad, es dificultad. “Muchas
tribulaciones para el justo, pero de
todas ellas Dios lo libra”.
Hay veces que nuestra inteligencia no ve
más arriba, no sabe por dónde
llevarnos y puede arrastrar a nuestra
voluntad y alejarla de Dios. Nuestra
voluntad, aun en medio de las
dificultades, de las tribulaciones y de
las pruebas, tiene que ser capaz de
entender que solamente quien se abraza a
Dios puede llegar a estar cerca de Él.
“El Señor no está lejos de sus
fieles”. La fidelidad es obra de
nuestra voluntad purificada, puesta
totalmente en manos de Dios nuestro Señor.
Que en este camino de Cuaresma
aprendamos a descubrir esta purificación
de nuestra voluntad. Cada uno en su
ambiente, en su lugar, con sus
circunstancias. Una purificación de la
voluntad que supone el constante
exigirse y llamarse a sí mismo al orden,
para ver si en todo momento estamos
viviendo según la hora de Dios o
estamos viviendo según nuestra hora;
según la voluntad de Dios o según
nuestra voluntad.
Dejemos que el Señor santifique nuestra
voluntad, de tal manera que podamos
adherirnos a Él, que podamos ponernos
totalmente en Él en este camino de
conversión que es la Cuaresma, que
reclama no solamente una serie de obras
de penitencia interior, sino que reclama,
sobre todo, la reestructuración y la
reeducación de nuestra vida hacia Dios.
P.
Cipriano Sánchez

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