
Marcos 12, 28-34
En aquel tiempo, uno de los letrados se acercó a
Jesús y le preguntó: ¿Cuál es el primero de
todos los mandamientos? Jesús le contestó: El
primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios,
es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás
a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro
mandamiento mayor que éstos. Le dijo el escriba:
Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que Él es
único y que no hay otro fuera de Él, y amarle con
todo el corazón, con toda la inteligencia y con
todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí
mismo vale más que todos los holocaustos y
sacrificios. Y Jesús, viendo que le había
contestado con sensatez, le dijo: No estás lejos
del Reino de Dios. Y nadie más se atrevía ya a
hacerle preguntas.

Viernes de la tercera semana de
Cuaresma
El
Amor de Dios
Dios nos hace saber de muchas maneras que nos
ama, que nunca se olvida de nosotros, pues nos lleva
escritos en su mano para tenernos siempre a la vista
(Isaías 49, 15-17)
I. Dios nos
hace saber de muchas maneras que nos ama, que nunca
se olvida de nosotros, pues nos lleva escritos en su
mano para tenernos siempre a la vista (Isaías 49,
15-17). Jamás podremos imaginar lo que Dios
nos ama: nos redimió con su Muerte en la Cruz,
habita en nuestra alma en gracia, se comunica con
nosotros en lo más íntimo de nuestro corazón,
durante estos ratos de oración y en cualquier
momento del día. Cuando contemplamos al Señor en
cada una de las escenas del Vía Crucis es fácil
que desde el corazón se nos venga a los labios el
decir: “¿Saber que me quieres tanto, Dios mío,
y... no me he vuelto loco?”
II. Dios nos ama con amor personal e individual. Jamás
ha dejado de amarnos, ni siquiera en los momentos de
mayor ingratitud por nuestra parte o cuando
cometimos los pecados más graves. Su atención ha
sido constante en todas las circunstancias y sucesos,
y está siempre junto a nosotros: Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo
(Mateo 28, 20), hasta el último instante de nuestra
vida. ¡Tantas veces se ha hecho el encontradizo! En
la alegría y en el dolor. Como muestra de amor nos
dejó los sacramentos, “canales de la misericordia
divina”. Nos perdona en la Confesión y se nos da
en la Sagrada Eucaristía. Nos ha dado a su Madre
por Madre nuestra. También nos ha dado un Ángel
para que nos proteja. Y Él nos espera en el Cielo
donde tendremos una felicidad sin límites y sin término.
Pero amor con amor se paga. Y decimos con Francisca
Javiera: “Mil vidas si las tuviera daría por
poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por
amarte si pudiera... con ese amor puro y fuerte con
que Tú siendo quien eres... nos amas continuamente”
(Decenario al Espíritu Santo).
III. Dios espera de cada hombre una respuesta sin
condiciones a su amor por nosotros. Nuestro amor a
Dios se muestra en las mil incidencias de cada día:
amamos a Dios a través del trabajo bien hecho, de
la vida familiar, de las relaciones sociales, del
descanso... Todo se puede convertir en obras de amor.
Cuando correspondemos al amor a Dios los obstáculos
se vencen; y al contrario, sin amor hasta las más
pequeñas dificultades parecen insuperables. El amor
a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este
amor caben todos los amores nobles y limpios de la
tierra, según la peculiar vocación recibida, y
cada uno en su orden. La señal externa de nuestra
unión con Dios es el modo como vivimos la caridad
con quienes están junto a nosotros. Pidámosle
hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al
amor de su Hijo, y que sepamos también amar con
obras a sus hijos, nuestros hermanos.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Viernes
de la tercera semana de Cuaresma
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Os
14, 2-10
Mc 12, 28-24
La Escritura habla constantemente de la
presencia de Dios como el único, como el
primero en el corazón del pueblo de Israel, y
usa la imagen del escuchar, del oír para
indicar precisamente esta relación entre Dios
y su pueblo.
Cuando a Jesús le preguntan ¿cuál es el
primero de todos los mandamientos?, para
responder Jesús emplea las palabras de una
oración que los israelitas rezan todas las mañanas:
“Escucha Israel: El Señor nuestro Dios es
el único Señor, no tendrás otro Dios
delante de ti”.
Dentro del camino de la Cuaresma —que es el
camino de conversión del corazón—, la
escucha, el llegar a oír, el ser capaces de
recibir la Palabra de Dios en el corazón es
un elemento fundamental que se mezcla en
nuestro interior con el elemento central del
juicio, que es nuestra conciencia.
El profeta Oseas decía: “Ya no tendré más
ídolos en mí”. Es necesario aprender a no
tener más ídolos en nosotros; hacer que
nuestra conciencia se vea plena y solamente
iluminada por Dios nuestro Señor, que ningún
otro ídolo marque el camino de nuestra
conciencia. Podría ser que en nuestra vida,
en ese camino de aprendizaje personal, no tomásemos
como criterio de comportamiento a Dios nuestro
Señor, sino como dirá el Profeta Oseas: “a
las obras de nuestras manos”. Y Dios dice:
“No vuelvas a llamar Dios tuyo a las obras
de tus manos; no vuelvas a hacer que tu Dios
sean las obras de tus manos”. Abre tu
conciencia, abre tu corazón a ese Dios que se
convierte en tu alma en el único Señor.
Sin embargo, cada vez que entramos en nosotros
mismos, cada vez que tenemos que tomar
decisiones de tipo moral en nuestra vida, cada
vez que tenemos que ilustrar nuestra
existencia, nos encontramos como «dios
nuestro» a la obras de nuestras manos: a
nuestro juicio y a nuestro criterio. Cuántas
veces no hacemos de nuestro criterio la única
luz que ilumina nuestro comportamiento, y
aunque sabemos que es posible que Dios piense
de una forma diferente, continuamos actuando
con las obras de nuestras manos como si fueran
Dios, continuamos teniendo ídolos dentro de
nuestro corazón.
La Cuaresma es este camino de preparación
hacia el encuentro con Jesucristo nuestro Señor
resucitado, que, vencedor del pecado y de la
muerte, se nos presenta como el único Señor
de nuestro corazón. La preparación cuaresmal
nos tiene que llevar a hacer de nuestra
conciencia un campo abierto, sometido,
totalmente puesto a la luz de Dios.
A veces nuestras decisiones nos llevan por
otros caminos, ¿qué podemos hacer para que
nuestra conciencia realmente sea y se
encuentre sólo con Dios en el propio
interior? Recordemos el ejemplo tan sencillo
de una cultura de tipo agrícola que nos da la
Escritura: “Volverán a vivir bajo mi sombra”.
Dios como la sombra que en los momentos de
calor da serenidad, da paz, da sosiego al
alma. Dios como el árbol a cuya sombra
tenemos que vivir.
Tenemos que darnos cuenta de que esta ruptura
interior, que se produce con todos los ídolos,
con todas las obras de nuestras manos, con
todos los criterios prefabricados, con todos
los criterios que nosotros hemos construido
para nuestra conveniencia personal, acaban
chocando con el salmo: “Yo soy tu Dios, escúchame”.
Él es nuestro Dios, ¿escuchamos a nuestro
Dios? ¿Hasta qué punto realmente somos
capaces de escuchar y no simplemente de oír?
¿Hasta qué punto hacemos de la palabra de
Dios algo que se acoge en nuestro corazón,
algo que se recibe en nuestro corazón? Nunca
olvidemos que de la escucha se pasa al amor y
de la acogida se pasa a la identificación.
Éste es el camino que tenemos que llevar si
queremos estar viviendo según el primero de
los mandamientos y si queremos escuchar de los
labios de Jesús las palabras que le dice al
escriba: “No estás lejos del reino de Dios”.
Solamente cuando el hombre y la mujer son
capaces de hacer de la palabra de Dios en su
corazón la única luz, y cuando hacer la única
luz se concreta a una escucha, a un amor
identificado con nuestro Señor, es cuando
realmente nuestra vida empieza a encontrarse
próxima al reino de Dios. Mientras nosotros
sigamos teniendo los ídolos de nuestras manos
dentro del corazón, estaremos encontrarnos
alejados del reino de Dios, aunque nosotros
pensemos que estamos cerca.
En nuestra conciencia la voz de Dios tiene que
ser la luz auténtica que nos acerca a su
Reino. Siempre que recibamos la Eucaristía,
no nos quedemos simplemente con el hermoso
sentimiento de: “¡qué cerca estás de mí,
Señor!”. Busquemos, pidamos que la Eucaristía
se convierta en nuestro corazón en la luz que
va transformando, que va rompiendo, que va
separando del alma los ídolos, y que va
haciendo de Dios el único criterio de juicio
de nuestros comportamientos.
Solamente así podremos escuchar en nuestro
corazón esas palabras tan prometedoras del
profeta Oseas “Seré para Israel como el rocío;
mi pueblo florecerá como el lirio, hundirá
profundamente sus raíces. Como el álamo y
sus renuevos se propagarán; su esplendor será
como el del olivo y tendrá la fragancia de
los cedros del Líbano. Volverán a vivir bajo
mi sombra.” Que la luz de Dios nuestro Señor
sea la sombra a la cual toda nuestra vida
crece, en la cual toda nuestra vida se realiza
en plenitud.

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