El
poder sobre los demonios
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Lucas 11, 14-23
En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando un
demonio que era mudo; sucedió que, cuando salió el
demonio, rompió a hablar el mudo, y las gentes se
admiraron. Pero algunos de ellos dijeron: Por Belcebú,
Príncipe de los demonios, expulsa los demonios.
Oros, para ponerle a prueba, le pedían una señal
del cielo. Pero Él, conociendo sus pensamientos,
les dijo: Todo reino dividido contra sí mismo queda
asolado, y casa contra casa, cae. Si, pues, también
Satanás está dividido contra sí mismo, ¿cómo va
a subsistir su reino? Porque decís que yo expulso
los demonios por Belcebú. Si yo expulso los
demonios por Belcebú, ¿por quién los expulsan
vuestros hijos? Por eso, ellos serán vuestros
jueces. Pero si por el dedo de Dios expulso yo los
demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de
Dios. Cuando uno fuerte y bien armado custodia su
palacio, sus bienes están en seguro; pero si llega
uno más fuerte que él y le vence, le quita las
armas en las que estaba confiado y reparte sus
despojos. El que no está conmigo, está contra mí,
y el que no recoge conmigo, desparrama.
Jueves de la tercera semana de
Cuaresma
Sinceridad
y veracidad
Quienes
nos rodean han de sabernos personas veraces, que no
mienten ni engañan jamás, leales y fieles: la
infidelidad es siempre un engaño, mientras que la
fidelidad es una virtud indispensable en la vida
personal y social.
I. En el Evangelio de la Misa
vemos a Jesús que cura a un endemoniado que era
mudo (Lucas 11, 14; Mateo 9, 32-33). La enfermedad,
un mal físico normalmente sin relación con el
pecado, es un símbolo del estado en el que se
encuentra el hombre pecador; espiritualmente es
ciego, sordo paralítico... Cuando en la oración
personal no hablamos al Señor de nuestras miserias
y no le suplicamos que las cure, o cuando no
exponemos esas miserias nuestras en la dirección
espiritual, cuando callamos porque la soberbia ha
cerrado nuestros labios, la enfermedad se convierte
prácticamente en incurable. El no hablar del daño
que sufre el alma suele ir acompañado del no
escuchar: el alma se vuelve sorda a los
requerimientos de Dios, se rechazan los argumentos y
las razones que podrían dar luz para retornar al
buen camino. Al repetir hoy, en el Salmo
responsorial de la Misa, Ojalá escuchéis hoy su
voz: no endurezcáis vuestro corazón (Salmo 94),
formulemos el propósito de no resistirnos a la
gracia, siendo siempre muy sinceros.
II. Para vivir una vida auténticamente humana,
hemos de amar mucho la verdad, que es, en cierto
modo, algo sagrado que requiere ser tratado con amor
y respeto. El Señor ama tanto esta virtud que
declaró de Sí mismo: Yo soy la verdad (Juan 14,
6), mientras que el diablo es mentiroso y padre de
la mentira (Juan 8, 44), todo lo que promete es
falsedad. No podremos ser buenos cristianos si no
hay sinceridad con nosotros mismos, con Dios y con
los demás. A los hombres nos da miedo, a veces, la
verdad porque es exigente y comprometida. Existe la
tentación de emplear el disimulo, la verdad a
medias, la mentira misma, a cambiar el nombre a los
hechos. Para ser sinceros, el primer medio que hemos
de emplear es la oración: es segundo lugar, el
examen de conciencia diario, breve, pero eficaz,
para conocernos. Después, la dirección espiritual
y la Confesión, abriendo de verdad el alma,
diciendo toda la verdad. Si rechazamos el demonio
mudo tendremos alegría y paz en el alma.
III. Quienes nos rodean han de
sabernos personas veraces, que no mienten ni engañan
jamás, leales y fieles: la infidelidad es siempre
un engaño, mientras que la fidelidad es una virtud
indispensable en la vida personal y social. Sobre
ella descansan el matrimonio, los contratos, la
actuación de los gobernantes. El amor a la verdad
nos llevará a rectificar, si nos hubiéramos
equivocado; a no formarnos juicios precipitados; a
buscar información objetiva, veraz y con criterio.
Entonces se hará realidad la promesa de Jesús: La
verdad os hará libres (Juan 8, 32).
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Jueves
de la tercera semana de Cuaresma
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Jr 7, 23-28
Lc 11, 14-23
Jesucristo nuestro Señor no quiere dejarnos
solos. Quiere ser Él el que nos acompañe,
quiere ser Él el que camina junto a nosotros:
“Escuchen mi voz y yo seré su Dios y
ustedes serán mi pueblo; caminen siempre por
el camino que yo les mostraré para que les
vaya bien”. Éstas son las palabras con las
que nuestro Señor exhorta al pueblo, a través
del profeta, a escuchar y a seguir el camino
de Dios
Cristo, en el Evangelio, nos narra la parábola
del hombre fuerte que tiene sus tesoros
custodiados, hasta que llega alguien más
fuerte que él y lo vence. Quién sabe si
nuestra alma es así: como un hombre fuerte
bien armado, dispuesto a defenderse, dispuesto
a no permitir que nadie toque ciertos tesoros.
Sin embargo, Dios nuestro Señor —más
fuerte sin duda—, quizá logre entrar en el
castillo y logre arrebatarnos aquello que
nosotros le tenemos todavía prohibido, le
tenemos todavía vedado. Cristo es más fuerte
que nosotros. Y no es más fuerte porque nos
violente, sino que es más fuerte porque nos
ama más.
Es el amor de Jesucristo el que llega a
nuestra alma y el que viene a arrebatar en
nuestro interior. Es al amor de Jesucristo el
que no se conforma con un compromiso mediocre,
con una vida cristiana tibia, con una vida
espiritual vacía. Y Cristo quiere todo, según
nuestro estado de vida: quiere todo en nuestra
vida conyugal, quiere todo en nuestra vida
familiar, quiere todo en nuestra vida social.
“Escuchen mi voz”. Estas palabras tienen
que resonar constantemente en nosotros a lo
largo del tiempo cuaresmal. Si Dios nuestro Señor
ha inquietado nuestra alma, si Dios nuestro Señor
no ha dejado tranquilo nuestro corazón, si
nos ha buscado, si nos ha asediado, si nos ha
tomado, si nos ha conquistado, no es ahora
para dejarnos solitarios por la vida, sino
porque el primero que se compromete a llevar
adelante nuestra vocación cristiana es Él, y
va a estar con nosotros. La pregunta que
nosotros tenemos que hacernos es: ¿Estamos
dispuestos a seguir a Cristo o estamos
dispuestos a abandonarlo?
Al final de la lectura del profeta Jeremías,
aparece una frase muy triste: “De este
pueblo dirá: Éste es el pueblo que no escuchó
la voz del Señor, ni aceptó la corrección;
ya no existe fidelidad en Israel; ha
desaparecido de su misma boca”.
Está en nuestras manos dar fruto. Está en
nuestras manos perseverar. Está en nuestras
manos el continuar adelante con nuestro
compromiso de cristianos en la sociedad. De
nosotros depende y a nosotros nos toca que
Jesucristo pueda seguir caminando con nosotros,
yendo a nuestro lado. El Señor vuelve a
buscarnos hoy, el Señor vuelve a estar con
nosotros, ¿cuál va a ser nuestra respuesta?
¿Cuál va a ser nuestro comportamiento si
nuestro Señor viene a nuestro corazón?
Jesús, al final del Evangelio, nos lanza un
reto: “El que no está conmigo, está contra
mí; y el que no recoge conmigo, desparrama”.
Un reto que es una responsabilidad: o estamos
con Él y recogemos con Él; o estamos contra
Él, desparramando. No nos deja alternativas.
O tomamos nuestra vida y la ponemos junto con
Él, la recogemos con Él, la hacemos
fructificar, la hacemos vivir, la hacemos
llenarse, la hacemos ser testigos cristianos
de los hombres, o simplemente nos vamos a
desparramar.
¿Quién de nosotros aceptaría ver su vida
desparramada? ¿Quién de nosotros toleraría
que su existencia simplemente corriese? ¿No
nos interesa tenerla verdaderamente rica, no
nos interesa tenerla verdaderamente
comprometida junto a Jesucristo nuestro Señor?
Esto no se puede quedar en palabras, tenemos
necesidad de llevarlo a los demás. Esto es
obra de todos los días, es un compromiso
cotidiano que está en nuestras manos.
Vamos a pedirle a Jesucristo que nos guíe
para comprometernos con nuestra fe, para
comprometernos con la Iglesia Católica, Apostólica
y Romana. La Iglesia que se nos ha entregado,
viniendo desde muchas generaciones. La Iglesia
de los mártires, la Iglesia de los apóstoles,
la Iglesia de los confesores. La Iglesia que
ha llegado a nosotros a través de dos mil años
por medio de la sangre de muchos que creyeron
en lo mismo que creemos nosotros. La Iglesia
que es para nosotros el camino de santificación,
y que es la Iglesia que nosotros tenemos que
transmitir a las siguientes generaciones con
la misma fidelidad, con la misma ilusión, con
el mismo vigor con que a nosotros llegó.
Pidámosle al Señor que la podamos transmitir
íntegra a las generaciones que vienen detrás
y la podamos extender a las generaciones que
conviven con nosotros y que todavía no
conocen a Cristo.
Este compromiso no es un compromiso hacia
dentro, sino que es un compromiso hacia afuera.
Un compromiso que nace de un corazón decidido,
pero que tiene que transformarse en acción
eficaz, en evangelización para el bien de los
hombres.
Vamos a pedirle a Jesucristo que nos conceda
la gracia de recoger con Él, la gracia de
estar siempre a favor de Él, de escuchar su
voz y de caminar por el camino que Él nos
muestra, para ser entre los hombres, una luz
encendida, un camino de salvación, una
respuesta a los interrogantes que hay en
tantos corazones, y que sólo nuestro Señor
Jesucristo puede llegar a responder.
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