

Sábado de la primera semana de
Cuaresma
Llamados a
la santidad
La santidad, amor creciente a Dios y a los demás por
Dios, podemos y debemos adquirirla en las cosas de todos
los días, que se repiten muchas veces, con aparente
monotonía. “Para la gran mayoría de los hombres, ser
santo supone santificar el trabajo, santificarse en su
trabajo y santificar a los demás con el trabajo, y
encontrar así a Dios en el camino de sus vidas"
I. Sed, pues, vosotros perfectos,
como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5, 48),
nos dice el Evangelio de la Misa. El Señor no sólo se
dirige a los Apóstoles sino a todos los que quieren ser
de verdad sus discípulos. Para todos, cada uno según sus
propias circunstancias, tiene el Señor grandes
exigencias. El Maestro llama a la santidad sin
distinción de edad, profesión, raza o condición social.
Esta doctrina del llamamiento universal a la santidad,
es, desde 1928, por inspiración divina, uno de los
puntos centrales de la predicación de
San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, quien
ha vuelto a recordar que el cristiano, por su Bautismo,
está llamado a la plenitud de la vida cristiana, a la
santidad. Más tarde, el Concilio Vaticano II ha
ratificado para toda la Iglesia esta vieja doctrina
evangélica: el cristiano está llamado a la santidad,
desde el lugar que ocupa en la sociedad. Hoy podemos
preguntarnos si nos basta solamente con querer ser
buenos, sin esforzarnos decididamente en ser santos.
II. La santidad, amor creciente a
Dios y a los demás por Dios, podemos y debemos
adquirirla en las cosas de todos los días, que se
repiten muchas veces, con aparente monotonía. “Para la
gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar
el trabajo, santificarse en su trabajo y santificar a
los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el
camino de sus vidas” (Conversaciones con Monseñor
Escrivá de Balaguer, 55) Santificar el trabajo: bien
hecho, cumpliendo en forma fidelísima la virtud de la
justicia y afán constante por mejorar profesionalmente.
Santificarnos en el trabajo: Nos llevará a convertirlo
en ocasión y lugar de trato con Dios, ofreciéndolo a Él,
y viviendo las virtudes humanas y sobrenaturales.
Santificar a los demás con el trabajo: El trabajo puede
y debe ser medio para dar a conocer a Cristo a muchas
personas si somos ejemplares en la manera cristiana de
actuar, llena de naturalidad y de firmeza.
III. La Iglesia nos recuerda la tarea
urgente de estar presentes en medio del mundo, para
conducir a Dios todas las realidades terrenas. Así lo
hicieron los primeros cristianos. Esto sólo será posible
si nos mantenemos unidos a Cristo mediante la oración y
los sacramentos. El Señor pasó su vida en la tierra
haciendo el bien (Hechos 10, 38). El cristiano ha de ser
“otro Cristo”. Esta es la gran fuerza del testimonio
cristiano. Pidamos a Nuestra Madre que nos ayude ser
testigos de su Hijo, mientras nos esforzamos en buscar
la santidad en nuestras circunstancias personales.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
La generosidad es una de las virtudes
fundamentales del cristiano. La
generosidad es la virtud que nos
caracteriza en nuestra imitación de
Cristo, en nuestro camino de
identificación con Él. Esto es porque
la generosidad no es simplemente una
virtud que nace del corazón que quiere
dar a los demás, sino la auténtica
generosidad nace de un corazón que
quiere amar a los demás. No puede
haber generosidad sin amor, como
tampoco puede haber amor sin
generosidad. Es imposible deslindar,
es imposible separar estas dos
virtudes.
2 Co 8, 1-9
Mt 5, 43-48
La generosidad es una de las virtudes
fundamentales del cristiano. La
generosidad es la virtud que nos
caracteriza en nuestra imitación de
Cristo, en nuestro camino de
identificación con Él. Esto es porque la
generosidad no es simplemente una virtud
que nace del corazón que quiere dar a
los demás, sino la auténtica generosidad
nace de un corazón que quiere amar a los
demás. No puede haber generosidad sin
amor, como tampoco puede haber amor sin
generosidad. Es imposible deslindar, es
imposible separar estas dos virtudes.
¿Qué amor puede existir en quien no
quiera darse? ¿Y qué don auténtico puede
existir sin amor? Esta unión, esta
intimidad tan estrecha entre la
generosidad y la misericordia, entre la
generosidad y el amor, la vemos
clarísimamente reflejada en el corazón
de nuestro Señor, en el amor que Dios
tiene para cada uno de nosotros, y en la
forma en que Jesucristo se vuelca sobre
cada una de nuestras vidas dándonos a
cada uno todo lo que necesitamos, todo
lo que nos es conveniente para nuestro
crecimiento espiritual.
Este darse de Cristo lo hace nuestro
Señor a costa de Él mismo. Como diría
San Pablo: “Bien saben lo generoso que
ha sido nuestro Señor Jesucristo, que
siendo rico, se hizo pobre por ustedes,
para que ustedes se hiciesen ricos con
su pobreza”. Ésta es la clave verdadera
del auténtico amor y de la auténtica
generosidad: el hacerlo a costa de uno.
En el fondo, podríamos pensar que esto
es algo negativo o que es algo que no
nos conviene. ¡Cómo voy yo a entregarme
a costa mía! ¡Cómo voy yo a darme o a
amar a costa mía! Sin embargo, es
imposible amar si no es a costa de uno,
porque el auténtico amor es el amor que
es capaz de ir quebrando los propios
egoísmos, de ir rompiendo la búsqueda de
sí mismo, de ir disgregando aquellas
estructuras que únicamente se preocupan
por uno mismo. ¡Qué diferente es la
vida, qué diferente se ve todo cuando en
nuestra existencia no nos buscamos a
nosotros y cuando buscamos verdadera y
únicamente a Dios nuestro Señor! ¡Cómo
cambian las prioridades, cómo cambia el
entendimiento que tenemos de toda la
realidad y, sobre todo, cómo aprendemos
a no conformarnos con amar poquito!
Esto es lo que nuestro Señor nos dice en
el Evangelio: “Antiguamente se decía:
Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo”.
Esto es amar poquito, amar con medida,
amar sin darse totalmente a todos los
demás. Podríamos nosotros también ser
así: personas que aman no según el amor,
sino según sus conveniencias; no según
la entrega, sino según los propios
intereses. Cuando Cristo dice: “Si
ustedes aman a los que los aman, ¿qué
recompensa merecen? ¿No hacen eso
también los publicanos? Y si saludan tan
sólo a sus hermanos, ¿qué hacen de
extraordinario? ¿No hacen eso también
los paganos?”, lo que nos está diciendo:
¿no hacen eso también aquellos a los que
solamente les interesa la conveniencia o
el dinero? Te doy, porque me diste; te
amo porque me amaste.
El cristiano tiene que aprender a abrir
su corazón verdaderamente a todos los
que lo rodean, y entonces, las
prioridades cambian: ya no me preocupo
si esto me interesa o no; la única
preocupación que acabo por tener es si
me estoy entregando totalmente o me
estoy entregando a medias; si estoy
dándome, incluso a costa de mí mismo, o
estoy dándome calculándome a mí mismo.
En el fondo, estos dos modelos que
aparecen son aquellos que, o siguen a
Cristo, o se siguen a sí mismos.
Ser perfectos no es, necesariamente, ser
perfeccionistas. Ser perfectos significa
ser capaces de llevar hasta el final,
hasta todas las consecuencias el amor
que Dios ha depositado en nuestro
corazón. Ser perfecto no es terminar
todas las cosas hasta el último detalle;
ser perfecto es amar sin ninguna medida,
sin ningún límite, llegar hasta el final
consigo mismo en el amor.
Para todos nosotros, que tenemos una
vocación cristiana dentro de la Iglesia,
se nos presenta el interrogante de si
estamos siendo perfeccionistas o
perfectos; si estamos llegando hasta el
final o estamos calculando; si estamos
amando a los que nos aman o estamos
entregándonos a costa de nosotros
mismos.
Estas preguntas, que en nuestro corazón
tenemos que atrevernos a hacer, son las
preguntas que nos llevan a la felicidad
y a corresponder a Dios como Padre
nuestro, y, por el contrario, son
preguntas que, si no las respondemos
adecuadamente, nos llevan a la
frustración interior, a la amargura
interior; nos llevan a un amor partido
y, por lo tanto, a un amor que no
satisface el alma.
Pidámosle a
Jesucristo que nos ayude a no fragmentar
nuestro corazón, que nos ayude a no
calcular nuestra entrega, que nos ayude
a no ponernos a nosotros mismos como
prioridad fundamental de nuestro don a
los demás. Que nuestra única meta sea la
de ser perfectos, es decir, la de amar
como Cristo nos ama a nosotros.
Para
comunicarse con el autor:
P. Cipriano Sánchez
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