

Perdón de las ofensas
Mateo 5, 20-26
Porque os digo que, si vuestra justicia no es
mayor que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el Reino de los Cielos. «Habéis oído
que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel
que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo:
Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será
reo ante el tribunal; pero el que llame a su hermano
"imbécil", será reo ante el Sanedrín; y el que le
llame "renegado", será reo de la gehenna de fuego.
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te
acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo
contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar,
y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego
vuelves y presentas tu ofrenda. Ponte enseguida a
buenas con tu adversario mientras vas con él por el
camino; no sea que tu adversario te entregue al juez
y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. Yo te
aseguro: no saldrás de allí hasta que no hayas
pagado el último céntimo.

Viernes de la primera semana de
Cuaresma
La Cuaresma
es un tiempo de penitencia
Una
penitencia especialmente grata al Señor es aquella que
recoge muchas muestras de caridad y tiende a facilitar a
otros el camino hacia Dios, haciéndoselo más amable.
I. La eficacia de la auténtica
penitencia, que es la conversión del corazón a Dios,
puede perderse si se cae en la tentación, frecuente
antes y ahora, de soslayar que el pecado es personal.
Dios quiere que el pecador se convierta y viva (Ezequiel
18, 23), pero éste ha de cooperar con su arrepentimiento
y su penitencia. “El pecado, en sentido verdadero y
propio, es siempre un acto de la persona, porque es un
acto libre de la persona individual, y no precisamente
de un grupo o una comunidad” (JUAN PABLO II, Exhortación
Apostólica). Los pecados dejan una huella en el alma.
Además existen pecados y faltas no advertidas por falta
de espíritu de examen o por falta de delicadeza de
conciencia... Son como malas raíces que han quedado en
el alma y que es necesario arrancar mediante la
penitencia para impedir que generen frutos amargos.
Concretaremos la penitencia en cosas pequeñas, y también
con el consejo del director espiritual, otras
mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a
purificar el alma y a desagraviar por los pecados
propios y ajenos.
II. El pecado deja una huella en el
alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor.
Por otra parte, aunque el pecado es siempre una ofensa
personal a Dios, no deja de tener sus efectos en los
demás. Para bien o para mal estamos constantemente
influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia y en el
mundo. “No existe pecado alguno, aun el más íntimo y
secreto, el más estrictamente individual, que afecte
exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado
repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o
menor daño, en todo el conjunto eclesial y en toda la
familia humana” (Juan Pablo II). Nos pide el Señor que
seamos motivo de alegría y luz para toda la Iglesia, y
sabernos ayuda, también en penitencia, para todo el
Cuerpo Místico de Cristo. Penitencia discreta, alegre,
inadvertida en medio del mundo, pero traducida en hechos
concretos.
III. La vida del cristiano puede
estar llena de esta penitencia que Dios ve: ofrecimiento
de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio
juicio, trabajo acabado y bien hecho por amor de Dios.
Una penitencia especialmente grata
al Señor es aquella que recoge muchas muestras de
caridad y tiende a facilitar a otros el camino hacia
Dios, haciéndoselo más amable. Nuestra Madre
Santa María nos enseñará a encontrar muchas ocasiones
para ser generosos en la entrega a quienes están a
nuestro lado en el quehacer de todos los días.
Fuente:
Colección "Hablar con Dios" por Francisco
Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
Conversión y
renovación del corazón
Entrar constantemente dentro de
nosotros mismos y vigilar nuestra alma
es el camino necesario, ineludible
para poder llegar a vivir esta
penitencia de los sentimientos. Es el
camino del cual no podemos prescindir
para tener bien dominada toda esa
corriente que son los sentimientos, de
manera que no perdamos nada de la
riqueza que ella nos pueda aportar,
pero tampoco nos dejemos arrastrar por
la corriente, que a veces puede
llevarnos lejos de Dios nuestro Señor.
Autor: P. Cipriano Sánchez
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Toda la
Cuaresma, con su constante invitación
a la conversión, es un hermoso
recordatorio de cómo Dios nuestro
Señor nos quiere, a todos y cada uno
de nosotros, plenamente santos,
absolutamente santos. “Purifíquense de
todas sus iniquidades, renueven su
corazón y su espíritu, dice el Señor”.
La ley de santidad, que nos exige y
que nos obliga a todos, se convierte
en un imperativo al que nosotros no
podemos renunciar. Pero seríamos
bastante ingenuos si esta ley de
santidad pretendiéramos vivirla
alejados de lo que somos, de nuestra
realidad concreta, de los elementos
que nos constituyen, de las fibras más
interiores de nuestro ser. Seríamos
ingenuos si no nos atreviéramos a
discernir en nuestra alma aquellas
situaciones que pueden estar
verdaderamente impidiendo una
auténtica conversión. La conversión no
es solamente ponerse ceniza, la
conversión no es guardar abstinencia
de carne, no es sólo hacer penitencias
o dar limosnas. La conversión es una
transformación absoluta del propio
ser.
“Cuando el pecador se arrepiente del
mal que hizo y practica la rectitud de
la justicia, él mismo salva su vida si
recapacita y se aparta de los delitos
cometidos; ciertamente vivirá y no
morirá”. Esta frase del profeta
Ezequiel nos habla de la necesidad de
llegar hasta los últimos rincones de
nuestra personalidad en el camino de
conversión. Nos habla de la
importancia de que no quede nada de
nosotros apartado de la exigencia de
conversión. Y si nosotros quisiéramos
preguntarnos cuál es el primer
elemento que tenemos que atrevernos a
purificar en nuestra vida, el elemento
fundamental sin el cual nuestra
existencia puede ver truncada su
búsqueda de santidad, creo que
tendríamos que entrar y atrevernos a
examinar nuestros sentimientos.
¡Cuántas veces son nuestros
sentimientos los que nos traicionan!
¡Cuántas veces es nuestra afectividad
la que nos impide lograr una real
conversión! ¡Cuántos de nosotros, en
el camino de santidad, nos hemos visto
obstaculizados por algo que sentimos
escapársenos de nuestras manos, que
sentimos írsenos de nuestra libertad,
que son nuestros sentimientos! Los
sentimientos, que son una riqueza que
Dios pone en nuestra alma, se acaban
convirtiendo en una cadena que nos
atrapa, que nos impide razonar y
reaccionar; nos impiden tomar
decisiones y afirmarnos en el
propósito de conversión. La penitencia
de los sentimientos es el camino que
nos tiene que acabar llevando en todas
las Cuaresmas, más aún, en la Cuaresma
continua que tiene que ser nuestra
existencia, hacia el encuentro
auténtico con Dios nuestro Señor.
Jesucristo, en el Evangelio, nos habla
de la importancia que tiene el ser
capaces de dominar nuestros
sentimientos para poder lograr una
auténtica conversión. La Antigua Ley
hablaba de que el que mataba cometía
pecado y era llevado ante el tribunal,
pero Cristo no se conforma simplemente
con esto; Cristo va más allá en lo que
tiene que ir haciendo plena a la
persona. Jesucristo nos invita, como
parte de este camino de conversión, a
la purificación de nuestros
sentimientos, a la penitencia interior
cuando nos dice: “Todo el que se enoje
con su hermano, será llevado hasta el
tribunal”.
En cuántas ocasiones nosotros buscamos
quién sabe qué mortificaciones raras y
andamos pensando qué le podríamos
ofrecer al Señor, y no nos damos
cuenta de que llevamos una penitencia
incorporada en nosotros mismos a
través de nuestros sentimientos. No
nos damos cuenta de que nuestros
sentimientos se convierten en un campo
en el que nuestra vida espiritual
muchas veces naufraga.
¡Cuántas veces nuestros anhelos de
perfección se han visto carcomidos por
los sentimientos! ¡Cuántas veces el
interés por los demás, porque los
demás crezcan, por ayudar a los demás,
se ha visto arruinado por los
sentimientos! ¡Cuántas veces un deseo
de una mayor entrega, un interés por
decirle a Cristo «sí» con más
profundidad, se ha visto totalmente
apartado del camino por culpa de los
sentimientos! No porque ellos sean
malos, porque son un don de Dios, y
como don de Dios, tenemos que hacerlos
crecer y enriquecernos con ellos.
Pero, tristemente, cuántas veces esos
sentimientos nos traicionan. Nuestra
conversión, para que sea verdadera,
para que sea plena, tiene que aprender
a pasar por el dominio de nuestros
sentimientos. Y para lograrlo, la
gracia tiene que llegar tan hondo a
nuestro interior, que incluso nuestros
sentimientos se vean transfigurados
por ella.
¿Cuál es el
camino para esto? El camino es el
examen: “Si cuando vas a poner tu
ofrenda sobre el altar te acuerdas
allí mismo de que tu hermano tiene una
queja contra ti [...]”. Entrar
constantemente dentro de nosotros
mismos y vigilar nuestra alma es el
camino necesario, ineludible para
poder llegar a vivir esta penitencia
de los sentimientos. Es el camino del
cual no podemos prescindir para tener
bien dominada toda esa corriente que
son los sentimientos, de manera que no
perdamos nada de la riqueza que ella
nos pueda aportar, pero tampoco nos
dejemos arrastrar por la corriente,
que a veces puede llevarnos lejos de
Dios nuestro Señor.
Para entrar en nosotros es necesario
que la memoria y el recuerdo se
transformen como en un espejo en el
cual nuestra alma está siendo
examinada, percibida constantemente
por nuestra conciencia, para ver hasta
qué punto el sentimiento está
enriqueciéndome o hasta qué punto está
traicionándome. Hasta qué punto el
sentimiento está dándome plenitud o
hasta qué punto el sentimiento me está
atando a mí mismo, a mi egoísmo, a mis
pasiones, a mis conveniencias.
Vigilar, estar atentos, recordar, pero
al mismo tiempo, es fundamental que el
camino de conversión no simplemente
pase por una vigilancia, que nos
podría resultar obscura y represiva,
sino es necesario, también, que el
camino de conversión pase por un
enriquecimiento. Si alguien tendría
que tener unos sentimientos ricos, muy
fecundos, ése tendría que ser un
cristiano, tendría que ser un santo,
porque solamente el santo —el
auténtico cristiano— potencia toda su
personalidad impulsado por la gracia,
para que no haya nada de él que quede
sin redimir, sin ser tocado por la
Cruz de Cristo.
Cristo, cuando está hablando a los
fariseos les dice: “Si su justicia no
es mayor que la de los escribas y
fariseos, no entrarán ustedes en el
Reino de los Cielos”. No podemos
quedarnos con una justicia del «no
harás», tenemos que buscar una
justicia del «hacer», del llevar a
plenitud, del enriquecimiento, que es
parte de nuestra conversión. Y en este
sentido, tenemos que estar
constantemente preguntándonos si ya
hemos enriquecido todos nuestros
sentimientos: el cariño, el afecto, la
ternura, la compasión, la
sensibilidad; todos los sentimientos
que nosotros podemos tener de
justicia, de interés, de preocupación;
todos los sentimientos que podemos
tener de acercamiento a los demás, de
percepción de las situaciones de los
otros. ¿Hasta qué punto nos estamos
enriqueciendo buscando cada día darle
más cercanía a la gracia de Cristo?
Dice el salmo: “Perdónanos Señor y
viviremos”. En estas tres palabras
podríamos encerrar esta penitencia de
los sentimientos. Que el Señor nos
perdone, es decir, que nos purifique.
Llegar a limpiar los sentimientos de
todo egoísmo, de toda preocupación por
nosotros mismos, de toda búsqueda
interesada de nosotros. Pero no basta,
hay que vivir de ese perdón; de esa
purificación tiene que nacer la vida y
tiene que nacer un enriquecimiento
nuestro y de los demás.
El camino de conversión es difícil,
exige una gran apertura del corazón,
exige estar dispuestos, en todo
momento, a cuestionarnos y a
enriquecernos. Hagamos de la Cuaresma
un camino de enriquecimiento, un
camino de encuentro más profundo con
Cristo, un camino en el que al final,
la Cruz de Cristo haya tocado todos
los resortes de nuestra personalidad.
Para comunicarse con el autor:
P. Cipriano Sánchez

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