1.
Después de que Jesús es colocado en
el sepulcro, María «es la única
que mantiene viva la llama de la fe,
preparándose para acoger el anuncio
gozoso y sorprendente de la Resurrección».
La espera que vive la Madre del Señor
el Sábado santo constituye uno de los
momentos más altos de su fe: en la
oscuridad que envuelve el universo,
ella confía plenamente en el Dios de
la vida y, recordando las palabras de
su Hijo, espera la realización plena
de las promesas divinas.
Los evangelios refieren varias
apariciones del Resucitado, pero no
hablan del encuentro de Jesús con su
madre. Este silencio no debe llevarnos
a concluir que, después de su
resurrección, Cristo no se apareció
a María; al contrario, nos invita a
tratar de descubrir los motivos por
los cuales los evangelistas no lo
refieren.
Suponiendo que se trata de una «omisión»,
se podría atribuir al hecho de que
todo lo que es necesario para nuestro
conocimiento salvífico se encomendó
a la palabra de «testigos escogidos
por Dios» (Hch 10,41), es decir, a
los Apóstoles, los cuales «con gran
poder» (Hch 4,33) dieron testimonio
de la resurrección del Señor Jesús.
Antes que a ellos, el Resucitado se
apareció a algunas mujeres fieles,
por su función eclesial: «Id, avisad
a mis hermanos que vayan a Galilea;
allí me verán» (Mt 28,10).
Si los autores del Nuevo Testamento no
hablan del encuentro de Jesús
resucitado con su madre, tal vez se
debe atribuir al hecho de que los que
negaban la resurrección del Señor
podrían haber considerado ese
testimonio demasiado interesado y, por
consiguiente, no digno de fe.
2.
Los Evangelios, además, refieren sólo
unas cuantas apariciones de Jesús Resucitado,
y ciertamente no pretenden hacer una
crónica completa de todo lo que
sucedió durante los cuarenta días
después de la Pascua. San Pablo
recuerda una aparición «a más de
quinientos hermanos a la vez» (1Cor
15,6). ¿Cómo justificar que un hecho
conocido por muchos no sea referido
por los evangelistas, a pesar de su
carácter excepcional? Es signo
evidente de que otras apariciones del
Resucitado, aun siendo consideradas
hechos reales y notorios, no quedaron
recogidas.
¿Cómo podría la Virgen, presente en
la primera comunidad de los discípulos
(ver Hch 1,14), haber sido excluida
del número de los que se encontraron
con su divino Hijo resucitado de entre
los muertos?
3.
Más aún, es legítimo pensar que
verosímilmente Jesús resucitado se
apareció a su madre en primer lugar.
La ausencia de María del grupo de las
mujeres que al alba se dirigieron al
sepulcro (ver Mc 16,1; Mt 28,1), ¿no
podría constituir un indicio del
hecho de que ella ya se había
encontrado con Jesús? Esta deducción
quedaría confirmada también por el
dato de que las primeras testigos de
la resurrección, por voluntad de Jesús,
fueron las mujeres, las cuales
permanecieron fieles al pie de la cruz
y, por tanto, más firmes en la fe.
En efecto, a una de ellas, María
Magdalena, el Resucitado le encomienda
el mensaje que debía transmitir a los
Apóstoles (ver Jn 20,17-18). Tal vez,
también este dato permite pensar que
Jesús se apareció primero a su madre,
pues ella fue la más fiel y en la
prueba conservó íntegra su fe.
Por último, el carácter único y
especial de la presencia de la Virgen
en el Calvario y su perfecta unión
con su Hijo en el sufrimiento de la
cruz, parecen postular su participación
particularísima en el misterio de la
Resurrección.
Un autor del siglo V, Sedulio,
sostiene que Cristo se manifestó en
el esplendor de la vida resucitada
ante todo a su madre. En efecto, Ella,
que en la Anunciación fue el camino
de su ingreso en el mundo, estaba
llamada a difundir la maravillosa
noticia de la resurrección, para
anunciar su gloriosa venida. Así
inundada por la gloria del Resucitado,
ella anticipa el «resplandor» de la
Iglesia.
4.
Por ser imagen y modelo de la Iglesia,
que espera al Resucitado y que en el
grupo de los discípulos se encuentra
con él durante las apariciones
pascuales, parece razonable pensar que
María mantuvo un contacto personal
con su Hijo resucitado, para
gozar también ella de la plenitud de
la alegría pascual.
La Virgen Santísima, presente en el
Calvario durante el Viernes santo (ver
Jn 19,25) y en el cenáculo en
Pentecostés (ver Hch 1,14), fue
probablemente testigo privilegiada
también de la resurrección de Cristo,
completando así su participación en
todos los momentos esenciales del
misterio pascual. María, al acoger a
Cristo resucitado, es también signo y
anticipación de la humanidad, que
espera lograr su plena realización
mediante la resurrección de los
muertos.
En el tiempo pascual la comunidad
cristiana, dirigiéndose a la Madre
del Señor, la invita a alegrarse: «Regina
caeli, laetare. Alleluia». «¡Reina
del cielo, alégrate. Aleluya!».
Así recuerda el gozo de María por la
Resurrección de Jesús, prolongando
en el tiempo el «¡Alégrate!»
que le dirigió el ángel en la
Anunciación, para que se convirtiera
en «Causa de alegría» para la
humanidad entera.