4 . LA ADORACIÓN DE LOS REYES MAGOS
 
Mateo  2: 1-2, 10-11
 

CRISTO ES LA EPIFANÍA DEL PADRE

 Homilía en la Santa Misa de la Solemnidad de la Epifanía del Señor. 6-enero-1999

Queridos hermanos y hermanas:

1. «La Luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron» (Jn 1, 5). Toda la liturgia habla hoy de la Luz de Cristo, de la Luz que se encendió en la Noche Santa. La misma Luz que guió a los pastores hasta el portal de Belén, indicó el camino, el día de la Epifanía, a los Magos que fueron desde Oriente para adorar al Rey de los judíos, y resplandece para todos los hombres y todos los pueblos que anhelan encontrar a Dios.

En su búsqueda espiritual, el ser humano ya dispone naturalmente de una luz que lo guía: es la razón, gracias a la cual puede orientarse, aunque a tientas (cf. Hch 17, 27), hacia su Creador. Pero, dado que es fácil perder el camino, Dios mismo vino en su ayuda con la Luz de la Revelación, que alcanzó su plenitud en la Encarnación del Verbo, Palabra eterna de verdad.

La Epifanía celebra la aparición en el mundo de esta Luz divina, con la que Dios salió al encuentro de la débil luz de la razón humana. Así, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, se propone la íntima relación que existe entre la razón y la fe, las dos alas de que dispone el espíritu humano para elevarse hacia la contemplación de la verdad, como recordé en la reciente encíclica Fides et ratio.

2. Cristo no es sólo Luz que ilumina el camino del hombre. También se ha hecho camino para sus pasos inciertos hacia Dios, fuente de vida. Un día dijo a los Apóstoles: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por Mí. Si me conocéis a Mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14, 6-7). Y ante la objeción de Felipe añadió: «El que me ha visto a Mí ha visto al Padre. (...) Yo estoy en el Padre y el Padre está en Mí» (Jn 14, 9.1 1). La epifanía del Hijo es la epifanía del Padre.

¿No es éste, en definitiva, el objetivo de la venida de Cristo al mundo? Él mismo afirmó que había venido para «dar a conocer al Padre», para «explicar» a los hombres quién es Dios y para revelar su Rostro, su «nombre» (cf. Jn 17, 6). La vida eterna consiste en el encuentro con el Padre (cf. Jn 17, 3).

La Iglesia prolonga en los siglos la misión de su Señor: su compromiso principal consiste en dar a conocer a todos los hombres el rostro del Padre, reflejando la luz de Cristo, Lumen gentium, luz de amor, de verdad y de paz. Para esto el divino Maestro envió al mundo a los Apóstoles, y envía continuamente, con el mismo Espíritu, a los obispos, sus sucesores.

3. Siguiendo una significativa tradición, en la solemnidad de la Epifanía el Obispo de Roma confiere la ordenación episcopal a algunos prelados, y hoy tengo la alegría de consagraros a vosotros, amadísimos hermanos para que, con la plenitud del sacerdocio, lleguéis a ser ministros de la epifanía de Dios entre los hombres. A cada uno de vosotros se confían misiones específicas, diferentes una de otra, pero todas encaminadas a difundir el único Evangelio de salvación entre los hombres (...) .

Dios quiera que cada uno de vosotros, nuevos Obispos a quienes voy a imponer hoy las manos, lleve por doquier, con las palabras y las obras, el anuncio gozoso de la Epifanía, en la que el Hijo reveló al mundo el Rostro del Padre rico en misericordia.

4. El mundo tiene gran necesidad de experimentar la bondad divina, de sentir el amor de Dios a toda persona.

También a nuestra época se puede aplicar el oráculo del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «La oscuridad sobre la tierra, y espesa nube a los pueblos, mas sobre ti amanece el Señor y su gloria sobre ti aparece» (Is 60, 2-3). En el paso, por decirlo así, del segundo al tercer milenio, la Iglesia está llamada a revestirse de Luz (cf. Is 60, 1), para resplandecer como una ciudad situada en la cima de un monte: la Iglesia no puede permanecer oculta (cf. Mt S, 14), porque los hombres necesitan recoger su mensaje de luz y esperanza, y glorificar al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).

Conscientes de esta tarea apostólica y misionera, que compete a todo el pueblo cristiano, pero especialmente a cuantos el Espíritu Santo ha puesto como Obispos para pastorear la Iglesia de Dios (cf. Hch 20, 28), vamos como peregrinos a Belén, a fin de unirnos a los Magos de Oriente, mientras ofrecen dones al Rey recién nacido.

Pero el verdadero don es Él: Jesús, el don de Dios al mundo. Debemos acogerlo a Él, para llevarlo a cuantos encontremos en nuestro camino. Él es para todos la epifanía, la manifestación de Dios, esperanza del hombre, de Dios, liberación del hombre, de Dios, salvación del hombre. Cristo nació en Belén por nosotros. Venid, adorémoslo. Amén.

 
 

 

 

CRISTO AMA LA INFANCIA, MAESTRA DE HUMILDAD

Cuando los tres Magos fueron conducidos por el resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús, ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que revelaba su poder divino ; sino que vieron a un Niño que guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su Madre. No aparecía en Él ningún signo de su poder; mas le ofreció la vista de un gran espectáculo: SU HUMILDAD.

Por eso, el espectáculo de este Niño, al cual se había unido Dios, el Hijo de Dios, presentaba a sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser proclamada a los oídos, y lo que no profería aún el sonido de su voz, el simple hecho de verle hacía ya que El enseñaba. Toda la victoria del Salvador ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su majestad, nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por los hombres.

Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la muerte y al autor de la muerte (cf. 1 Tim 1,10), no rechazando lo que le hacían sufrir los perseguidores, sino soportando con gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado? Y, como dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría con nosotros (1 Jn 1,8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de modo que la justicia nada tenga de que reprocharle o la Misericordia Divina qué perdonarle?

Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus discípulos disputaron entre sí, como cuenta el evangelista, quién sería el más grande en el reino de los cielos, El, llamando a Sí a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: En verdad os digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el Reino de los cielos (Mt 18,1-4). Cristo ama la infancia, que El mismo ha vivido al principio en su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al Reino eterno los atrae a su propio ejemplo.

San León Magno, Papa, Homilía VII (37), Solemnidad de la Epifanía.

Marisa y Eduardo


 

ORACIÓN PARA IMPLORAR FAVORES POR INTERCESIÓN DEL SIERVO DE DIOS EL PAPA JUAN PABLO II

Oh Trinidad Santa, Te damos gracias por haber concedido a la Iglesia al Papa Juan Pablo II y porque en él has reflejado la ternura de Tu paternidad, la gloria de la Cruz de Cristo y el esplendor del Espíritu de amor. El, confiando totalmente en tu infinita misericordia y en la maternal intercesión de María, nos ha mostrado una imagen viva de Jesús Buen Pastor, indicándonos la santidad, alto grado de la vida cristiana ordinaria, como camino para alcanzar la comunión eterna Contigo. Concédenos, por su intercesión, y si es Tu voluntad, el favor que imploramos, con la esperanza de que sea pronto incluido en el número de tus santos.

Padrenuestro. Avemaría. Gloria.


Se ruega a quienes obtengan gracias por intercesión del Siervo de Dios Juan Pablo II, las comuniquen al Postulador de la Causa, Monseñor Slawomir Oder. Vicariato di Roma. Piazza San Giovanni in Laterano 6/A 00184 ROMA . También puede enviar su testimonio por correo electrónico a la siguiente dirección: postulazione.giovannipaoloii@vicariatusurbis.org


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